Hollande agota su periodo de gracia
El presidente francés capea a duras penas su primer mes en el palacio del Elíseo
El Gobierno diseña un plan para reformar el Estado de bienestar en dos años
Miguel Mora
París, El País
Desde el 15 de mayo, el día en que François Hollande tomó posesión bajo el aguacero, ha llovido el 90% de los días en París y prácticamente en todos los actos al aire libre que ha presidido el líder socialista, tan normal y tan modesto que ni siquiera se protege con un paraguas. Todas las previsiones afirman que también lloverá en la capital este 14 de julio, día de la fiesta nacional francesa. La prensa británica ha bautizado a Hollande como Rainman, el hombre de la lluvia, y él ha asumido su apodo ironizando ante Angela Merkel y David Cameron: “Vengo a Londres”, dijo el otro día, “con este tiempo tan británico que es el mismo que tenemos en Francia desde mi elección”.
El problema es que ya no es tiempo para bromas ni ironías. Se cumplen dos meses de mandato, y se acabó el periodo de gracia. La popularidad de Hollande entre sus paisanos ha caído cinco puntos en un mes, y se mueve en el 56%, 11 puntos menos de los que tenía Nicolas Sarkozy en esta época de 2007. Una razón posible es que la forma de entender el cargo de uno y otro son totalmente distintas. Hollande es menos intervencionista, y ha relajado la omnipresencia de su antecesor, volcándose, también por razones de agenda, en la política internacional y delegando en el primer ministro y en un Gobierno muy nutrido las cuestiones de economía y la política doméstica.
El primer ministro, Jean-Marc Ayrault, tiene ya su hoja de ruta para los dos próximos años, un plan que reformará el Estado del bienestar en concertación con los sindicatos y la patronal. Entre las medidas que se aprobarán durante los próximos 12 meses están la regulación de un contrato para promover el empleo de jóvenes, un plan de acción contra la pobreza, otro contra el empleo ilegal y un acuerdo para modernizar el mercado de trabajo. Se prevé también aumentar el salario mínimo por encima del crecimiento del producto interior bruto, limitar los sueldos abusivos de los directivos de empresas públicas, reforzar la igualdad de sueldos entre hombres y mujeres, revisar la representación de los delegados sindicales en las empresas, diseñar un plan de viabilidad para el sector de la automoción y un programa para mejorar la competitividad.
En todo caso, el arqueo hasta ahora es razonablemente positivo. Tras resolver sin un rasguño la reunión de la OTAN en Chicago, donde anunció que adelantaba en un año la retirada de las tropas de Afganistán, y las citas del G-8 de Camp David (Estados Unidos) y del G-20 en Los Cabos (México), de las que salió convertido en aliado prioritario de la Administración de Obama, Hollande ha echado el resto en Europa.
La primera providencia fue acabar con el directorio francoalemán conocido como Merkozy, cuya arrogancia, lentitud y falta de cintura condujeron a la moneda única y a la zona euro a la peor crisis de su corta historia. Mientras presionaba a Alemania con el Club Med para aprobar el nuevo pacto de crecimiento —valorado en unos 120.000 millones—, Hollande logró un objetivo mucho más importante para el futuro del euro y de su propio mandato: al abrir la mano a Italia, España, los demás socios y las instituciones europeas, resucitaba la toma de decisiones clásica, el fenecido método comunitario.
No se trataba, solo, de altruismo. Al alentar, o al menos liderar en la sombra, la insurrección de Mario Monti, y en menor grado la de Rajoy, Hollande aseguraba más presión a Berlín y defendía sus intereses nacionales: la unión bancaria protege tanto el presente de la deuda gala como el futuro de los bancos, que en caso de problemas graves —no imposibles según algunos analistas— pueden ser capitalizados directamente. Además, con su conocida capacidad de síntesis, Hollande salió de Bruselas con el concepto que permitirá a Francia construir más Europa: la “integración solidaria”. Es decir, si se avanza en la unidad y se ceden competencias, se hace a cambio de más solidaridad (léase, dinero alemán).
Sin perder tiempo, pipa de la paz con la canciller en Reims, en el 50º aniversario de la reconciliación francoalemana: el diplomático sin experiencia improvisa otro chiste sobre Rainman y desata las carcajadas de una Merkel más relajada de lo que nunca apareció con Sarkozy. Y esta semana, en Londres, desactiva las pulsiones eurófobas de Cameron al ofrecerle, como si fuera Zelig, una Unión Europea “a varias velocidades, en la que cada cual lleve su ritmo sin frenar a los demás”.
