La crisis cercena vidas en Italia
Cada día un pequeño empresario y un trabajador se quitan la vida agobiados por las deudas y la falta de expectativa para superar las dificultades
Roma, El País
Si hay una palabra prohibida, esa es suicidio. Mucho más para las sociedades —como la italiana, como la española— que desde siglos han vivido a la sombra ética y estética de la religión. A pesar de que a los suicidas siempre se les negó un lugar en el cielo, en el camposanto y en los periódicos, los italianos se están quitando la vida por motivos económicos. A un ritmo de dos al día. Un pequeño empresario y un trabajador se sienten empujados diariamente a las vías del tren o a la horca por la desesperación que les provoca la crisis. No se llega todavía al récord espantoso de los griegos —1.725 suicidios en los dos últimos años—, pero la progresión es tan alarmante que hasta el primer ministro Mario Monti, tan católico, nombró al diablo por su nombre. “Todos los días luchamos para evitar caer en el dramático precipicio de Grecia, con tantos empleos perdidos y tantos suicidios”, dijo. No hablaba, por una vez, de la dichosa prima de riesgo o del déficit de las cuentas públicas. Hablaba por fin del coste humano. De Vicenzo, de 28 años, o de Roberto, de 62, que se ahorcaron agobiados por las deudas. O de Mario, de 59, que huyó de la crisis pegándose un tiro en el pecho.
La situación es tan dramática que, la noche del pasado miércoles, pequeños empresarios y trabajadores acudieron con velas al Panteón para exigir en silencio: “No más suicidios”. Unas horas antes, el propio Monti había admitido públicamente que la crisis está imponiendo “un precio altísimo a las familias, a los jóvenes, a los trabajadores… A veces con experiencias que se cierran en la desesperación”. En los últimos meses, raro es el día que los periódicos italianos no traen la noticia de un pequeño empresario que se arroja a las vías del tren, de un trabajador autónomo o de un desempleado que se ahorcan agobiados por las deudas y la falta de salida. Según Giuseppe Bortolussi, secretario general de Cgia di Mestre, una asociación de artesanos y pequeñas empresas, “para muchos de los que optan por quitarse la vida, el suicidio es un gesto de rebelión contra un sistema sordo e insensible que no acierta a entender la gravedad de la situación. Es un verdadero grito de alarma lanzado por quien ya no puede más”.
Hay un dato que a Bortolussi se le antoja dramáticamente representativo. De los 23 suicidios de pequeños empresarios registrados desde principios de 2012, el 40% pertenece al Veneto, la región del noreste de Italia que siempre ha sido un motor de desarrollo económico basado en la pequeña y mediana empresa. Los llamados “suicidios económicos” están provocados por un cóctel fatal formado por los rezagos de la vieja Italia y la nueva crisis global. “La lentitud de la burocracia, la dificultad para tratar con bancos y administraciones”, según se puso de manifiesto a la vera del Panteón, “se unen ahora a empresas endeudadas, pagos que se retrasan y jamás llegan… El pequeño empresario se ve abocado a despedir a personas con las que ha trabajado toda la vida, a verdaderos amigos, incluso a familiares… Intenta aguantar hasta que un día ya no puede resistirlo y…” Todo parece indicar que la situación seguirá agravándose. De ahí que al menos cinco asociaciones —desde Cáritas a organizaciones empresariales— ya hayan puesto en marcha servicios de ayuda psicológica a emprendedores y trabajadores en apuros. La más representativa, la que solo con el título lo dice todo, se creó el pasado lunes en Vigonza, en la provincia de Padua, a 25 kilómetros al oeste de Venecia. Su nombre: “Asociación de familiares de empresarios suicidados”.
El horizonte es muy oscuro. Sobre la mesa se van agolpando informes, el uno más pesimista que el otro. En los últimos tres meses, 146.000 empresas italianas echaron el cierre. Y el temporal no ha pasado. Según la asociación de comerciantes, 2012 será el peor año de la crisis y, según el Gobierno, hasta 2013 no se quebrará la tendencia. Desde el punto de vista del consumo, no se estaba tan mal desde los años de la posguerra. La mitad de las familias, dicho por el propio Monti, tienen problemas para salir adelante. Si en junio de 2011, el 28% de los italianos aún conseguía ahorrar algo al mes, ahora solo es un 9%. El 87% ya ha recortado en la cesta del supermercado y ya hay más de un millón y medio de familia abocadas a la caridad. No sería extraño, por tanto, que los datos de suicidios que arroja el último estudio de Eures —el portal europeo de la movilidad profesional— se llegaran a agravar: durante 2010 se suicidaron 362 desempleados y 336 empresarios o autónomos. Y eso que, entonces, ni la economía estaba tan mal ni existía todavía en Italia una nueva clase de desheredados, esos que aquí llaman esodati.
