El baluarte de las revueltas bolivianas
-La ciudad vecina de La Paz, a 4.100 metros de altura, es el motor de las grandes protestas
-Cuando estalla el malestar en El Alto, el Gobierno se moviliza inmediatamente
-Ciudad de traficantes y contrabandistas, tiene su propia justicia, que acaba en linchamientos
Francesc Relea
La Paz, El País
Germen de revueltas populares, origen del derrumbe de gobiernos y baluarte del presidente boliviano Evo Morales, El Alto, la ciudad que bordea La Paz desde 4.100 metros de altura y alberga el aeropuerto de la ciudad, se ha convertido en amenaza permanente para los gobernantes del país andino. Con una larga historia de luchas sociales indígenas, la combinación de pobreza, infraestructuras precarias y crecimiento desordenado constituye un cóctel explosivo, que alimenta la rebeldía de la ciudad con el grito de guerra: “El Alto de pie, nunca de rodillas”.
En 1991, una epidemia de cólera sacudió Perú. Hubo más de 300.000 infectados y 2.900 muertos. “En la vecina Bolivia la gente preguntaba aterrorizada: ¿Por dónde nos llegará la pandemia? La respuesta era unánime, por El Alto”, recuerda el médico Fanor Nava Santiesteban, alcalde de la ciudad entre 2005 y 2010. “A principios de los 90, sólo había una pequeña clínica con unas 30 camas, en una ciudad de medio millón de habitantes”. Hoy, supera el millón.
El antropólogo y jesuita catalán Xavier Albó, vecino de El Alto que lleva 59 años en Bolivia, describe la urbe como una “ciudad bisagra”, a la que confluyen emigrantes de todo el altiplano. El crecimiento demográfico de este municipio, declarado independiente de La Paz en 1985, se disparó en la década de los 90, a un ritmo del 9% anual. El cierre de numerosas minas en Potosí, Catavi, o Siglo XX provocó una emigración masiva. Estimaciones moderadas indican que en aquellos años la ciudad recibió a más de 200.000 personas, según el ex alcalde Nava Santiesteban.
En octubre de 2003 estalló el primer gran levantamiento popular de El Alto, que terminó en un baño de sangre y provocó la caída del presidente Gonzalo Sánchez de Losada. La revuelta empezó en los barrios de Senkata y Ventilla, con el bloqueo de la distribución de gasolina. Era el inicio de la llamada guerra del gas, contra la exportación de aquel recurso energético vía Chile, el enemigo histórico. La brutal represión del Ejército costó 60 muertos. Los alteños tomaron La Paz al grito de “Ahora sí, guerra civil”, y el presidente acabó huyendo del país. “Aquel levantamiento fue, producto de la rabia contenida contra el sistema económico y social del país”, explica Fanor Nava.
En mayo y junio de 2005, la revuelta detonó nuevamente en El Alto y otras ciudades, y esta vez acabó con la dimisión del Gobierno de Carlos Mesa. “Hemos vivido auténticas situaciones de guerra”, recuerda Tomás Arriola, que llegó a El Alto con 9 años desde Potosí, donde sus hermanos trabajaron en la mina de cobre de Chacarilla hasta su cierre en 1976. “Los mineros, con su experiencia sindical, organizan todo El Alto, por barrios, por calles, para evitar el paso de los militares. Bloqueamos toda la ciudad”. Con dinamita. “Los mineros siempre tenemos dinamita en casa. Sirve para todo, para sacar el mineral, para juegos pirotécnicos en fiestas y para defendernos del Ejército”.
“Para arrancar algo del Estado hay que estar en El Alto. Es el cancerbero del proceso de cambio”, dice el ex alcalde Santiesteban. Con estos antecedentes, el primer presidente indígena de Bolivia, Evo Morales, suele actuar con celeridad cuando estalla una protesta en El Alto. Envía a uno o varios de sus ministros con una orden firme y escueta: “¡Solucionen el problema como sea!”. Morales arrasó aquí en las últimas elecciones de diciembre de 2009 con el 87% de los votos, pero su popularidad ha empezado a menguar desde enero de 2011, a raíz de la aprobación por el Gobierno de un aumento generalizado de los combustibles, conocido como gasolinazo. El Alto se levantó una vez más, y los manifestantes quemaron retratos de Evo Morales y del vicepresidente Álvaro García Linera.
