Una bomba de relojería en la Francia de los barrios
Los habitantes de las zonas desfavorecidas se sienten traicionados por los políticos y dan la espalda a las urnas
París, El País
“April in Paris, chesnuts in blossom…” han cantado romántica y sensualmente Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong y tantos otros en uno de los más sublimes himnos a la ciudad del amor, que se tiene a sí misma por la más bella del mundo. Sexys y cálidas sensaciones sobre “abril en París, castaños en flor…” que ha comprado el universo mundo sobre la Ciudad de la Luz y que saltan por los aires justo en la periferia de la capital. En Clichy-sous-Bois, sin ir más lejos, la localidad deprimida foco de la insurrección popular del otoño de 2005 que durante tres semanas cortó el aliento a Francia y ofreció al orbe una imagen muy distinta a la de la armonía y el bienestar que la Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad gusta de presentar como singular etiqueta gloriosa.
Seis años y medio han pasado desde entonces, la mayor revuelta vivida por el país desde mayo del 68, unas jornadas en las que por toda Francia resonó el “morralla” con que el estridente Nicolas Sarkozy, a la sazón ministro del Interior, etiquetó a los jóvenes sin oficio, beneficio ni expectativas que protagonizaron aquel espontáneo alzamiento popular sin líder ni programa que convirtió a barriadas de todo el país en una tea.
“No han cambiado mucho las cosas desde la revuelta social de 2005, excepción hecha de la renovación urbana. No se ha tratado del lado humano. Es intolerable dejar que problemas existentes desde hace décadas, con Gobiernos de izquierda y de derecha, se acumulen sin que se les dé respuesta”, protesta Mohamed Mechmache, presidente y fundador de la asociación AC LeFeu, un afortunado nombre que fonéticamente suena como “Basta de fuego”, lo que define los objetivos de la entidad, y que en realidad responde a la iniciales de Asociación Colectiva Libertad Igualdad Fraternidad Juntos Unidos.
La sede de AC LeFeu es un chaletito de fachada amarilla sobre cuya entrada exterior luce una pancarta: “Ministerio de la crisis de los barrios”. “Lo hemos creado este años para se hable del asunto. Somos los indignados”, señala Mechmache. La asociación y el ministerio están justo al lado del Chêne Pointu, el barrio en que estalló todo en octubre de 2005 como consecuencia de la muerte de dos adolescentes, Zyed, de 17 años, y Bouna, de 15, electrocutados en el transformador en que se habían refugiado huyendo de una persecución policial. El retrato de ambos recibe al visitante. “Aquí se les recuerda constantemente, con la idea de que su muerte no haya sido inútil”, explica el presidente, un optimista de la voluntad.
Mechmache desgrana las calamidades del lado humano de la endémica crisis en Clichy-sous-Bois: “paro de más del 45% entre los jóvenes; gente sin vivienda y a la que no le llega para comer; creciente abandono escolar; cada vez mayores problemas sanitarios; cada vez menos acceso a la cultura”. La asociación está movilizada en estas fechas electorales con un doble objetivo: lograr el máximo número de firmas para un memorial de agravios, con sus soluciones, que presentar a los candidatos (han hecho un Tour de Francia y dicen tener ya 75.000 firmas recogidas) y convencer a los vecinos de que este domingo y el próximo 6 de mayo, en la segunda y definitiva vuelta, acuda a las urnas.
En las anteriores presidenciales, las de 2007, de Sarkozy contra la socialista Segolène Royal, la abstención fue apenas del 15%, tasa sorprendentemente baja que conocedores del contexto atribuyen a la frustración popular de entonces: Clichy-sous-Bois y sus 30.000 habitantes quisieron responder al Sarkozy de la morralla.
El presidente no ha acudido en esta campaña a Clichy, aunque ha visitado alguna otra localidad de las inmediaciones, pero si lo ha hecho su principal rival, François Hollande. “Las heridas [de 2005] no han cicatrizado y no creo que la calma aparente que se percibe sea consecuencia de que se ha encontrado una solución”, dijo el otro día el candidato socialista. Diagnóstico certero y palabras blandas que no inspiran a los potenciales electores, sumidos en el desinterés, la desesperanza y en el desprecio por los políticos “que hablan mucho y no hacen nada”, según Ayse, un vecina de Chêne Pointu.
