Copa Center: Un Bolívar lujoso y pragmático superó a un pálido Wilstermann
José Vladimir Nogales
Si a Wilstermann le cuesta una enormidad racionalizar su estilo de juego, no es extraño que un par de acciones profundas y certeras (de esas que desnudan flaquezas) le condenaran a la derrota (1-3).
Esta vez, ante Bolívar, se trató de algo más que de una derrota. Fue un naufragio absoluto. El cuadro del español Miguel Ángel Portugal se limitó a imponer su jerarquía (orden posicional, claridad conceptual y virtuosismo técnico) para aprovechar las facilidades que le brindó un equipo amorfo, sostenido con alfileres y que (por su presunta falta de trabajo) no sabe a qué juega. El estilo (vertical y vertiginoso) y el molde (4-3-3) no parecen congruentes con la dotación técnica, escasa de creatividad en el eje y sobrada de potencia arriba. Para mayor calamidad, no logró reponerse a un desalentador inicio (gol de Juárez a los cinco minutos) ni encontró manera de recomponerse y dar con un punto de inflexión tras acusar el segundo impacto.
A partir de ahí empezó el vertiginoso desplome de Wilstermann, que concluyó en una segunda parte surrealista. Muy partido, roto en todas sus líneas, recibió otro gol, pese a tener un hombre más en el campo.
Campos y Rudy Cardozo manejaron el juego a su antojo y Lizzio se convirtió en una pesadilla para la defensa de Wilstermann, que aumentó su vulnerabilidad por la carencia de marca en mitad de campo, donde no basta la ubicuidad de Nicolás Suárez.
El litigio con Bolívar puso en evidencia a la defensa roja, que –fruto de los desequilibrios tácticos que impone la rigidez del 4-3-3- exhibe graves deficiencias. Más allá del estado efervescente de Edward Zenteno, el resto de los integrantes de la zaga está en cuarentena. Si bien Rodríguez parece en condiciones de poder adaptarse como lateral izquierdo -hay que darle tiempo-, mucho más se esperaba del central Zanotti, patoso y lento en sus movimientos, como quedó retratado en los caños y arabescos que le dibujó el talentoso Lizzio. De hecho, Robledo (cuya precipitación en la salida facilitó el primer gol) hubo de emplearse a fondo varias veces, como evidencia de la sangría que padecía su defensa.
Pese a que la improvisada ubicación de Jaime Cardozo y la suplencia de Amador y Bejarano dan mucho que hablar, el punto de interés de la alineación de Wilstermann está en la delantera. Más o menos organizada y siempre exigida, la zaga se defendió con los números en la mano (tres goles en cuatro partidos y sólo uno los presuntos titulares). El problema se centra en el ataque, en el que la mayoría de las decisiones son discutibles, salvo la presencia de Andaveris, nuevo abanderado del club, como a bien tuvo expresar en gol a Aurora y en el portento de potencia mal aprovechada por los volantes. Y ese es el quid del asunto.
Reiterativo en su renovada versión desatada, que enfatiza en el pase vertical y la búsqueda vertiginosa, desdeñando el toque reflexivo y el manejo oportuno, Wilstermann se mostró anónimo en el Capriles, falto de protagonismo y de balón para expresar su mejor fútbol. No jugó con la clarividencia que le exige su escudo y su afición —lo que le ha valido aplausos y resultados—, ni adelantó como últimamente la línea defensiva 10 metros. Resultó que el equipo no tuvo velocidad en el pase ni en el repliegue, ni contó con un cerebro creativo para hacer de quarterback; toda una caricatura de ese Wilstermann que, desde la teoría, iba a descomponer a cualquier adversario rocoso. Flaquezas, en cualquier caso, que Bolívar rentabilizó soberanamente, sin necesitar de un gran tiempo de posesión o de demasiados gatillazos en el punto y final de las jugadas.
Cumplió, sin grandes alardes, Cardozo como lateral derecho (aunque altamente deficitario en la faceta defensiva de esa demarcación), pero su ausencia en el centro del campo hizo mucho daño a su equipo. Andrada y Romero no combinaron como se esperaba y mientras coincidieron sobre el campo Wilstermann no logró edificar algo valorable con la pelota. Ocurre que, por su delgadez, el centro del campo se constituye en infeccioso núcleo de todas las debilidades tácticas. Con un único volante de marca (Nicolás Suárez), la capacidad de recuperación resulta escasa y con solo dos volantes creativos (Andrada y Romero), alejados de delanteros estáticos, le cuesta articular sociedades productivas para progresar con el balón. Esto lo aprovechó bien Bolívar, que recuperó el contragolpe como principal arma ofensiva, una seña de practicismo que ha marcado a este club toda la vida y con la que pudo doblegar a Wilstermann.
