Factoría de sirenas
El equipo liderado por Andrea Fuentes sigue teniendo a Ana Tarrés como sacerdotisa suprema de este templo de agua en Sant Cugat del Vallés. La natación sincronizada femenina aspira a la consagración
Diego Torres, El País
La factoría Tarrés es un espacio húmedo de experimentación constante. Normalmente retumba la música, se pasan vídeos, desfilan artistas invitados. Todos hablan. Se escuchan risas contagiosas, tal vez algún sollozo, pero no se ven el sudor ni las lágrimas por ninguna parte. El agua, su rumor de fuente agitada, alegra el ambiente y borra las huellas. De pronto, la voz de la jefa corta el aire para pedir atención.
–¡Noias…! ¡Si us plau…! ¡Levanta más la pierna, hostia…!
Ana Tarrés, la directora, la artífice, la sacerdotisa del templo del agua, va puliendo conductas, gestos, emociones, con un código de signos propios. En la piscina de natación sincronizada del CAR de Sant Cugat del Vallés se mezclan lenguas romances. Hay diez chicas en el agua ensayando una coreografía. Solo sonríen mientras la ejecutan. Cuando se detienen, sus rostros macilentos vuelven a adquirir la expresión distante de los atletas extenuados. Entonces interviene Andrea Fuentes, la líder natural del grupo. Su voz se abre paso a través del cansancio para expresar metafóricamente una necesidad técnica.
–¡Falta champán! ¡Falta champán!
Dios sabe qué es el champán. Las chicas llevan tres horas nadando medio asfixiadas y el único líquido que se detecta en las inmediaciones, además del agua y el cloro, está en los botellines de plástico cargados de una solución de sales, glucosa e hidratos. Es el suero imprescindible para animar los cuerpos en déficit. De vez en cuando, las nadadoras se acercan a los rebosaderos, cogen un bidón y se nutren. Si dejan de hacerlo, les espera un desvanecimiento seguro.
La instalación linda con el lecho de un arroyo cubierto de bosque autóctono. Pinos, robles y encinas centenarias se asoman a los ventanales de la piscina cubierta, testigos singulares de la actividad secreta de las ninfas.
Ganadoras de dos medallas de plata en los Juegos de 2008, en la última década las españolas han pasado de ocupar un lugar marginal en el mapa mundial de la sincronizada a afirmarse como una potencia. Hoy España ha desplazado a Canadá, Estados Unidos, Francia y Japón, para situarse como la rival directa de Rusia, el equipo hegemónico por excelencia.
Ni en atletismo, ni en ciclismo, ni en hockey, ni en natación en línea, ni siquiera en fútbol y en baloncesto, el funcionamiento de los equipos depende de un modelo tan consolidado. Quizá por la naturaleza de la disciplina, que premia la coordinación ante todo, no hay un equipo olímpico español más automatizado que el grupo de natación sincronizada que lidera Ana Tarrés.
“Las chicas se quieren”, explica la directora. “El afecto es inevitable porque convivimos ocho horas al día todos los días del año y se establecen unos vínculos de complicidad totales. Tantas horas juntas, tanto buscar el error…”.
Un error es una mala sincronización. Una mala sincronización es la consecuencia natural de situar a dos organismos autónomos ante un mismo problema. El desafío consiste en lograr que nueve organismos se comporten del mismo modo ante el mismo problema, el mismo gesto, la misma coreografía. “Al final”, observa Tarrés, “lo que procuramos mostrar en competición es una expresión de arte, pero lo que hacemos en el entrenamiento diario es buscar el error. Trabajamos continuamente sobre el error, no sobre los aciertos. Buscamos constantemente el error para que entrenando ese error seamos capaces de mostrar la perfección”.
En competición procuramos mostrar una expresión de arte, pero en el entrenamiento buscamos constantemente el error
Para combatir los desajustes, las sesiones se graban y se interrumpen continuamente. A la llamada de una de las entrenadoras, las chicas acuden al borde de la piscina para repasar las imágenes de lo que acaban de hacer en unos monitores especialmente diseñados. Como los equipos de baloncesto en los tiempos muertos, Ana Tarrés o su ayudante, Beth Fernández, hacen las correcciones. Para respaldar sus ideas con una base científica, durante las prácticas cuentan con el auxilio del biomecánico Andreu Roch. Ocasionalmente las acompaña el compositor José María Rodríguez, May, que les hace la música a medida, o la bailaora Flora Albaicín, que las instruye en técnicas flamencas de expresión corporal.
Ana Tarrés ha formado una cadena de montaje capaz de compensar la escasez de talento natural con un sistema de producción. España, sin más de mil licencias federativas, ha logrado por esta vía compensar la distancia que la separa de las más de diez mil licencias de Japón, Rusia o China.
De las nueve nadadoras que acudieron a Pekín en 2008 solo permanecen tres: Alba Cabello, Thais Henríquez y Andrea Fuentes. La renovación generacional que emprendió el equipo tras los Mundiales de Roma, en 2009, se completó con la retirada de la figura primordial, Gemma Mengual, el año pasado. El punto fuerte del grupo que acude a Londres no es la experiencia. Pero igualmente aspira a conseguir medallas en las dos pruebas del programa: la rutina para equipo y la rutina para dúo.