Vincenzo Sgroi es uno de ellos. Su caso ilustra muy bien la angustia de muchas familias. Es uno de los 500 prejubilados de La Posta, el servicio de correos que también actúa como caja de ahorros. Aceptó renunciar a la indemnización de 70.000 euros que le ayudaría a llegar hasta la jubilación a cambio de que uno de sus hijos tuviera la oportunidad de colocarse, fijo, en la empresa pública. Un sistema muy discutido por los sindicatos, que lo consideran medieval. En tanto, fueron llegando la crisis primero y el Gobierno de Monti después. Vincenzo se encontró con que el puesto fijo de su hijo es solo a tiempo parcial —15 días trabajando y 15 en casa— y que el sueldo no llega a los 700 euros. Pero lo más grave es que la reforma de las pensiones puesta en marcha por el nuevo Gobierno le ha alejado el horizonte de la jubilación. Cuando aceptó la prejubilación, solo le quedaba un año para jubilarse; ahora le quedan cuatro… Toda la impotencia se refleja en su rostro, en su pregunta: “¡¿Qué hago yo ahora?!”
Él y otros 65.000 prejubilados —350.000 según los sindicatos— creían que habían llegado por fin a la orilla de la tranquilidad y ahora se encuentran a tres o cuatro años de la costa, en aguas más frías y más profundas que nunca, sin fuerzas para aprender a nadar, con la vida arruinada. Todo el sufrimiento que se reúne en las ojeras de Vincenzo, toda la sensación de haber sido estafado, se convierte en un factor de riesgo. Es el grito de Italia contra la crisis. Un grito dramático. El disparo de una escopeta puesta del revés. El silbido de un tren que se acerca en medio de la noche…
Roma, El País
Si hay una palabra prohibida, esa es suicidio. Mucho más para las sociedades —como la italiana, como la española— que desde siglos han vivido a la sombra ética y estética de la religión. A pesar de que a los suicidas siempre se les negó un lugar en el cielo, en el camposanto y en los periódicos, los italianos se están quitando la vida por motivos económicos. A un ritmo de dos al día. Un pequeño empresario y un trabajador se sienten empujados diariamente a las vías del tren o a la horca por la desesperación que les provoca la crisis. No se llega todavía al récord espantoso de los griegos —1.725 suicidios en los dos últimos años—, pero la progresión es tan alarmante que hasta el primer ministro Mario Monti, tan católico, nombró al diablo por su nombre. “Todos los días luchamos para evitar caer en el dramático precipicio de Grecia, con tantos empleos perdidos y tantos suicidios”, dijo. No hablaba, por una vez, de la dichosa prima de riesgo o del déficit de las cuentas públicas. Hablaba por fin del coste humano. De Vicenzo, de 28 años, o de Roberto, de 62, que se ahorcaron agobiados por las deudas. O de Mario, de 59, que huyó de la crisis pegándose un tiro en el pecho.
La situación es tan dramática que, la noche del pasado miércoles, pequeños empresarios y trabajadores acudieron con velas al Panteón para exigir en silencio: “No más suicidios”. Unas horas antes, el propio Monti había admitido públicamente que la crisis está imponiendo “un precio altísimo a las familias, a los jóvenes, a los trabajadores… A veces con experiencias que se cierran en la desesperación”. En los últimos meses, raro es el día que los periódicos italianos no traen la noticia de un pequeño empresario que se arroja a las vías del tren, de un trabajador autónomo o de un desempleado que se ahorcan agobiados por las deudas y la falta de salida. Según Giuseppe Bortolussi, secretario general de Cgia di Mestre, una asociación de artesanos y pequeñas empresas, “para muchos de los que optan por quitarse la vida, el suicidio es un gesto de rebelión contra un sistema sordo e insensible que no acierta a entender la gravedad de la situación. Es un verdadero grito de alarma lanzado por quien ya no puede más”.