El Gobierno, que ha querido convertir a Clichy-sous-Bois en un escaparate de lo que hay que hacer en entornos urbanos difíciles, tiene ambiciosos planes de infraestructura para la localidad, más allá de la renovación urbana que supone derribar altos bloques de viviendas insalubres y realojar a los vecinos en otras de nueva construcción y cuatro plantas de límpido diseño. “Pero el metro y otras cosas son para dentro de muchos años, se habla de hasta 2023, y la gente tiene que comer hoy”, apunta otra mujer, de origen antillano, que no quiere dar su nombre.
“Yo no voy a votar. No confío en nadie. Dentro de tres o cuatro años las cosas van a estar peor”, comenta Ayse, de origen turco, divorciada de 34 años y con empleo fijo. “Voté en 2007 porque entonces tenía confianza, pero ya no”. Ayse vive con sus padres en uno de los bloques a los que nunca parece llegar la prometida renovación. “Si empezara a hablar de los problemas que tenemos tendría hasta mañana. El primero es el de los ascensores”. La familia vive en un octavo, al que a veces tampoco llega el agua caliente. “Mi madre no puede salir de casa, porque no puede subir tantas escaleras. Ha habido gente que se ha roto las piernas en las escaleras. Lo más importante son los ascensores, los ascensores”, dice con obsesiva repetición. “Que pongan ascensores”.
Y no es que no haya otros problemas en esos pisos alquilados a razón de 950 euros por dos dormitorios y un cuarto de estar y otros convertidos en pisos-patera por propietarios sin escrúpulos que hacinan en habitaciones a precio de oro a familias enteras. “Aquí hay muchos chicos jóvenes sin hacer nada. A veces se quedan en los portales y tenemos problemas hasta para entrar en casa”, prosigue Ayse. “Antes quemaban los coches y nada más. Pero ahora destrozan pisos vacíos o roban en otros. Cada vez que salgo, tengo miedo de lo que me voy a encontrar cuando vuelva. Aquí puede volver a pasar cualquier cosa en cualquier momento”.
“Esta ciudad está en ruinas”, apunta Imen, la panadera del centro comercial, francesa de 20 años y raíces tunecinas que se cubre la cabeza con el velo islámico. No vive en Clichy-sous-Bois y lleva algo más de un año con el negocio. “Es impresionante. Todavía me sorprende la miseria. Aquí hay gente compra el pan a crédito. 80 céntimos la barra”.
La panadera, vivaracha y muy despierta, lo tiene claro: “La política es una gran estafa”. La del domingo sería su primera ocasión de votar, pero pasa de las urnas. “No voy a votar. Yo soy francesa, nacida, por cierto, en Neuilly-sur-Seine”, la distinguida localidad junto al Sena parisino de la que Sarkozy fue alcalde, “y me siento francesa, pero la gente, Francia, no me ve como francesa por llevar el velo. Mi voto no cambiaría nada. Aquí se habla mucho de libertad, igualdad y fraternidad, pero son sólo palabras sin aplicación práctica”.
Es la misma idea que tiene Christian, de piel color café, 39 años y padre de una cría pequeña, que espera en la peluquería y se define de clase media porque entre él y su mujer meten 3.000 euros todos los meses en casa. “No me interesa la política y me desagrada el espectáculo de los políticos. No voy a votar”, dice quien si lo hizo antes. “A mí la República no me beneficia en nada”, se lamenta porque el nivel de renta, con la que vive de alquiler, le priva de ciertos beneficios. “Hay libertad, pero yo querría ver más igualdad. Y la gente es cada vez más egoísta”.
“Holiday tables under the trees” cantan Ella Fitzgerald y Louis Armstrong en su versión del ideal abril parisino de enamorados y turistas con “mesitas en las terrazas bajo los árboles”. Christian tiene otra letra y no está para músicas: “Aquí la gente anda preocupada con lo que va a pasar mañana: el trabajo, qué comer, qué será de los hijos”.
