La amarga partida
Unos 26.000 inmigrantes abandonaron la región el año pasado, encabezando la marcha ecuatorianos con 6.000 y los colombianos con 2.180, pero otros muchos desean partir y no pueden por falta de recursos
Madrid, El País
60.000 euros. Rocío tiene la cifra grabada a fuego. Es lo que podría haber ahorrado si no se hubiese comprado un piso en Madrid. Mucho dinero. Más viniendo de un país donde la renta per cápita no llega a los 3.000 euros al año (seis veces menos que en España). 60.000 euros que habrían impedido que hoy, 6 de mayo, esta mujer ecuatoriana de 33 años esté volando con las manos vacías a Latacunga, la ciudad de la que partió en 2003. “Ay, mi casita, tanto esfuerzo que me costaste”, lloraba abrazada a las paredes de su piso de Usera hace unos días.
La crisis ha sido especialmente virulenta con la población inmigrante, cuya tasa de paro roza el 37% (frente al 24,4% de la media). La caída generalizada de ingresos salta a la vista en los barrios con más población extranjera. Como en las callejuelas tras Cuatro Caminos, donde muchos establecimientos han echado el cierre. “Ya no es como antes”, dice Marciel Herrera, encargada del locutorio con servicio de paquetería Latin travel. Calcula que este año las llamadas se han reducido a la mitad. “Solo aumenta el envío de cajas con mudanzas hacia Latinoamérica”, dice. Mariana, de la pastelería dominicana Dedo, calcula que sus ingresos han caído un 45%. “Pero los huevos han subido y la electricidad…”, dice ante una vitrina con tartas rebosantes de merengue. Desde su modesto taller de costura, Freddy repite la frase sin despegar la cara de la máquina de coser: “Ya no es como antes”.
El desempleo está expulsando a miles de inmigrantes que han visto truncado el sueño español, compuesto del disfrute del estado del bienestar (con la jubilación en cabeza), de un futuro mejor para sus hijos y de la seguridad en la calle. En 2011, España perdió 85.941 residentes de países extracomunitarios, aunque la cifra incluye a los nuevos nacionalizados españoles. En el caso de Madrid, unos 26.000 inmigrantes abandonaron la región el año pasado, encabezando la marcha ecuatorianos (6.000) y colombianos (2.180). Unos hacen el viaje a la inversa y regresan a sus países. Otros, especialmente los que han obtenido la nacionalidad española, siguen rumbo adelante, a otros países.
Aun así, se van menos personas de las que querrían. Muchos agotan sus ahorros intentando resistir en España. Cuando deciden regresar, no les queda nada y tienen que acudir a los planes de retorno que financian el Gobierno y la UE, que incluyen el vuelo de ida y distintos tipos de ayuda económica que van desde una pequeña cantidad a la posibilidad de cobrar el paro por adelantado en el caso de los residentes legales que hayan cotizado los suficiente. En todos los casos deben renunciar a regresar al menos en tres años. “Y para quien sabe lo difícil que es conseguir papeles, enfrentarse a eso es muy duro”, dice José Luis Montijo, trabajador social de la asociación de ecuatorianos Rumiñahui. Desde que se pusieron en marcha, 30.000 inmigrantes se han acogido a las diversas modalidades de retorno, pero los fondos que se destinan a decenas de ONG para que gestionen este flujo se están acabando. Mientras aguardan nuevos fondos, sus listas de espera siguen sumando impacientes aspirantes a abandonar el país formando un embudo.
Mariluz, una colombiana de 34 años embarazada de tres meses, espera a que llegue el dinero para su billete de regreso. Se vino hace cuatro años siguiendo a su marido y nunca obtuvo papeles. En este tiempo solo ha conseguido un trabajo: cuidando a una anciana de 98 años dos horas diarias por 250 euros al mes. El día que la mujer murió en su presencia, Mariluz perdió su empleo y parte de su alegría. “Me afectó mucho, se le junta a una eso de estar lejos… Tenía su temperamento, pero era muy buena señora”. No ha encontrado nada desde entonces y su embarazo ha precipitado la decisión de retornar. “Mi esposo se queda por ahora. Con lo que gana aquí, allá se puede hacer vida”, dice esta mujer pequeña de abundante cabellera y gafas rosa. Está invirtiendo sus últimas semanas en sacarse un diploma de emprendimiento en la ONG América-España Solidaridad y Cooperación (AESCO). La idea de partir le ilumina la cara: “Estoy feliz, porque aquí hay veces que uno se siente muy solo. En todo en lo que sé trabajar se me cierran las puertas. Imagínate, hasta para irme se me cierran las puertas”.