Hay un dato que a Bortolussi se le antoja dramáticamente representativo. De los 23 suicidios de pequeños empresarios registrados desde principios de 2012, el 40% pertenece al Veneto, la región del noreste de Italia que siempre ha sido un motor de desarrollo económico basado en la pequeña y mediana empresa. Los llamados “suicidios económicos” están provocados por un cóctel fatal formado por los rezagos de la vieja Italia y la nueva crisis global. “La lentitud de la burocracia, la dificultad para tratar con bancos y administraciones”, según se puso de manifiesto a la vera del Panteón, “se unen ahora a empresas endeudadas, pagos que se retrasan y jamás llegan… El pequeño empresario se ve abocado a despedir a personas con las que ha trabajado toda la vida, a verdaderos amigos, incluso a familiares… Intenta aguantar hasta que un día ya no puede resistirlo y…” Todo parece indicar que la situación seguirá agravándose. De ahí que al menos cinco asociaciones —desde Cáritas a organizaciones empresariales— ya hayan puesto en marcha servicios de ayuda psicológica a emprendedores y trabajadores en apuros. La más representativa, la que solo con el título lo dice todo, se creó el pasado lunes en Vigonza, en la provincia de Padua, a 25 kilómetros al oeste de Venecia. Su nombre: “Asociación de familiares de empresarios suicidados”.
El horizonte es muy oscuro. Sobre la mesa se van agolpando informes, el uno más pesimista que el otro. En los últimos tres meses, 146.000 empresas italianas echaron el cierre. Y el temporal no ha pasado. Según la asociación de comerciantes, 2012 será el peor año de la crisis y, según el Gobierno, hasta 2013 no se quebrará la tendencia. Desde el punto de vista del consumo, no se estaba tan mal desde los años de la posguerra. La mitad de las familias, dicho por el propio Monti, tienen problemas para salir adelante. Si en junio de 2011, el 28% de los italianos aún conseguía ahorrar algo al mes, ahora solo es un 9%. El 87% ya ha recortado en la cesta del supermercado y ya hay más de un millón y medio de familia abocadas a la caridad. No sería extraño, por tanto, que los datos de suicidios que arroja el último estudio de Eures —el portal europeo de la movilidad profesional— se llegaran a agravar: durante 2010 se suicidaron 362 desempleados y 336 empresarios o autónomos. Y eso que, entonces, ni la economía estaba tan mal ni existía todavía en Italia una nueva clase de desheredados, esos que aquí llaman esodati.
Vincenzo Sgroi es uno de ellos. Su caso ilustra muy bien la angustia de muchas familias. Es uno de los 500 prejubilados de La Posta, el servicio de correos que también actúa como caja de ahorros. Aceptó renunciar a la indemnización de 70.000 euros que le ayudaría a llegar hasta la jubilación a cambio de que uno de sus hijos tuviera la oportunidad de colocarse, fijo, en la empresa pública. Un sistema muy discutido por los sindicatos, que lo consideran medieval. En tanto, fueron llegando la crisis primero y el Gobierno de Monti después. Vincenzo se encontró con que el puesto fijo de su hijo es solo a tiempo parcial —15 días trabajando y 15 en casa— y que el sueldo no llega a los 700 euros. Pero lo más grave es que la reforma de las pensiones puesta en marcha por el nuevo Gobierno le ha alejado el horizonte de la jubilación. Cuando aceptó la prejubilación, solo le quedaba un año para jubilarse; ahora le quedan cuatro… Toda la impotencia se refleja en su rostro, en su pregunta: “¡¿Qué hago yo ahora?!”
Él y otros 65.000 prejubilados —350.000 según los sindicatos— creían que habían llegado por fin a la orilla de la tranquilidad y ahora se encuentran a tres o cuatro años de la costa, en aguas más frías y más profundas que nunca, sin fuerzas para aprender a nadar, con la vida arruinada. Todo el sufrimiento que se reúne en las ojeras de Vincenzo, toda la sensación de haber sido estafado, se convierte en un factor de riesgo. Es el grito de Italia contra la crisis. Un grito dramático. El disparo de una escopeta puesta del revés. El silbido de un tren que se acerca en medio de la noche…