Equipo suelto, sin los agobios ni las urgencias de un proceso formativo, Bolívar se presentó en el Capriles para plasmar el pragmático y conceptualista ideario de Portugal: estrecheces en las líneas, presión en la zona de creación contraria, pases rápidos y contragolpes en un santiamén. Y ante un equipo pobremente protegido por los costados (sin volantes que colaborasen con los laterales en la marca), jugó con amplitud tanto para fabricar espacios como para ahondar en las fisuras que denotaba el muro de contención rival.
El marcador castigaba a Wilstermann, cuyo juego tampoco le redimía. Andaveris se hartaba de recibir de espaldas y Salinas apenas entraba en contacto con el balón (le llegaba poco). Estaba semiinconsciente Wilstermann cuando Lizzio volvió a entrar en escena, tomando el balón y amenazando con su indescifrable manejo. Eran momentos en los que el talentoso ex River Plate estaba en todas las batallas y nadie en Wilstermann conseguía detenerle. El partido era de Bolívar, al que no premiaba suficientemente el marcador. Wilstermann, falto de fútbol, acabó desesperado, volcado el ataque y persiguiendo una victoria imposible, que no merecía, lastrado por su falta de imaginación y por un rival que era insultantemente superior.
Cuando Portugal hizo cirugía mayor en su cuadro, quitando a Lizzio y colocando una formación más rácana (montando un 4-4-1, con Cantero como único atacante), Wilstermann optó por prescindir de los laterales y nutrir de creativos el centro del campo, sin que por ello consiguiese mayor volumen de juego. Y si bien mejoró la circulación de pelota, nunca tuvo profundidad. ¿Por qué? Primero por la imprecisión en las habilitaciones (Zárate no logró meter un solo pase entre líneas), segundo por el estatismo de los receptores (y su ingenuidad para caer permanentemente en posición adelantada) y, tercero, por la falta de coordinación entre ejecutores y receptores. De esa conjunción de elementos puede explicarse lo vano y baldío de tanta posesión.
Wilstermann no se rindió, jamás lo ha hecho. Se le podrán discutir el acierto y el plan, pero siempre le asiste una fuerza interior. Prosiguió su pelea aunque cada contragolpe de Bolívar le tentaba el cuerpo. Pidió penalti por una infracción sobre Andaveris y le asistió la razón, aunque no el árbitro (que pitó falta al borde del área). Ni eso le afligió.
El esfuerzo era hermoso y suicida, porque no se puede perseguir a Bolívar con un tanto desequilibrio en el campo, menos y un marcador desfavorable, sin recibir una contra directa al mentón. Esta vez tampoco ocurrió. Con Wilstermann desarbolado, Alvarez (que ingresó por Rivero) corrió un contraataque y en el instante de la verdad asistió a Cardozo. Entonces, el volante encaró a Amador y tocó cortó hacia adentro para que Siquita con un toque dulce, un pellizco con la zurda, superara a Robledo. Por un lado resultó un gol consagratorio (del canterano y del pragmatismo celeste) y por otro descubrió un segundo y estremecedor acto de desbalance en la estructura defensiva de Wilstermann. De ahí en más, la batalla sobró. Wilstermann atacó enceguecido. A falta de juego, de circuitos, de talento, abusó de pelotazos frontales, de estériles toques entre líneas. Nunca inquietó a los celestes. Firmes en el fondo. Controlando espacios y ritmo.
Y de Wilstermann, qué decir. Quizá que se merece el estadio y la afición que le rodea: con todo perdido, el Capriles aplaudió a sus futbolistas. No importa la derrota si se acompaña de la entrega total, del esfuerzo absoluto. Del orgullo.
Así terminó el partido, con todos destrozados y el árbitro sin despeinarse. En cuanto pitó Mancilla se acabó el combate y se olvidaron las afrentas, vencedores unos y ganadores todos.
Wilstermann: Robledo; Cardozo, Zenteno, Zanotti, Rodríguez; Andrada, Romero (A. Bejarano) (Zárate), Suárez; De Francesco (López), Salinas y Andaveris.