Viernes 27 de abril, cinco de la tarde. 32 hombres y nueve mujeres ocupan la planta baja de la sede de Rumiñahui, en Quintana. Todos están interesados en retornar a su país y quieren informarse de las distintas opciones. Vladimir Paspuel, presidente de la asociación, intenta subirles el ánimo: “¿Se acuerdan de cuando vinimos? Muchos lo hicimos en peores condiciones. La vida no se acaba, hay que ponerle más ganas”. Los presentes asienten, pero palpa su desazón.
Marina Rodríguez, psicóloga, atiende desde AESCO a quienes esperan su retorno. Esto es lo que ve en sus consultas: “La gente se vuelve con lo puesto. Tienen una profunda sensación de fracaso personal y culpabilidad. Sienten que no controlan su proyecto de vida y eso les provoca inseguridad y miedo. Tienen baja autoestima y síntomas de estrés, ansiedad y depresión. Llevarse consigo todas sus pertenencias se vuelve fundamental para ellos, pero las compañías aéreas solo aceptan una o dos maletas por pasajero y mandarlas de otra forma cuesta mucho. Eso, que no parece importante, lo es, porque es todo cuanto tienen”.
Reinaldo, de 50 años, espera su billete a Medellín con las maletas ya hechas. Este hombretón de 1,92 metros —“ya menguando”— regresa sin nada, pero su espíritu positivo puede con todo. Llegó a España en 1994 y se ha ganado la vida de carpintero (un barco hecho con palos de helado adorna su salón). En la última renovación de la residencia se le pasó el plazo y pasó a ser ilegal. “Esa fue la puntilla”. Su idea es abrir en su tierra un hotel rural aprovechando el auge del turismo. La casa ya la tiene, es de la familia, pero necesita un crédito para reformarla. En las maletas que aguardan en una esquina de su piso de Alcalá no lleva nada personal, solo pañuelos, zapatos y bolsos que espera vender una vez en Colombia para poder arrancar su proyecto. Calcula que el sobrepeso le va a costar 150 euros, el mismo precio por el que ha puesto a la venta su bicicleta. Su pareja, que sí tiene trabajo y de momento seguirá en Madrid, suspira: “te vas a ir con otra”, le pincha. “Mami, te espero diez años”, replica él. Ella es lo que Reinaldo más echará de menos de España. Y la seguridad. “Aquí se vive tranquilo”.
No todos quienes retornan tienen su futuro tan claro como este colombiano. “Yo les pregunto, ¿cómo visualizas tu llegada? ¿Qué planes tienes?”, explica la psicóloga de AESCO. “Y no lo tienen claro. Ni oscuro”. Las ONG critican que los países latinoamericanos (con mayor flujo de retorno) no ayudan a los retornados a integrarse. “Aunque están creciendo no ponen en marcha medidas de apoyo, les desaprovechan”, se queja Yolanda Villavicencio, de AESCO. “Allí se encuentran con más abandono”.
Rocío se pagó ella misma el billete con el que hoy está cruzando el Atlántico. Adquirió la nacionalidad española y no tiene por tanto derecho a ayudas al retorno. Tampoco podrá cobrar por adelantado el año y medio de paro que sus cotizaciones han generado. “Eso se queda aquí”, dice. Para ella fue fácil obtener los papeles: la trajo el Gobierno español en un cupo de peluqueras. Tenía 24 años y dejaba atrás a una hija de cinco años. “El piso me lo compré porque quería tener algo mío para poder vivir con ella, me dijeron que facilitaría la reunificación aunque luego me la denegaron por mis bajos ingresos”. Su hipoteca es de 192.000 euros y le ha costado mucho pagar cada mes los mil euros de cuota. Más desde hace seis meses, cuando se quedó en paro. “Prácticamente he trabajado solo para pagar el piso. Y todo se ha ido en intereses. Un día me di cuenta: ¿Qué pinto yo ya aquí? Económicamente no voy a conseguir nada y emocionalmente, menos”, dice con el corazón en la mano. Con ayuda de Mariano, su “ángel de la guarda”, un jubilado español que asesora a inmigrantes por solidaridad, negoció con su banco. No le han perdonado toda la deuda, pero la han reducido a 10.000 euros que no va a poder pagar. “Me decían que me lo dejaban en 50.000 euros, pero Mariano me animó a seguir presionando”, dice muy agradecida a quien sin conocerla le ha prestado su apoyo. “Yo me esperaba otra cosa de España. Me imaginaba en la cumbre”, dice abriendo los ojos. “Hija, no se me martirice”, le decía su madre por teléfono hace unos días. “Imagine que se fue en un tour, piense en todo lo que ha aprendido. Aquí la esperamos con los brazos abiertos”.
