“Me dieron un Kaláshnikov y me enseñaron a matar”
Un ex niño soldado raptado por las fuerzas de Lubanga relata su terrible experiencia y el calvario de la reinserción en Congo
Alberto D'Argenzio
Bunia, El País
“He visto morir a mis amigos. No a muchos. A todos”. Gestaing habla rápido, como si estuviese contando la vida de otro o, simplemente, como si no quisiese darse cuenta de que es la suya la que está dibujando con palabras entrecortadas. Habla mientras surfea al mismo ritmo hiperacelerado sobre su moto Made in China por las carreteras en construcción de Bunia, capital de Ituri, en el noreste de la República Democrática del Congo. La ciudad es un hervidero sin ley ni Estado que recuerda a las películas del Lejano Oeste. Hoteles, bares y tiendas surgen como hongos: Bunia tiene una prisa tremenda por cambiar de piel en el intento, urbanístico y económico, de borrar las profundas cicatrices de unas guerras —la de Ituri y las dos de Congo— largas y brutales. Gestaing, como mucho, logra maquillar sus heridas.
Ahora tiene 24 años y un trabajo de conductor de moto-taxi. En 2002 las milicias de la UPC, la Unión de Patriotas Congoleños de Thomas Lubanga, entraron en su casa y le robaron su adolescencia. “Los milicianos llegaron a mi aldea, en el norte de Bunia, en el camino que va hacia las minas de Mongbwalu. Estaba con mi madre y mis hermanas. Mi padre ya nos había abandonado por la guerra. No teníamos nada que darles, así que me raptaron. Tenía 14 años”. No fue el peor parado. “Conmigo atraparon también a unos niños de 8 o 9 años. Yo era de los mayores, eso me ayudó para sobrevivir. Y además, los de la UPC no hicieron nada a mi familia. Les bastó con capturarme”, recuerda Gestaing de su pasaje directo a la edad adulta.
Los señores de la guerra amenazaban a los niños con violar o matar a sus madres o hermanas, a menudo con disparos en el útero. Sin duda, la forma más brutal y definitiva para certificar el cambio de propiedad: de la familia a la milicia. A Gestaing le ahorraron este horror. Solo este.
Bajo Lubanga aprendió los rudimentos de su nuevo trabajo, el de niño soldado en África. En los meses pasados al servicio de la UPC, Gestaing se familiarizó con el machete, el Kaláshnikov y los lanzacohetes. En sus clases mezclaban el uso de herramientas tradicionales, técnicas de tortura y artillería ligera. “Me pusieron en las manos un Kaláshnikov y me enseñaron a matar”. A matar a los lendu, la etnia rival, y a los de su gente, los hema, que se atrevían a proteger al enemigo. “He matado a mucha, muchísima gente, pero o mataba o me mataban, no tenía otra opción”, dice como disculpándose por lo que hizo, presionado por órdenes que le superaban y cegado por el alcohol. “Nos daban de beber, y mucho”.
Gestaing y sus amigos también tenían que matar para conquistar y proteger la cuenca aurífera de Mongbwalu, fuente de la gran riqueza de esta provincia nororiental, limitada al norte por Sudán del Sur y al este por Uganda, un vecino demasiado interesado en las joyas de Ituri. Durante las dos guerras de Congo y la de Ituri, la carretera en dirección a Mongbwalu era una de las más peligrosas del mundo. Aún ahora se necesitan seis horas, un buen todoterreno y un gran chófer para recorrer los 87 kilómetros que separan Bunia de las minas… siempre que no llueva, pero esa es en la actualidad la única incógnita del viaje. Hace unos años, este trayecto te exponía a emboscadas, raptos, violaciones y homicidios. En aquella época las minas cambiaron a menudo de dueño, pero este ha sido el único lugar de la región donde nunca faltó la electricidad: nadie destrozaba las líneas de alta tensión necesarias para la extracción. “Milagros del oro”, sintetiza con ironía Gestaing.
