Aquellos embajadores muertos
Manfredo Kempff
La súbita muerte de mi buen amigo Salvador Romero que nos ha desolado a todos y la no menos inesperada partida del querido Marco Antonio Vidaurre, sumada a la larga agonía y fallecimiento de mi tío el poeta Hernando García Vespa, así como la muerte de Osvaldo Monasterio, mi joven jefe en el Madrid en los lejanos albores de los 70´, me han hecho pensar que los años no han pasado en vano y han venido a mi memoria los embajadores que conocí a lo largo de mi carrera y que ya partieron para siempre. Naturalmente que hoy recuerdo a quienes fueron mis jefes, a mis amigos, y a mis parientes. Sería una tarea imposible tratar de incluir a todos los embajadores difuntos de las últimas cuatro décadas.
Durante mis primeros años en la Cancillería no moría nadie. “Los embajadores son inmortales”, pensaba yo cuando aspiraba a convertirme en un Metternich. El Salón de Honor de la Cancillería -donde se vela a los finados- rara vez estaba con féretros y coronas y más bien era lugar de actos oficiales, de recepciones, y también de reuniones festivas en homenaje a los funcionarios que cumplían años. Era un lugar solemne donde por entonces no se entraba en ojotas sino con traje y corbata.
Pero un día me enteré del fallecimiento inesperado del embajador Franz Rück Uriburu, a quien conocí no porque hubiera sido mi jefe sino por la amistad que tenía con mi padre. Y por esa época, cayó pilotando una avioneta mi jefe en el Protocolo, don Jorge Diez de Medina. Luego, dejando de lado el orden cronológico, recuerdo que falleció mi tío José Saavedra Suárez el más estupendo y generoso de los amigos. Entonces me di cuenta de que los embajadores eran mortales nomás.
Designado jovencísimo embajador en la UNESCO, aunque sin haber asumido su cargo en París por el hundimiento de la Junta de Ballivián, mi propio padre había muerto en 1974 dejándonos agobiados. Y así falleció, mucho después, el embajador en la ONU Mario R. Gutiérrez, político de fuste, varón de mente lúcida y verbo fecundo. Y luego nada menos que nuestro elocuente representante ante la OEA cuando la resolución de 1979, Gonzalo Romero. Y don Alberto Crespo Gutiérrez, señor de señores, Canciller en mis primeros años de servicio. Fueron a encontrarse con sus personajes en el Parnaso los grandes novelistas y poetas Oscar Cerruto, Alfredo Flores y Raúl Botelho Gosálvez, llenos de talento y de anécdotas.
Y cómo no los embajadores César Lafaye, Ernesto Ruiz “El Egipcio”, mi entrañable Víctor “Chicho” Torres, Julio Zabala “El Martillo”, Reynaldo “Bebé” del Carpio, Alvarito Cariaga, y Carlos Costa du Rels. Pero mi jefe entre aquel grupo, quien me mandaba a hacer oficios que no me encantaban precisamente, fue el severo pero señorial director del Ceremonial del Estado, Roberto Pacheco Hertzog.
¿Y qué decir de quien era el subsecretario de RREE a mi ingreso en la Cancillería, don Wálter Montenegro, que nos desasnó a tantos y nos enseñó sobre las “oportunidades perdidas”? ¿Y el brillante historiador, embajador en Londres, don Roberto Querejazu Calvo? ¿Y del maestro en diplomacia, erudito en todo sentido, que era don Gustavo Medeiros Querejazu? ¿Y el otro historiador, charlista espléndido, embajador en Quito, don Alberto Crespo Rodas? ¿Y el polémico e inteligente, también hombre de historia, José Luis Roca? ¿Y aquel periodista serio y noble, don Guillermo Céspedes Rivera? ¿Y don Jorge Escobari Cusicanqui, ariete insobornable de nuestra causa marítima?
Don Guillermo Gutiérrez V.M., periodista e industrial, patriota a carta cabal, es alguien imposible de olvidar entre los embajadores con quienes mantuve poca relación de trabajo aunque mucho afecto. Tal como sucedió con el querido camarada Adalberto Violand, que tuvo que sorber los salados sinsabores del final de Charaña. ¿Y qué de mi jefe en México Waldo Cerruto, lleno de ocurrencias y de picardía? Acápite especial para el fino, seductor y culto, además de encantador amigo, embajador Moisés Fuentes Ibáñez.
De mis años en Paraguay, cuando era un simple Primer Secretario sujeto a todos los caprichos, guardo recuerdos imborrables, con luces y sombras, de los embajadores Andrés Selich, Heberto Castedo Lladó y Gustavo “Sapo” Melgar. Fueron años duros, de aprendizaje, de muchas penurias, y de momentos gratificantes y amistosos también.