París, El País
“April in Paris, chesnuts in blossom…” han cantado romántica y sensualmente Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong y tantos otros en uno de los más sublimes himnos a la ciudad del amor, que se tiene a sí misma por la más bella del mundo. Sexys y cálidas sensaciones sobre “abril en París, castaños en flor…” que ha comprado el universo mundo sobre la Ciudad de la Luz y que saltan por los aires justo en la periferia de la capital. En Clichy-sous-Bois, sin ir más lejos, la localidad deprimida foco de la insurrección popular del otoño de 2005 que durante tres semanas cortó el aliento a Francia y ofreció al orbe una imagen muy distinta a la de la armonía y el bienestar que la Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad gusta de presentar como singular etiqueta gloriosa.
Seis años y medio han pasado desde entonces, la mayor revuelta vivida por el país desde mayo del 68, unas jornadas en las que por toda Francia resonó el “morralla” con que el estridente Nicolas Sarkozy, a la sazón ministro del Interior, etiquetó a los jóvenes sin oficio, beneficio ni expectativas que protagonizaron aquel espontáneo alzamiento popular sin líder ni programa que convirtió a barriadas de todo el país en una tea.
“No han cambiado mucho las cosas desde la revuelta social de 2005, excepción hecha de la renovación urbana. No se ha tratado del lado humano. Es intolerable dejar que problemas existentes desde hace décadas, con Gobiernos de izquierda y de derecha, se acumulen sin que se les dé respuesta”, protesta Mohamed Mechmache, presidente y fundador de la asociación AC LeFeu, un afortunado nombre que fonéticamente suena como “Basta de fuego”, lo que define los objetivos de la entidad, y que en realidad responde a la iniciales de Asociación Colectiva Libertad Igualdad Fraternidad Juntos Unidos.
La sede de AC LeFeu es un chaletito de fachada amarilla sobre cuya entrada exterior luce una pancarta: “Ministerio de la crisis de los barrios”. “Lo hemos creado este años para se hable del asunto. Somos los indignados”, señala Mechmache. La asociación y el ministerio están justo al lado del Chêne Pointu, el barrio en que estalló todo en octubre de 2005 como consecuencia de la muerte de dos adolescentes, Zyed, de 17 años, y Bouna, de 15, electrocutados en el transformador en que se habían refugiado huyendo de una persecución policial. El retrato de ambos recibe al visitante. “Aquí se les recuerda constantemente, con la idea de que su muerte no haya sido inútil”, explica el presidente, un optimista de la voluntad.
Mechmache desgrana las calamidades del lado humano de la endémica crisis en Clichy-sous-Bois: “paro de más del 45% entre los jóvenes; gente sin vivienda y a la que no le llega para comer; creciente abandono escolar; cada vez mayores problemas sanitarios; cada vez menos acceso a la cultura”. La asociación está movilizada en estas fechas electorales con un doble objetivo: lograr el máximo número de firmas para un memorial de agravios, con sus soluciones, que presentar a los candidatos (han hecho un Tour de Francia y dicen tener ya 75.000 firmas recogidas) y convencer a los vecinos de que este domingo y el próximo 6 de mayo, en la segunda y definitiva vuelta, acuda a las urnas.
En las anteriores presidenciales, las de 2007, de Sarkozy contra la socialista Segolène Royal, la abstención fue apenas del 15%, tasa sorprendentemente baja que conocedores del contexto atribuyen a la frustración popular de entonces: Clichy-sous-Bois y sus 30.000 habitantes quisieron responder al Sarkozy de la morralla.
El presidente no ha acudido en esta campaña a Clichy, aunque ha visitado alguna otra localidad de las inmediaciones, pero si lo ha hecho su principal rival, François Hollande. “Las heridas [de 2005] no han cicatrizado y no creo que la calma aparente que se percibe sea consecuencia de que se ha encontrado una solución”, dijo el otro día el candidato socialista. Diagnóstico certero y palabras blandas que no inspiran a los potenciales electores, sumidos en el desinterés, la desesperanza y en el desprecio por los políticos “que hablan mucho y no hacen nada”, según Ayse, un vecina de Chêne Pointu.