La factoría Tarrés es un espacio húmedo de experimentación constante. Normalmente retumba la música, se pasan vídeos, desfilan artistas invitados. Todos hablan. Se escuchan risas contagiosas, tal vez algún sollozo, pero no se ven el sudor ni las lágrimas por ninguna parte. El agua, su rumor de fuente agitada, alegra el ambiente y borra las huellas. De pronto, la voz de la jefa corta el aire para pedir atención.
–¡Noias…! ¡Si us plau…! ¡Levanta más la pierna, hostia…!
Ana Tarrés, la directora, la artífice, la sacerdotisa del templo del agua, va puliendo conductas, gestos, emociones, con un código de signos propios. En la piscina de natación sincronizada del CAR de Sant Cugat del Vallés se mezclan lenguas romances. Hay diez chicas en el agua ensayando una coreografía. Solo sonríen mientras la ejecutan. Cuando se detienen, sus rostros macilentos vuelven a adquirir la expresión distante de los atletas extenuados. Entonces interviene Andrea Fuentes, la líder natural del grupo. Su voz se abre paso a través del cansancio para expresar metafóricamente una necesidad técnica.
–¡Falta champán! ¡Falta champán!
Dios sabe qué es el champán. Las chicas llevan tres horas nadando medio asfixiadas y el único líquido que se detecta en las inmediaciones, además del agua y el cloro, está en los botellines de plástico cargados de una solución de sales, glucosa e hidratos. Es el suero imprescindible para animar los cuerpos en déficit. De vez en cuando, las nadadoras se acercan a los rebosaderos, cogen un bidón y se nutren. Si dejan de hacerlo, les espera un desvanecimiento seguro.
La instalación linda con el lecho de un arroyo cubierto de bosque autóctono. Pinos, robles y encinas centenarias se asoman a los ventanales de la piscina cubierta, testigos singulares de la actividad secreta de las ninfas.
Ganadoras de dos medallas de plata en los Juegos de 2008, en la última década las españolas han pasado de ocupar un lugar marginal en el mapa mundial de la sincronizada a afirmarse como una potencia. Hoy España ha desplazado a Canadá, Estados Unidos, Francia y Japón, para situarse como la rival directa de Rusia, el equipo hegemónico por excelencia.
Ni en atletismo, ni en ciclismo, ni en hockey, ni en natación en línea, ni siquiera en fútbol y en baloncesto, el funcionamiento de los equipos depende de un modelo tan consolidado. Quizá por la naturaleza de la disciplina, que premia la coordinación ante todo, no hay un equipo olímpico español más automatizado que el grupo de natación sincronizada que lidera Ana Tarrés.
“Las chicas se quieren”, explica la directora. “El afecto es inevitable porque convivimos ocho horas al día todos los días del año y se establecen unos vínculos de complicidad totales. Tantas horas juntas, tanto buscar el error…”.
Un error es una mala sincronización. Una mala sincronización es la consecuencia natural de situar a dos organismos autónomos ante un mismo problema. El desafío consiste en lograr que nueve organismos se comporten del mismo modo ante el mismo problema, el mismo gesto, la misma coreografía. “Al final”, observa Tarrés, “lo que procuramos mostrar en competición es una expresión de arte, pero lo que hacemos en el entrenamiento diario es buscar el error. Trabajamos continuamente sobre el error, no sobre los aciertos. Buscamos constantemente el error para que entrenando ese error seamos capaces de mostrar la perfección”.
En competición procuramos mostrar una expresión de arte, pero en el entrenamiento buscamos constantemente el error
Para combatir los desajustes, las sesiones se graban y se interrumpen continuamente. A la llamada de una de las entrenadoras, las chicas acuden al borde de la piscina para repasar las imágenes de lo que acaban de hacer en unos monitores especialmente diseñados. Como los equipos de baloncesto en los tiempos muertos, Ana Tarrés o su ayudante, Beth Fernández, hacen las correcciones. Para respaldar sus ideas con una base científica, durante las prácticas cuentan con el auxilio del biomecánico Andreu Roch. Ocasionalmente las acompaña el compositor José María Rodríguez, May, que les hace la música a medida, o la bailaora Flora Albaicín, que las instruye en técnicas flamencas de expresión corporal.
Ana Tarrés ha formado una cadena de montaje capaz de compensar la escasez de talento natural con un sistema de producción. España, sin más de mil licencias federativas, ha logrado por esta vía compensar la distancia que la separa de las más de diez mil licencias de Japón, Rusia o China.
De las nueve nadadoras que acudieron a Pekín en 2008 solo permanecen tres: Alba Cabello, Thais Henríquez y Andrea Fuentes. La renovación generacional que emprendió el equipo tras los Mundiales de Roma, en 2009, se completó con la retirada de la figura primordial, Gemma Mengual, el año pasado. El punto fuerte del grupo que acude a Londres no es la experiencia. Pero igualmente aspira a conseguir medallas en las dos pruebas del programa: la rutina para equipo y la rutina para dúo.