Esta vez, ante Bolívar, se trató de algo más que de una derrota. Fue un naufragio absoluto. El cuadro del español Miguel Ángel Portugal se limitó a imponer su jerarquía (orden posicional, claridad conceptual y virtuosismo técnico) para aprovechar las facilidades que le brindó un equipo amorfo, sostenido con alfileres y que (por su presunta falta de trabajo) no sabe a qué juega. El estilo (vertical y vertiginoso) y el molde (4-3-3) no parecen congruentes con la dotación técnica, escasa de creatividad en el eje y sobrada de potencia arriba. Para mayor calamidad, no logró reponerse a un desalentador inicio (gol de Juárez a los cinco minutos) ni encontró manera de recomponerse y dar con un punto de inflexión tras acusar el segundo impacto.
A partir de ahí empezó el vertiginoso desplome de Wilstermann, que concluyó en una segunda parte surrealista. Muy partido, roto en todas sus líneas, recibió otro gol, pese a tener un hombre más en el campo.
Campos y Rudy Cardozo manejaron el juego a su antojo y Lizzio se convirtió en una pesadilla para la defensa de Wilstermann, que aumentó su vulnerabilidad por la carencia de marca en mitad de campo, donde no basta la ubicuidad de Nicolás Suárez.
El litigio con Bolívar puso en evidencia a la defensa roja, que –fruto de los desequilibrios tácticos que impone la rigidez del 4-3-3- exhibe graves deficiencias. Más allá del estado efervescente de Edward Zenteno, el resto de los integrantes de la zaga está en cuarentena. Si bien Rodríguez parece en condiciones de poder adaptarse como lateral izquierdo -hay que darle tiempo-, mucho más se esperaba del central Zanotti, patoso y lento en sus movimientos, como quedó retratado en los caños y arabescos que le dibujó el talentoso Lizzio. De hecho, Robledo (cuya precipitación en la salida facilitó el primer gol) hubo de emplearse a fondo varias veces, como evidencia de la sangría que padecía su defensa.
Pese a que la improvisada ubicación de Jaime Cardozo y la suplencia de Amador y Bejarano dan mucho que hablar, el punto de interés de la alineación de Wilstermann está en la delantera. Más o menos organizada y siempre exigida, la zaga se defendió con los números en la mano (tres goles en cuatro partidos y sólo uno los presuntos titulares). El problema se centra en el ataque, en el que la mayoría de las decisiones son discutibles, salvo la presencia de Andaveris, nuevo abanderado del club, como a bien tuvo expresar en gol a Aurora y en el portento de potencia mal aprovechada por los volantes. Y ese es el quid del asunto.
Reiterativo en su renovada versión desatada, que enfatiza en el pase vertical y la búsqueda vertiginosa, desdeñando el toque reflexivo y el manejo oportuno, Wilstermann se mostró anónimo en el Capriles, falto de protagonismo y de balón para expresar su mejor fútbol. No jugó con la clarividencia que le exige su escudo y su afición —lo que le ha valido aplausos y resultados—, ni adelantó como últimamente la línea defensiva 10 metros. Resultó que el equipo no tuvo velocidad en el pase ni en el repliegue, ni contó con un cerebro creativo para hacer de quarterback; toda una caricatura de ese Wilstermann que, desde la teoría, iba a descomponer a cualquier adversario rocoso. Flaquezas, en cualquier caso, que Bolívar rentabilizó soberanamente, sin necesitar de un gran tiempo de posesión o de demasiados gatillazos en el punto y final de las jugadas.
Cumplió, sin grandes alardes, Cardozo como lateral derecho (aunque altamente deficitario en la faceta defensiva de esa demarcación), pero su ausencia en el centro del campo hizo mucho daño a su equipo. Andrada y Romero no combinaron como se esperaba y mientras coincidieron sobre el campo Wilstermann no logró edificar algo valorable con la pelota. Ocurre que, por su delgadez, el centro del campo se constituye en infeccioso núcleo de todas las debilidades tácticas. Con un único volante de marca (Nicolás Suárez), la capacidad de recuperación resulta escasa y con solo dos volantes creativos (Andrada y Romero), alejados de delanteros estáticos, le cuesta articular sociedades productivas para progresar con el balón. Esto lo aprovechó bien Bolívar, que recuperó el contragolpe como principal arma ofensiva, una seña de practicismo que ha marcado a este club toda la vida y con la que pudo doblegar a Wilstermann.