Madrid, El País
60.000 euros. Rocío tiene la cifra grabada a fuego. Es lo que podría haber ahorrado si no se hubiese comprado un piso en Madrid. Mucho dinero. Más viniendo de un país donde la renta per cápita no llega a los 3.000 euros al año (seis veces menos que en España). 60.000 euros que habrían impedido que hoy, 6 de mayo, esta mujer ecuatoriana de 33 años esté volando con las manos vacías a Latacunga, la ciudad de la que partió en 2003. “Ay, mi casita, tanto esfuerzo que me costaste”, lloraba abrazada a las paredes de su piso de Usera hace unos días.
La crisis ha sido especialmente virulenta con la población inmigrante, cuya tasa de paro roza el 37% (frente al 24,4% de la media). La caída generalizada de ingresos salta a la vista en los barrios con más población extranjera. Como en las callejuelas tras Cuatro Caminos, donde muchos establecimientos han echado el cierre. “Ya no es como antes”, dice Marciel Herrera, encargada del locutorio con servicio de paquetería Latin travel. Calcula que este año las llamadas se han reducido a la mitad. “Solo aumenta el envío de cajas con mudanzas hacia Latinoamérica”, dice. Mariana, de la pastelería dominicana Dedo, calcula que sus ingresos han caído un 45%. “Pero los huevos han subido y la electricidad…”, dice ante una vitrina con tartas rebosantes de merengue. Desde su modesto taller de costura, Freddy repite la frase sin despegar la cara de la máquina de coser: “Ya no es como antes”.
El desempleo está expulsando a miles de inmigrantes que han visto truncado el sueño español, compuesto del disfrute del estado del bienestar (con la jubilación en cabeza), de un futuro mejor para sus hijos y de la seguridad en la calle. En 2011, España perdió 85.941 residentes de países extracomunitarios, aunque la cifra incluye a los nuevos nacionalizados españoles. En el caso de Madrid, unos 26.000 inmigrantes abandonaron la región el año pasado, encabezando la marcha ecuatorianos (6.000) y colombianos (2.180). Unos hacen el viaje a la inversa y regresan a sus países. Otros, especialmente los que han obtenido la nacionalidad española, siguen rumbo adelante, a otros países.
Aun así, se van menos personas de las que querrían. Muchos agotan sus ahorros intentando resistir en España. Cuando deciden regresar, no les queda nada y tienen que acudir a los planes de retorno que financian el Gobierno y la UE, que incluyen el vuelo de ida y distintos tipos de ayuda económica que van desde una pequeña cantidad a la posibilidad de cobrar el paro por adelantado en el caso de los residentes legales que hayan cotizado los suficiente. En todos los casos deben renunciar a regresar al menos en tres años. “Y para quien sabe lo difícil que es conseguir papeles, enfrentarse a eso es muy duro”, dice José Luis Montijo, trabajador social de la asociación de ecuatorianos Rumiñahui. Desde que se pusieron en marcha, 30.000 inmigrantes se han acogido a las diversas modalidades de retorno, pero los fondos que se destinan a decenas de ONG para que gestionen este flujo se están acabando. Mientras aguardan nuevos fondos, sus listas de espera siguen sumando impacientes aspirantes a abandonar el país formando un embudo.
Mariluz, una colombiana de 34 años embarazada de tres meses, espera a que llegue el dinero para su billete de regreso. Se vino hace cuatro años siguiendo a su marido y nunca obtuvo papeles. En este tiempo solo ha conseguido un trabajo: cuidando a una anciana de 98 años dos horas diarias por 250 euros al mes. El día que la mujer murió en su presencia, Mariluz perdió su empleo y parte de su alegría. “Me afectó mucho, se le junta a una eso de estar lejos… Tenía su temperamento, pero era muy buena señora”. No ha encontrado nada desde entonces y su embarazo ha precipitado la decisión de retornar. “Mi esposo se queda por ahora. Con lo que gana aquí, allá se puede hacer vida”, dice esta mujer pequeña de abundante cabellera y gafas rosa. Está invirtiendo sus últimas semanas en sacarse un diploma de emprendimiento en la ONG América-España Solidaridad y Cooperación (AESCO). La idea de partir le ilumina la cara: “Estoy feliz, porque aquí hay veces que uno se siente muy solo. En todo en lo que sé trabajar se me cierran las puertas. Imagínate, hasta para irme se me cierran las puertas”.