En la zona de Mongbwalu le enseñaron también a violar, arma no convencional muy difundida en muchos conflictos, desde la guerra de Troya a los Balcanes. “No he violado”, cuenta sin que nadie pueda contrastar su testimonio, “pero he visto a amigos, a niños soldado como yo, obligados a violar y también a otros que violaban sin obligación, empujados por la dinámica de la milicia, de la guerra”. Según un informe del American Journal of Public Health, durante las dos guerras del Congo y la de Ituri se violaban a cuatro mujeres cada cinco minutos, un ritmo trepidante, marcado también por los niños soldado. En Ituri, las milicias marcaban sus siglas a fuego sobre la piel de las mujeres violadas, letras que se transformaban en un certificado de muerte si estas pasaban a manos de un grupo militar enemigo.
Lubanga, con su ejército de hombres y 3.000 niños, controla Mongbwalu entre 2002 y 2003, quemando aldeas, matando, torturando y obligando a huir a 60.000 personas. “Fueron los meses más duros”, recuerda mirando el suelo Gestaing. La región de las minas no es un territorio dulce como las colinas de Bunia, está en el medio de la intrincada selva africana. “Es más fácil esconderse, pero mucho más difícil moverse, y teníamos que actuar rápido”.
En marzo de 2003, el Ejército ugandés expulsa a Lubanga de Bunia. Para sus niños no fue el fin de la historia. “Estábamos felices, pero no sabíamos qué hacer, había un gran caos, mi aldea ya no existía. Lubanga se había ido a Kinshasa, pero la guerra no había terminado”. El conflicto continúa con más o menos baja intensidad hasta 2008. Entonces Gestaing recupera su libertad.
“Al final de la guerra hice lo que hicieron muchos de los milicianos: utilicé el dinero que el Gobierno daba a quien devolvía las armas para comprar una moto y convertirme en mototaxista”. La del taxista a dos ruedas es la actividad por excelencia de los exguerrilleros en Ituri. Esa o la de buscador artesanal de oro en Mongbwalu. Gestaing explica su elección: “No quería volver a la zona de las minas. Demasiados malos recuerdos. Y, además, alguien hubiera podido reconocerme. Prefiero vivir aquí en la ciudad, es más viva y el trabajo es menos duro”.
Sus amigos murieron en la guerra, por las balas, la dura disciplina o las enfermedades. Ahora tiene otros, todos mototaxistas como él. Aparecen en grupo esperando y disputándose a los clientes en cada esquina de Bunia. Muchos tienen la misma historia de Gestaing, la de una adolescencia robada. Un vacío lleno de violencia que nadie ayuda a curar, también por el hecho de que no existen psicólogos o centros de ayuda especializada en este rincón del planeta. “Salvo unas pocas ONG internacionales, que están abandonando lentamente Bunia, nadie se ocupa de los niños soldado aquí”, cuenta Jeanne Cécile Myamungu, una corpulenta monja de 41 años responsable del orfanato Charité Maternelle de Muzipela, en las afueras de Bunia. El director del hospital provincial, Clement Asani, lo confirma: “No tenemos personal cualificado, ni recursos. El Estado está ausente y las emergencias son otras, el paludismo, el sida, el cólera...”. Hay algunas estructuras locales de asistencia para las mujeres violadas, pero nada para los niños.
Gestaing no parece preocupado, encoge los hombros y mira adelante. “Hice bien en volverme taxista, algunos de los que luchaban conmigo se gastaron el dinero del Estado en alcohol y mujeres, y ahora se dedican a lo único que saben hacer: robar y violar”. Un pasado de violencia que podría resurgir pronto. Después de las tensas elecciones presidenciales de noviembre pasado, la paz en Congo y en particular en el este del país está de nuevo en entredicho. Fuertes vientos de guerra silban desde el norte de Kivu.
Gestaing se acomoda sobre su moto, te mira en los ojos y escupe su futuro: “Si se vuelve a liar, no me van a joder más, no vuelvo a matar para las milicias”. Ya no es un niño, ni quiere ser soldado.