“Evo estaba muy fuerte, pero ahora hay un gran desencanto”, asegura Tomás Arriola. “No ha cumplido sus promesas. Muchas casas en El Alto no tienen gas canalizado, porque no se ha industrializado. Va directamente del pozo a la exportación”.
El crecimiento de El Alto ha sido vertiginoso y desordenado hasta convertirse en la segunda ciudad más poblada de Bolivia, detrás de Santa Cruz. El comercio informal es la actividad económica por excelencia. La feria de los domingos es un mercado gigantesco al aire libre, donde todo se compra y se vende, al que acuden bolivianos de todos los rincones. En los distritos 2 y 8, en la carretera a Oruro, se concentra la industria, con pequeñas fábricas textiles, de cuero, embotelladoras, laboratorios, etc.
La recaudación fiscal es de unos 120 millones de bolivianos (13,7 millones de euros) al año para una población de un millón de habitantes. La Paz recauda 600 millones de bolivianos (69 millones de euros) y no supera los 840.000 habitantes. “El fraude es generalizado y la tributación se reduce apenas a la vivienda y a los vehículos legales, que son una minoría”, dice el ex alcalde Nava Santiesteban.
En la penumbra de esta ciudad frenética se oculta un submundo de contrabandistas y traficantes. La Policía ha desmantelado laboratorios de procesamiento de cocaína en diversos pisos, que utilizan la llamada técnica colombiana, en la que una lavadora sustituye al pisador de hoja de coca, y el secado de la droga se realiza en microondas. Algunos vecinos que hablan desde el anonimato dan cuenta de pistas inconfundibles de que el dinero sucio fluye y de que los narcos operan en El Alto: presencia de vehículos de lujo en barrios periféricos, boom de la construcción, aumento de la venta de gasolina [ingrediente para la elaboración de cocaína] e intensificación de la violencia criminal.
Los muñecos colgados de un poste son una siniestra advertencia a ladrones y delincuentes, que se cumple con el espeluznante ritual del linchamiento. Es la justicia comunitaria, esgrimen algunas voces supuestamente indigenistas. La realidad es que en muchos casos se trata de brutales ajustes de cuentas.
-Cuando estalla el malestar en El Alto, el Gobierno se moviliza inmediatamente
-Ciudad de traficantes y contrabandistas, tiene su propia justicia, que acaba en linchamientos
Francesc Relea
La Paz, El País
Germen de revueltas populares, origen del derrumbe de gobiernos y baluarte del presidente boliviano Evo Morales, El Alto, la ciudad que bordea La Paz desde 4.100 metros de altura y alberga el aeropuerto de la ciudad, se ha convertido en amenaza permanente para los gobernantes del país andino. Con una larga historia de luchas sociales indígenas, la combinación de pobreza, infraestructuras precarias y crecimiento desordenado constituye un cóctel explosivo, que alimenta la rebeldía de la ciudad con el grito de guerra: “El Alto de pie, nunca de rodillas”.
En 1991, una epidemia de cólera sacudió Perú. Hubo más de 300.000 infectados y 2.900 muertos. “En la vecina Bolivia la gente preguntaba aterrorizada: ¿Por dónde nos llegará la pandemia? La respuesta era unánime, por El Alto”, recuerda el médico Fanor Nava Santiesteban, alcalde de la ciudad entre 2005 y 2010. “A principios de los 90, sólo había una pequeña clínica con unas 30 camas, en una ciudad de medio millón de habitantes”. Hoy, supera el millón.
El antropólogo y jesuita catalán Xavier Albó, vecino de El Alto que lleva 59 años en Bolivia, describe la urbe como una “ciudad bisagra”, a la que confluyen emigrantes de todo el altiplano. El crecimiento demográfico de este municipio, declarado independiente de La Paz en 1985, se disparó en la década de los 90, a un ritmo del 9% anual. El cierre de numerosas minas en Potosí, Catavi, o Siglo XX provocó una emigración masiva. Estimaciones moderadas indican que en aquellos años la ciudad recibió a más de 200.000 personas, según el ex alcalde Nava Santiesteban.
