A un clavo ardiendo
Hasta Draghi es consciente de la miopía fundamentalista y habla de introducir crecimiento
Francisco G. Basterra, El País
El estado de necesidad que impera en Europa, agudizado en España por la hemorragia del paro y la desconfianza exterior en nuestros bancos y en nuestras cuentas —“Vuelve la gripe española”, pronostica el semanario Der Spiegel desde Berlín—, nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Enarbolado por un hombre normal, difícil de detestar pero poco inclinado a hacer soñar; con aspecto de director de sucursal bancaria. Hombre de aparato, sin una gran biografía política, del que su mujer llegó a decir que la inacción era su principal virtud poniendo como ejemplo que ningún compatriota podría recordar qué ha hecho en los últimos 30 años. François Hollande tiene sin embargo una alta probabilidad de convertirse el 6 de mayo en presidente de Francia. Probablemente más por defecto del agitado Sarkozy que por sus méritos. Pero esta es una constante fija en todas las elecciones. Casi un presidente por accidente. El debate electoral en el país vecino se ha enredado más en la crisis de identidad de Francia, en un ejercicio de ombliguismo de campanario, la Francia fuerte de Sarkozy y la derecha frente a la Francia tranquila y el cambio sin riesgo de los socialistas, que en la suerte de Europa.
La idea de que ninguno de los considerados poderosos, sean Alemania, Francia o Reino Unido, son nada en el siglo XXI sin sumar en una Europa grande no ha calado aún en los cerebros políticos. Trabajan a contracorriente, favoreciendo lo intergubernamental y renacionalizando las políticas, diluyendo la masa crítica de una Europa de 500 millones de habitantes en un mundo que sufre unos cambios revolucionarios. Hollande ha tenido la habilidad, temeridad para algunos, de sugerir que el pacto fiscal de rigor mortis que mantiene congelada a Europa, por dictado de la poderosa Alemania, será renegociado si llega a la presidencia para añadirle estímulos al crecimiento. Sin aspavientos, abre la posibilidad de hacer saltar la ecuación 3/2013, el compromiso, inalcanzable sin destrozos sociales, de llegar a un déficit presupuestario del 3% del PIB en los países de la eurozona antes de la medianoche del 31 de diciembre del año próximo. El mayor reto sufrido por frau Merkel, la canciller de hierro, que ordenó la austeridad inflexible, caiga quien caiga, a cambio de ayudar a los débiles sureños incapaces de cuadrar sus cuentas. Ocurre sin embargo que la crisis que se creía controlada ha metastizado en el mismo corazón de la virtuosa Europa del norte, que no vive por encima de sus posibilidades, haciendo sangre en la estable Holanda, socio clave en el núcleo duro europeo, con la caída del Gobierno de coalición del liberal Mark Rutte, incapaz de hacer aceptar un presupuesto de recortes. Si los holandeses, con nota de triple A, no aceptan la medicina del 3%, por qué deben hacerlo los españoles, italianos, griegos o portugueses.
Las cigarras también lloran al igual que las perezosas hormigas meridionales. Grecia podría seguir el rumbo de Holanda tras las elecciones del 6 de mayo. Como dice el diario ateniense Ta Nea, “la moneda no puede definir el destino de un país, es el país el que define el destino de la moneda”. Al tiempo conocemos la entrada en recesión de la isla británica, a pesar de la dureza del ajuste aplicado por el Gobierno conservador liberal. Los Gobiernos que han aplicado la ortodoxia del traje único del sastre alemán van cayendo uno tras otro, como los 10 negritos de Agatha Christie; desde Grecia a Dinamarca pasando por Italia, ya van nueve; los Gobiernos técnicos tienen sus días contados y el profesor Monti se suma al bloque de los que piden políticas de crecimiento.
La última negrita resiste en Berlín insistiendo en la intangibilidad de la austeridad y lo hará mientras no peligre su mayoría electoral, que, de momento, también es social. Pero siete países europeos ya en recesión amenazan la economía alemana, que vive de sus exportaciones. Merkel se está quedando sin socios, los ciudadanos rechazan el modelo alemán, el cinturón europeo ha llegado al límite de estrechamiento; por encima de la política, crece la percepción de la inmoralidad de la situación por la falta de equidad en el reparto de las cargas de la crisis; prende la irritación por la ausencia de explicaciones y la obligación de creer en el pensamiento mágico de la curación por el ajuste inflexible. Hasta Draghi, el banquero europeo, es consciente de la miopía fundamentalista y habla de la necesidad de introducir crecimiento. Aunque lo haga con este extraordinario eufemismo: “La austeridad comienza a enviarnos el eco de sus efectos contradictorios”. Hasta los dominantes mercados se han dado cuenta y requieren políticas que devuelvan el crecimiento, sin el cual no hay negocio. Al final es una cuestión de sentido común: curémonos, no nos suicidemos.