Alberto D'Argenzio
Bunia, El País
“He visto morir a mis amigos. No a muchos. A todos”. Gestaing habla rápido, como si estuviese contando la vida de otro o, simplemente, como si no quisiese darse cuenta de que es la suya la que está dibujando con palabras entrecortadas. Habla mientras surfea al mismo ritmo hiperacelerado sobre su moto Made in China por las carreteras en construcción de Bunia, capital de Ituri, en el noreste de la República Democrática del Congo. La ciudad es un hervidero sin ley ni Estado que recuerda a las películas del Lejano Oeste. Hoteles, bares y tiendas surgen como hongos: Bunia tiene una prisa tremenda por cambiar de piel en el intento, urbanístico y económico, de borrar las profundas cicatrices de unas guerras —la de Ituri y las dos de Congo— largas y brutales. Gestaing, como mucho, logra maquillar sus heridas.
Ahora tiene 24 años y un trabajo de conductor de moto-taxi. En 2002 las milicias de la UPC, la Unión de Patriotas Congoleños de Thomas Lubanga, entraron en su casa y le robaron su adolescencia. “Los milicianos llegaron a mi aldea, en el norte de Bunia, en el camino que va hacia las minas de Mongbwalu. Estaba con mi madre y mis hermanas. Mi padre ya nos había abandonado por la guerra. No teníamos nada que darles, así que me raptaron. Tenía 14 años”. No fue el peor parado. “Conmigo atraparon también a unos niños de 8 o 9 años. Yo era de los mayores, eso me ayudó para sobrevivir. Y además, los de la UPC no hicieron nada a mi familia. Les bastó con capturarme”, recuerda Gestaing de su pasaje directo a la edad adulta.
Los señores de la guerra amenazaban a los niños con violar o matar a sus madres o hermanas, a menudo con disparos en el útero. Sin duda, la forma más brutal y definitiva para certificar el cambio de propiedad: de la familia a la milicia. A Gestaing le ahorraron este horror. Solo este.
Bajo Lubanga aprendió los rudimentos de su nuevo trabajo, el de niño soldado en África. En los meses pasados al servicio de la UPC, Gestaing se familiarizó con el machete, el Kaláshnikov y los lanzacohetes. En sus clases mezclaban el uso de herramientas tradicionales, técnicas de tortura y artillería ligera. “Me pusieron en las manos un Kaláshnikov y me enseñaron a matar”. A matar a los lendu, la etnia rival, y a los de su gente, los hema, que se atrevían a proteger al enemigo. “He matado a mucha, muchísima gente, pero o mataba o me mataban, no tenía otra opción”, dice como disculpándose por lo que hizo, presionado por órdenes que le superaban y cegado por el alcohol. “Nos daban de beber, y mucho”.
Gestaing y sus amigos también tenían que matar para conquistar y proteger la cuenca aurífera de Mongbwalu, fuente de la gran riqueza de esta provincia nororiental, limitada al norte por Sudán del Sur y al este por Uganda, un vecino demasiado interesado en las joyas de Ituri. Durante las dos guerras de Congo y la de Ituri, la carretera en dirección a Mongbwalu era una de las más peligrosas del mundo. Aún ahora se necesitan seis horas, un buen todoterreno y un gran chófer para recorrer los 87 kilómetros que separan Bunia de las minas… siempre que no llueva, pero esa es en la actualidad la única incógnita del viaje. Hace unos años, este trayecto te exponía a emboscadas, raptos, violaciones y homicidios. En aquella época las minas cambiaron a menudo de dueño, pero este ha sido el único lugar de la región donde nunca faltó la electricidad: nadie destrozaba las líneas de alta tensión necesarias para la extracción. “Milagros del oro”, sintetiza con ironía Gestaing.