Viernes 27 de abril, cinco de la tarde. 32 hombres y nueve mujeres ocupan la planta baja de la sede de Rumiñahui, en Quintana. Todos están interesados en retornar a su país y quieren informarse de las distintas opciones. Vladimir Paspuel, presidente de la asociación, intenta subirles el ánimo: “¿Se acuerdan de cuando vinimos? Muchos lo hicimos en peores condiciones. La vida no se acaba, hay que ponerle más ganas”. Los presentes asienten, pero palpa su desazón.
Marina Rodríguez, psicóloga, atiende desde AESCO a quienes esperan su retorno. Esto es lo que ve en sus consultas: “La gente se vuelve con lo puesto. Tienen una profunda sensación de fracaso personal y culpabilidad. Sienten que no controlan su proyecto de vida y eso les provoca inseguridad y miedo. Tienen baja autoestima y síntomas de estrés, ansiedad y depresión. Llevarse consigo todas sus pertenencias se vuelve fundamental para ellos, pero las compañías aéreas solo aceptan una o dos maletas por pasajero y mandarlas de otra forma cuesta mucho. Eso, que no parece importante, lo es, porque es todo cuanto tienen”.
Reinaldo, de 50 años, espera su billete a Medellín con las maletas ya hechas. Este hombretón de 1,92 metros —“ya menguando”— regresa sin nada, pero su espíritu positivo puede con todo. Llegó a España en 1994 y se ha ganado la vida de carpintero (un barco hecho con palos de helado adorna su salón). En la última renovación de la residencia se le pasó el plazo y pasó a ser ilegal. “Esa fue la puntilla”. Su idea es abrir en su tierra un hotel rural aprovechando el auge del turismo. La casa ya la tiene, es de la familia, pero necesita un crédito para reformarla. En las maletas que aguardan en una esquina de su piso de Alcalá no lleva nada personal, solo pañuelos, zapatos y bolsos que espera vender una vez en Colombia para poder arrancar su proyecto. Calcula que el sobrepeso le va a costar 150 euros, el mismo precio por el que ha puesto a la venta su bicicleta. Su pareja, que sí tiene trabajo y de momento seguirá en Madrid, suspira: “te vas a ir con otra”, le pincha. “Mami, te espero diez años”, replica él. Ella es lo que Reinaldo más echará de menos de España. Y la seguridad. “Aquí se vive tranquilo”.
No todos quienes retornan tienen su futuro tan claro como este colombiano. “Yo les pregunto, ¿cómo visualizas tu llegada? ¿Qué planes tienes?”, explica la psicóloga de AESCO. “Y no lo tienen claro. Ni oscuro”. Las ONG critican que los países latinoamericanos (con mayor flujo de retorno) no ayudan a los retornados a integrarse. “Aunque están creciendo no ponen en marcha medidas de apoyo, les desaprovechan”, se queja Yolanda Villavicencio, de AESCO. “Allí se encuentran con más abandono”.
Rocío se pagó ella misma el billete con el que hoy está cruzando el Atlántico. Adquirió la nacionalidad española y no tiene por tanto derecho a ayudas al retorno. Tampoco podrá cobrar por adelantado el año y medio de paro que sus cotizaciones han generado. “Eso se queda aquí”, dice. Para ella fue fácil obtener los papeles: la trajo el Gobierno español en un cupo de peluqueras. Tenía 24 años y dejaba atrás a una hija de cinco años. “El piso me lo compré porque quería tener algo mío para poder vivir con ella, me dijeron que facilitaría la reunificación aunque luego me la denegaron por mis bajos ingresos”. Su hipoteca es de 192.000 euros y le ha costado mucho pagar cada mes los mil euros de cuota. Más desde hace seis meses, cuando se quedó en paro. “Prácticamente he trabajado solo para pagar el piso. Y todo se ha ido en intereses. Un día me di cuenta: ¿Qué pinto yo ya aquí? Económicamente no voy a conseguir nada y emocionalmente, menos”, dice con el corazón en la mano. Con ayuda de Mariano, su “ángel de la guarda”, un jubilado español que asesora a inmigrantes por solidaridad, negoció con su banco. No le han perdonado toda la deuda, pero la han reducido a 10.000 euros que no va a poder pagar. “Me decían que me lo dejaban en 50.000 euros, pero Mariano me animó a seguir presionando”, dice muy agradecida a quien sin conocerla le ha prestado su apoyo. “Yo me esperaba otra cosa de España. Me imaginaba en la cumbre”, dice abriendo los ojos. “Hija, no se me martirice”, le decía su madre por teléfono hace unos días. “Imagine que se fue en un tour, piense en todo lo que ha aprendido. Aquí la esperamos con los brazos abiertos”.