Francisco G. Basterra, El País
El estado de necesidad que impera en Europa, agudizado en España por la hemorragia del paro y la desconfianza exterior en nuestros bancos y en nuestras cuentas —“Vuelve la gripe española”, pronostica el semanario Der Spiegel desde Berlín—, nos hace agarrarnos a un clavo ardiendo. Enarbolado por un hombre normal, difícil de detestar pero poco inclinado a hacer soñar; con aspecto de director de sucursal bancaria. Hombre de aparato, sin una gran biografía política, del que su mujer llegó a decir que la inacción era su principal virtud poniendo como ejemplo que ningún compatriota podría recordar qué ha hecho en los últimos 30 años. François Hollande tiene sin embargo una alta probabilidad de convertirse el 6 de mayo en presidente de Francia. Probablemente más por defecto del agitado Sarkozy que por sus méritos. Pero esta es una constante fija en todas las elecciones. Casi un presidente por accidente. El debate electoral en el país vecino se ha enredado más en la crisis de identidad de Francia, en un ejercicio de ombliguismo de campanario, la Francia fuerte de Sarkozy y la derecha frente a la Francia tranquila y el cambio sin riesgo de los socialistas, que en la suerte de Europa.
La idea de que ninguno de los considerados poderosos, sean Alemania, Francia o Reino Unido, son nada en el siglo XXI sin sumar en una Europa grande no ha calado aún en los cerebros políticos. Trabajan a contracorriente, favoreciendo lo intergubernamental y renacionalizando las políticas, diluyendo la masa crítica de una Europa de 500 millones de habitantes en un mundo que sufre unos cambios revolucionarios. Hollande ha tenido la habilidad, temeridad para algunos, de sugerir que el pacto fiscal de rigor mortis que mantiene congelada a Europa, por dictado de la poderosa Alemania, será renegociado si llega a la presidencia para añadirle estímulos al crecimiento. Sin aspavientos, abre la posibilidad de hacer saltar la ecuación 3/2013, el compromiso, inalcanzable sin destrozos sociales, de llegar a un déficit presupuestario del 3% del PIB en los países de la eurozona antes de la medianoche del 31 de diciembre del año próximo. El mayor reto sufrido por frau Merkel, la canciller de hierro, que ordenó la austeridad inflexible, caiga quien caiga, a cambio de ayudar a los débiles sureños incapaces de cuadrar sus cuentas. Ocurre sin embargo que la crisis que se creía controlada ha metastizado en el mismo corazón de la virtuosa Europa del norte, que no vive por encima de sus posibilidades, haciendo sangre en la estable Holanda, socio clave en el núcleo duro europeo, con la caída del Gobierno de coalición del liberal Mark Rutte, incapaz de hacer aceptar un presupuesto de recortes. Si los holandeses, con nota de triple A, no aceptan la medicina del 3%, por qué deben hacerlo los españoles, italianos, griegos o portugueses.
Las cigarras también lloran al igual que las perezosas hormigas meridionales. Grecia podría seguir el rumbo de Holanda tras las elecciones del 6 de mayo. Como dice el diario ateniense Ta Nea, “la moneda no puede definir el destino de un país, es el país el que define el destino de la moneda”. Al tiempo conocemos la entrada en recesión de la isla británica, a pesar de la dureza del ajuste aplicado por el Gobierno conservador liberal. Los Gobiernos que han aplicado la ortodoxia del traje único del sastre alemán van cayendo uno tras otro, como los 10 negritos de Agatha Christie; desde Grecia a Dinamarca pasando por Italia, ya van nueve; los Gobiernos técnicos tienen sus días contados y el profesor Monti se suma al bloque de los que piden políticas de crecimiento.
La última negrita resiste en Berlín insistiendo en la intangibilidad de la austeridad y lo hará mientras no peligre su mayoría electoral, que, de momento, también es social. Pero siete países europeos ya en recesión amenazan la economía alemana, que vive de sus exportaciones. Merkel se está quedando sin socios, los ciudadanos rechazan el modelo alemán, el cinturón europeo ha llegado al límite de estrechamiento; por encima de la política, crece la percepción de la inmoralidad de la situación por la falta de equidad en el reparto de las cargas de la crisis; prende la irritación por la ausencia de explicaciones y la obligación de creer en el pensamiento mágico de la curación por el ajuste inflexible. Hasta Draghi, el banquero europeo, es consciente de la miopía fundamentalista y habla de la necesidad de introducir crecimiento. Aunque lo haga con este extraordinario eufemismo: “La austeridad comienza a enviarnos el eco de sus efectos contradictorios”. Hasta los dominantes mercados se han dado cuenta y requieren políticas que devuelvan el crecimiento, sin el cual no hay negocio. Al final es una cuestión de sentido común: curémonos, no nos suicidemos.