En casa, las cosas para Francia caminan razonablemente bien, si se dejan aparte algunos factores estructurales: la economía está totalmente estancada, la deuda pública se eleva ya al 89,3% del PIB, el paro sigue creciendo, Hollande deberá ajustar 33.000 millones en 2013 y el sector del automóvil ha empezado a emitir señales muy inquietantes con el anuncio de Peugeot, que planea cerrar una fábrica en 2014 y reducir 6.500 empleos netos en dos años.
Otro mérito de la nueva Administración —quizá a compartir con el ocaso de la credibilidad del Gobierno español— es que, hablando con los inversores y los especuladores donde hay que hablar, lejos de los focos, el equipo económico de Bercy ha neutralizado los peores augurios de Sarkozy, y París se ha repuesto de la pérdida de la triple A decidida en enero por Standard and Poor's. Hoy, cobra por financiarse a corto y medio plazo, y paga el 2,2% por la deuda a 10 años.
Hasta aquí, las buenas noticias del trabajo. Luego, está la familia.
O las familias, en el caso de Hollande. Sin duda, el mayor aguacero hasta la fecha. Los cotilleos y el ruido causados por el inoportuno uso del Twitter de la primera dama, la periodista Valérie Trierweiler, que apoyó a un tránsfuga socialista que se enfrentaba a Ségolène Royal por el escaño de La Rochelle, vive esta semana un segundo episodio: Thomas Hollande, el primogénito, afirma en público que lo sucedido fue “alucinante” y destruyó la imagen de normalidad construida por Hollande, y añade que los hijos no ven a Trierweiler.
La confusión entre lo público y privado que el líder socialista denunció como el gran defecto de la era Sarkozy vuelve como un bumerán, y las encuestas revelan el efecto de la política pípol: los ciudadanos que más se distancian son los menos favorecidos. Este sábado, tras el desfile y la lluvia, Hollande concederá su segunda entrevista como presidente a televisión. Y según el Elíseo, “si le preguntan, responderá”.
El Gobierno diseña un plan para reformar el Estado de bienestar en dos años
Miguel Mora
París, El País
Desde el 15 de mayo, el día en que François Hollande tomó posesión bajo el aguacero, ha llovido el 90% de los días en París y prácticamente en todos los actos al aire libre que ha presidido el líder socialista, tan normal y tan modesto que ni siquiera se protege con un paraguas. Todas las previsiones afirman que también lloverá en la capital este 14 de julio, día de la fiesta nacional francesa. La prensa británica ha bautizado a Hollande como Rainman, el hombre de la lluvia, y él ha asumido su apodo ironizando ante Angela Merkel y David Cameron: “Vengo a Londres”, dijo el otro día, “con este tiempo tan británico que es el mismo que tenemos en Francia desde mi elección”.
El problema es que ya no es tiempo para bromas ni ironías. Se cumplen dos meses de mandato, y se acabó el periodo de gracia. La popularidad de Hollande entre sus paisanos ha caído cinco puntos en un mes, y se mueve en el 56%, 11 puntos menos de los que tenía Nicolas Sarkozy en esta época de 2007. Una razón posible es que la forma de entender el cargo de uno y otro son totalmente distintas. Hollande es menos intervencionista, y ha relajado la omnipresencia de su antecesor, volcándose, también por razones de agenda, en la política internacional y delegando en el primer ministro y en un Gobierno muy nutrido las cuestiones de economía y la política doméstica.
El primer ministro, Jean-Marc Ayrault, tiene ya su hoja de ruta para los dos próximos años, un plan que reformará el Estado del bienestar en concertación con los sindicatos y la patronal. Entre las medidas que se aprobarán durante los próximos 12 meses están la regulación de un contrato para promover el empleo de jóvenes, un plan de acción contra la pobreza, otro contra el empleo ilegal y un acuerdo para modernizar el mercado de trabajo. Se prevé también aumentar el salario mínimo por encima del crecimiento del producto interior bruto, limitar los sueldos abusivos de los directivos de empresas públicas, reforzar la igualdad de sueldos entre hombres y mujeres, revisar la representación de los delegados sindicales en las empresas, diseñar un plan de viabilidad para el sector de la automoción y un programa para mejorar la competitividad.