Equipo suelto, sin los agobios ni las urgencias de un proceso formativo, Bolívar se presentó en el Capriles para plasmar el pragmático y conceptualista ideario de Portugal: estrecheces en las líneas, presión en la zona de creación contraria, pases rápidos y contragolpes en un santiamén. Y ante un equipo pobremente protegido por los costados (sin volantes que colaborasen con los laterales en la marca), jugó con amplitud tanto para fabricar espacios como para ahondar en las fisuras que denotaba el muro de contención rival.
Para la segunda mitad (con un hombre demás en el campo y un gol abajo en las cifras), Wilstermann introdujo un par de correctivos: ingresó Axel Bejarano por Romero (inédito en toda la brega) para ocupar el lateral derecho y emplazar a Cardozo al centro del campo. Ciertamente, el flanco quedó mejor cubierto, pero el eje creativo no consiguió mayor volumen.
El marcador castigaba a Wilstermann, cuyo juego tampoco le redimía. Andaveris se hartaba de recibir de espaldas y Salinas apenas entraba en contacto con el balón (le llegaba poco). Estaba semiinconsciente Wilstermann cuando Lizzio volvió a entrar en escena, tomando el balón y amenazando con su indescifrable manejo. Eran momentos en los que el talentoso ex River Plate estaba en todas las batallas y nadie en Wilstermann conseguía detenerle. El partido era de Bolívar, al que no premiaba suficientemente el marcador. Wilstermann, falto de fútbol, acabó desesperado, volcado el ataque y persiguiendo una victoria imposible, que no merecía, lastrado por su falta de imaginación y por un rival que era insultantemente superior.
Cuando Portugal hizo cirugía mayor en su cuadro, quitando a Lizzio y colocando una formación más rácana (montando un 4-4-1, con Cantero como único atacante), Wilstermann optó por prescindir de los laterales y nutrir de creativos el centro del campo, sin que por ello consiguiese mayor volumen de juego. Y si bien mejoró la circulación de pelota, nunca tuvo profundidad. ¿Por qué? Primero por la imprecisión en las habilitaciones (Zárate no logró meter un solo pase entre líneas), segundo por el estatismo de los receptores (y su ingenuidad para caer permanentemente en posición adelantada) y, tercero, por la falta de coordinación entre ejecutores y receptores. De esa conjunción de elementos puede explicarse lo vano y baldío de tanta posesión.
Wilstermann no se rindió, jamás lo ha hecho. Se le podrán discutir el acierto y el plan, pero siempre le asiste una fuerza interior. Prosiguió su pelea aunque cada contragolpe de Bolívar le tentaba el cuerpo. Pidió penalti por una infracción sobre Andaveris y le asistió la razón, aunque no el árbitro (que pitó falta al borde del área). Ni eso le afligió.
El esfuerzo era hermoso y suicida, porque no se puede perseguir a Bolívar con un tanto desequilibrio en el campo, menos y un marcador desfavorable, sin recibir una contra directa al mentón. Esta vez tampoco ocurrió. Con Wilstermann desarbolado, Alvarez (que ingresó por Rivero) corrió un contraataque y en el instante de la verdad asistió a Cardozo. Entonces, el volante encaró a Amador y tocó cortó hacia adentro para que Siquita con un toque dulce, un pellizco con la zurda, superara a Robledo. Por un lado resultó un gol consagratorio (del canterano y del pragmatismo celeste) y por otro descubrió un segundo y estremecedor acto de desbalance en la estructura defensiva de Wilstermann. De ahí en más, la batalla sobró. Wilstermann atacó enceguecido. A falta de juego, de circuitos, de talento, abusó de pelotazos frontales, de estériles toques entre líneas. Nunca inquietó a los celestes. Firmes en el fondo. Controlando espacios y ritmo.
Y de Wilstermann, qué decir. Quizá que se merece el estadio y la afición que le rodea: con todo perdido, el Capriles aplaudió a sus futbolistas. No importa la derrota si se acompaña de la entrega total, del esfuerzo absoluto. Del orgullo.
Así terminó el partido, con todos destrozados y el árbitro sin despeinarse. En cuanto pitó Mancilla se acabó el combate y se olvidaron las afrentas, vencedores unos y ganadores todos.
Wilstermann: Robledo; Cardozo, Zenteno, Zanotti, Rodríguez; Andrada, Romero (A. Bejarano) (Zárate), Suárez; De Francesco (López), Salinas y Andaveris.
Bolívar: Lampe; Vargas, Eguino (Valverde), Méndez, Juárez; Flores, Miranda (Siquita), Cardozo, Rivero (Álvarez); Lizio (Cantero) y Campos.