El Gobierno, que ha querido convertir a Clichy-sous-Bois en un escaparate de lo que hay que hacer en entornos urbanos difíciles, tiene ambiciosos planes de infraestructura para la localidad, más allá de la renovación urbana que supone derribar altos bloques de viviendas insalubres y realojar a los vecinos en otras de nueva construcción y cuatro plantas de límpido diseño. “Pero el metro y otras cosas son para dentro de muchos años, se habla de hasta 2023, y la gente tiene que comer hoy”, apunta otra mujer, de origen antillano, que no quiere dar su nombre.
“Yo no voy a votar. No confío en nadie. Dentro de tres o cuatro años las cosas van a estar peor”, comenta Ayse, de origen turco, divorciada de 34 años y con empleo fijo. “Voté en 2007 porque entonces tenía confianza, pero ya no”. Ayse vive con sus padres en uno de los bloques a los que nunca parece llegar la prometida renovación. “Si empezara a hablar de los problemas que tenemos tendría hasta mañana. El primero es el de los ascensores”. La familia vive en un octavo, al que a veces tampoco llega el agua caliente. “Mi madre no puede salir de casa, porque no puede subir tantas escaleras. Ha habido gente que se ha roto las piernas en las escaleras. Lo más importante son los ascensores, los ascensores”, dice con obsesiva repetición. “Que pongan ascensores”.
Y no es que no haya otros problemas en esos pisos alquilados a razón de 950 euros por dos dormitorios y un cuarto de estar y otros convertidos en pisos-patera por propietarios sin escrúpulos que hacinan en habitaciones a precio de oro a familias enteras. “Aquí hay muchos chicos jóvenes sin hacer nada. A veces se quedan en los portales y tenemos problemas hasta para entrar en casa”, prosigue Ayse. “Antes quemaban los coches y nada más. Pero ahora destrozan pisos vacíos o roban en otros. Cada vez que salgo, tengo miedo de lo que me voy a encontrar cuando vuelva. Aquí puede volver a pasar cualquier cosa en cualquier momento”.
“Esta ciudad está en ruinas”, apunta Imen, la panadera del centro comercial, francesa de 20 años y raíces tunecinas que se cubre la cabeza con el velo islámico. No vive en Clichy-sous-Bois y lleva algo más de un año con el negocio. “Es impresionante. Todavía me sorprende la miseria. Aquí hay gente compra el pan a crédito. 80 céntimos la barra”.
La panadera, vivaracha y muy despierta, lo tiene claro: “La política es una gran estafa”. La del domingo sería su primera ocasión de votar, pero pasa de las urnas. “No voy a votar. Yo soy francesa, nacida, por cierto, en Neuilly-sur-Seine”, la distinguida localidad junto al Sena parisino de la que Sarkozy fue alcalde, “y me siento francesa, pero la gente, Francia, no me ve como francesa por llevar el velo. Mi voto no cambiaría nada. Aquí se habla mucho de libertad, igualdad y fraternidad, pero son sólo palabras sin aplicación práctica”.
Es la misma idea que tiene Christian, de piel color café, 39 años y padre de una cría pequeña, que espera en la peluquería y se define de clase media porque entre él y su mujer meten 3.000 euros todos los meses en casa. “No me interesa la política y me desagrada el espectáculo de los políticos. No voy a votar”, dice quien si lo hizo antes. “A mí la República no me beneficia en nada”, se lamenta porque el nivel de renta, con la que vive de alquiler, le priva de ciertos beneficios. “Hay libertad, pero yo querría ver más igualdad. Y la gente es cada vez más egoísta”.
“Holiday tables under the trees” cantan Ella Fitzgerald y Louis Armstrong en su versión del ideal abril parisino de enamorados y turistas con “mesitas en las terrazas bajo los árboles”. Christian tiene otra letra y no está para músicas: “Aquí la gente anda preocupada con lo que va a pasar mañana: el trabajo, qué comer, qué será de los hijos”.