En todo caso, el arqueo hasta ahora es razonablemente positivo. Tras resolver sin un rasguño la reunión de la OTAN en Chicago, donde anunció que adelantaba en un año la retirada de las tropas de Afganistán, y las citas del G-8 de Camp David (Estados Unidos) y del G-20 en Los Cabos (México), de las que salió convertido en aliado prioritario de la Administración de Obama, Hollande ha echado el resto en Europa.
La primera providencia fue acabar con el directorio francoalemán conocido como Merkozy, cuya arrogancia, lentitud y falta de cintura condujeron a la moneda única y a la zona euro a la peor crisis de su corta historia. Mientras presionaba a Alemania con el Club Med para aprobar el nuevo pacto de crecimiento —valorado en unos 120.000 millones—, Hollande logró un objetivo mucho más importante para el futuro del euro y de su propio mandato: al abrir la mano a Italia, España, los demás socios y las instituciones europeas, resucitaba la toma de decisiones clásica, el fenecido método comunitario.
No se trataba, solo, de altruismo. Al alentar, o al menos liderar en la sombra, la insurrección de Mario Monti, y en menor grado la de Rajoy, Hollande aseguraba más presión a Berlín y defendía sus intereses nacionales: la unión bancaria protege tanto el presente de la deuda gala como el futuro de los bancos, que en caso de problemas graves —no imposibles según algunos analistas— pueden ser capitalizados directamente. Además, con su conocida capacidad de síntesis, Hollande salió de Bruselas con el concepto que permitirá a Francia construir más Europa: la “integración solidaria”. Es decir, si se avanza en la unidad y se ceden competencias, se hace a cambio de más solidaridad (léase, dinero alemán).
Sin perder tiempo, pipa de la paz con la canciller en Reims, en el 50º aniversario de la reconciliación francoalemana: el diplomático sin experiencia improvisa otro chiste sobre Rainman y desata las carcajadas de una Merkel más relajada de lo que nunca apareció con Sarkozy. Y esta semana, en Londres, desactiva las pulsiones eurófobas de Cameron al ofrecerle, como si fuera Zelig, una Unión Europea “a varias velocidades, en la que cada cual lleve su ritmo sin frenar a los demás”.
En casa, las cosas para Francia caminan razonablemente bien, si se dejan aparte algunos factores estructurales: la economía está totalmente estancada, la deuda pública se eleva ya al 89,3% del PIB, el paro sigue creciendo, Hollande deberá ajustar 33.000 millones en 2013 y el sector del automóvil ha empezado a emitir señales muy inquietantes con el anuncio de Peugeot, que planea cerrar una fábrica en 2014 y reducir 6.500 empleos netos en dos años.
Otro mérito de la nueva Administración —quizá a compartir con el ocaso de la credibilidad del Gobierno español— es que, hablando con los inversores y los especuladores donde hay que hablar, lejos de los focos, el equipo económico de Bercy ha neutralizado los peores augurios de Sarkozy, y París se ha repuesto de la pérdida de la triple A decidida en enero por Standard and Poor's. Hoy, cobra por financiarse a corto y medio plazo, y paga el 2,2% por la deuda a 10 años.
Hasta aquí, las buenas noticias del trabajo. Luego, está la familia.
O las familias, en el caso de Hollande. Sin duda, el mayor aguacero hasta la fecha. Los cotilleos y el ruido causados por el inoportuno uso del Twitter de la primera dama, la periodista Valérie Trierweiler, que apoyó a un tránsfuga socialista que se enfrentaba a Ségolène Royal por el escaño de La Rochelle, vive esta semana un segundo episodio: Thomas Hollande, el primogénito, afirma en público que lo sucedido fue “alucinante” y destruyó la imagen de normalidad construida por Hollande, y añade que los hijos no ven a Trierweiler.
La confusión entre lo público y privado que el líder socialista denunció como el gran defecto de la era Sarkozy vuelve como un bumerán, y las encuestas revelan el efecto de la política pípol: los ciudadanos que más se distancian son los menos favorecidos. Este sábado, tras el desfile y la lluvia, Hollande concederá su segunda entrevista como presidente a televisión. Y según el Elíseo, “si le preguntan, responderá”.