En octubre de 2003 estalló el primer gran levantamiento popular de El Alto, que terminó en un baño de sangre y provocó la caída del presidente Gonzalo Sánchez de Losada. La revuelta empezó en los barrios de Senkata y Ventilla, con el bloqueo de la distribución de gasolina. Era el inicio de la llamada guerra del gas, contra la exportación de aquel recurso energético vía Chile, el enemigo histórico. La brutal represión del Ejército costó 60 muertos. Los alteños tomaron La Paz al grito de “Ahora sí, guerra civil”, y el presidente acabó huyendo del país. “Aquel levantamiento fue, producto de la rabia contenida contra el sistema económico y social del país”, explica Fanor Nava.
En mayo y junio de 2005, la revuelta detonó nuevamente en El Alto y otras ciudades, y esta vez acabó con la dimisión del Gobierno de Carlos Mesa. “Hemos vivido auténticas situaciones de guerra”, recuerda Tomás Arriola, que llegó a El Alto con 9 años desde Potosí, donde sus hermanos trabajaron en la mina de cobre de Chacarilla hasta su cierre en 1976. “Los mineros, con su experiencia sindical, organizan todo El Alto, por barrios, por calles, para evitar el paso de los militares. Bloqueamos toda la ciudad”. Con dinamita. “Los mineros siempre tenemos dinamita en casa. Sirve para todo, para sacar el mineral, para juegos pirotécnicos en fiestas y para defendernos del Ejército”.
“Para arrancar algo del Estado hay que estar en El Alto. Es el cancerbero del proceso de cambio”, dice el ex alcalde Santiesteban. Con estos antecedentes, el primer presidente indígena de Bolivia, Evo Morales, suele actuar con celeridad cuando estalla una protesta en El Alto. Envía a uno o varios de sus ministros con una orden firme y escueta: “¡Solucionen el problema como sea!”. Morales arrasó aquí en las últimas elecciones de diciembre de 2009 con el 87% de los votos, pero su popularidad ha empezado a menguar desde enero de 2011, a raíz de la aprobación por el Gobierno de un aumento generalizado de los combustibles, conocido como gasolinazo. El Alto se levantó una vez más, y los manifestantes quemaron retratos de Evo Morales y del vicepresidente Álvaro García Linera.
“Evo estaba muy fuerte, pero ahora hay un gran desencanto”, asegura Tomás Arriola. “No ha cumplido sus promesas. Muchas casas en El Alto no tienen gas canalizado, porque no se ha industrializado. Va directamente del pozo a la exportación”.
El crecimiento de El Alto ha sido vertiginoso y desordenado hasta convertirse en la segunda ciudad más poblada de Bolivia, detrás de Santa Cruz. El comercio informal es la actividad económica por excelencia. La feria de los domingos es un mercado gigantesco al aire libre, donde todo se compra y se vende, al que acuden bolivianos de todos los rincones. En los distritos 2 y 8, en la carretera a Oruro, se concentra la industria, con pequeñas fábricas textiles, de cuero, embotelladoras, laboratorios, etc.
La recaudación fiscal es de unos 120 millones de bolivianos (13,7 millones de euros) al año para una población de un millón de habitantes. La Paz recauda 600 millones de bolivianos (69 millones de euros) y no supera los 840.000 habitantes. “El fraude es generalizado y la tributación se reduce apenas a la vivienda y a los vehículos legales, que son una minoría”, dice el ex alcalde Nava Santiesteban.
En la penumbra de esta ciudad frenética se oculta un submundo de contrabandistas y traficantes. La Policía ha desmantelado laboratorios de procesamiento de cocaína en diversos pisos, que utilizan la llamada técnica colombiana, en la que una lavadora sustituye al pisador de hoja de coca, y el secado de la droga se realiza en microondas. Algunos vecinos que hablan desde el anonimato dan cuenta de pistas inconfundibles de que el dinero sucio fluye y de que los narcos operan en El Alto: presencia de vehículos de lujo en barrios periféricos, boom de la construcción, aumento de la venta de gasolina [ingrediente para la elaboración de cocaína] e intensificación de la violencia criminal.
Los muñecos colgados de un poste son una siniestra advertencia a ladrones y delincuentes, que se cumple con el espeluznante ritual del linchamiento. Es la justicia comunitaria, esgrimen algunas voces supuestamente indigenistas. La realidad es que en muchos casos se trata de brutales ajustes de cuentas.