En la zona de Mongbwalu le enseñaron también a violar, arma no convencional muy difundida en muchos conflictos, desde la guerra de Troya a los Balcanes. “No he violado”, cuenta sin que nadie pueda contrastar su testimonio, “pero he visto a amigos, a niños soldado como yo, obligados a violar y también a otros que violaban sin obligación, empujados por la dinámica de la milicia, de la guerra”. Según un informe del American Journal of Public Health, durante las dos guerras del Congo y la de Ituri se violaban a cuatro mujeres cada cinco minutos, un ritmo trepidante, marcado también por los niños soldado. En Ituri, las milicias marcaban sus siglas a fuego sobre la piel de las mujeres violadas, letras que se transformaban en un certificado de muerte si estas pasaban a manos de un grupo militar enemigo.
Lubanga, con su ejército de hombres y 3.000 niños, controla Mongbwalu entre 2002 y 2003, quemando aldeas, matando, torturando y obligando a huir a 60.000 personas. “Fueron los meses más duros”, recuerda mirando el suelo Gestaing. La región de las minas no es un territorio dulce como las colinas de Bunia, está en el medio de la intrincada selva africana. “Es más fácil esconderse, pero mucho más difícil moverse, y teníamos que actuar rápido”.
En marzo de 2003, el Ejército ugandés expulsa a Lubanga de Bunia. Para sus niños no fue el fin de la historia. “Estábamos felices, pero no sabíamos qué hacer, había un gran caos, mi aldea ya no existía. Lubanga se había ido a Kinshasa, pero la guerra no había terminado”. El conflicto continúa con más o menos baja intensidad hasta 2008. Entonces Gestaing recupera su libertad.
“Al final de la guerra hice lo que hicieron muchos de los milicianos: utilicé el dinero que el Gobierno daba a quien devolvía las armas para comprar una moto y convertirme en mototaxista”. La del taxista a dos ruedas es la actividad por excelencia de los exguerrilleros en Ituri. Esa o la de buscador artesanal de oro en Mongbwalu. Gestaing explica su elección: “No quería volver a la zona de las minas. Demasiados malos recuerdos. Y, además, alguien hubiera podido reconocerme. Prefiero vivir aquí en la ciudad, es más viva y el trabajo es menos duro”.
Sus amigos murieron en la guerra, por las balas, la dura disciplina o las enfermedades. Ahora tiene otros, todos mototaxistas como él. Aparecen en grupo esperando y disputándose a los clientes en cada esquina de Bunia. Muchos tienen la misma historia de Gestaing, la de una adolescencia robada. Un vacío lleno de violencia que nadie ayuda a curar, también por el hecho de que no existen psicólogos o centros de ayuda especializada en este rincón del planeta. “Salvo unas pocas ONG internacionales, que están abandonando lentamente Bunia, nadie se ocupa de los niños soldado aquí”, cuenta Jeanne Cécile Myamungu, una corpulenta monja de 41 años responsable del orfanato Charité Maternelle de Muzipela, en las afueras de Bunia. El director del hospital provincial, Clement Asani, lo confirma: “No tenemos personal cualificado, ni recursos. El Estado está ausente y las emergencias son otras, el paludismo, el sida, el cólera...”. Hay algunas estructuras locales de asistencia para las mujeres violadas, pero nada para los niños.
Gestaing no parece preocupado, encoge los hombros y mira adelante. “Hice bien en volverme taxista, algunos de los que luchaban conmigo se gastaron el dinero del Estado en alcohol y mujeres, y ahora se dedican a lo único que saben hacer: robar y violar”. Un pasado de violencia que podría resurgir pronto. Después de las tensas elecciones presidenciales de noviembre pasado, la paz en Congo y en particular en el este del país está de nuevo en entredicho. Fuertes vientos de guerra silban desde el norte de Kivu.
Gestaing se acomoda sobre su moto, te mira en los ojos y escupe su futuro: “Si se vuelve a liar, no me van a joder más, no vuelvo a matar para las milicias”. Ya no es un niño, ni quiere ser soldado.