Por supuesto que no puedo olvidar a mis otros familiares fallecidos que pasaron por el Servicio. A mi cariñosísimo y encantador tío Rolando Kempff, ocasional embajador en Ecuador. Y a otros dos tíos que, además de jefes en varias misiones, de profesionales en materia diplomática, fueron vicecancilleres: el novelista Enrique Kempff Mercado, “Taura” de gran corazón, miembro de la Academia de la Lengua, que dio brillo a la literatura nacional y en particular a la narrativa cruceña. Y cómo no, mi otro tío, Marcelo Terceros Banzer, hombre exquisito, culto, amante de la vida y la familia, que partió dejándonos angustiados cuando menos lo esperábamos.
Algunos de los embajadores muertos, que fueron mis jefes o amigos, no constan, sin duda, en estas evocaciones melancólicas, pero los llevo con seguridad en lo más hondo de mis sentimientos.
La súbita muerte de mi buen amigo Salvador Romero que nos ha desolado a todos y la no menos inesperada partida del querido Marco Antonio Vidaurre, sumada a la larga agonía y fallecimiento de mi tío el poeta Hernando García Vespa, así como la muerte de Osvaldo Monasterio, mi joven jefe en el Madrid en los lejanos albores de los 70´, me han hecho pensar que los años no han pasado en vano y han venido a mi memoria los embajadores que conocí a lo largo de mi carrera y que ya partieron para siempre. Naturalmente que hoy recuerdo a quienes fueron mis jefes, a mis amigos, y a mis parientes. Sería una tarea imposible tratar de incluir a todos los embajadores difuntos de las últimas cuatro décadas.
Durante mis primeros años en la Cancillería no moría nadie. “Los embajadores son inmortales”, pensaba yo cuando aspiraba a convertirme en un Metternich. El Salón de Honor de la Cancillería -donde se vela a los finados- rara vez estaba con féretros y coronas y más bien era lugar de actos oficiales, de recepciones, y también de reuniones festivas en homenaje a los funcionarios que cumplían años. Era un lugar solemne donde por entonces no se entraba en ojotas sino con traje y corbata.
Pero un día me enteré del fallecimiento inesperado del embajador Franz Rück Uriburu, a quien conocí no porque hubiera sido mi jefe sino por la amistad que tenía con mi padre. Y por esa época, cayó pilotando una avioneta mi jefe en el Protocolo, don Jorge Diez de Medina. Luego, dejando de lado el orden cronológico, recuerdo que falleció mi tío José Saavedra Suárez el más estupendo y generoso de los amigos. Entonces me di cuenta de que los embajadores eran mortales nomás.
Designado jovencísimo embajador en la UNESCO, aunque sin haber asumido su cargo en París por el hundimiento de la Junta de Ballivián, mi propio padre había muerto en 1974 dejándonos agobiados. Y así falleció, mucho después, el embajador en la ONU Mario R. Gutiérrez, político de fuste, varón de mente lúcida y verbo fecundo. Y luego nada menos que nuestro elocuente representante ante la OEA cuando la resolución de 1979, Gonzalo Romero. Y don Alberto Crespo Gutiérrez, señor de señores, Canciller en mis primeros años de servicio. Fueron a encontrarse con sus personajes en el Parnaso los grandes novelistas y poetas Oscar Cerruto, Alfredo Flores y Raúl Botelho Gosálvez, llenos de talento y de anécdotas.
Y cómo no los embajadores César Lafaye, Ernesto Ruiz “El Egipcio”, mi entrañable Víctor “Chicho” Torres, Julio Zabala “El Martillo”, Reynaldo “Bebé” del Carpio, Alvarito Cariaga, y Carlos Costa du Rels. Pero mi jefe entre aquel grupo, quien me mandaba a hacer oficios que no me encantaban precisamente, fue el severo pero señorial director del Ceremonial del Estado, Roberto Pacheco Hertzog.
¿Y qué decir de quien era el subsecretario de RREE a mi ingreso en la Cancillería, don Wálter Montenegro, que nos desasnó a tantos y nos enseñó sobre las “oportunidades perdidas”? ¿Y el brillante historiador, embajador en Londres, don Roberto Querejazu Calvo? ¿Y del maestro en diplomacia, erudito en todo sentido, que era don Gustavo Medeiros Querejazu? ¿Y el otro historiador, charlista espléndido, embajador en Quito, don Alberto Crespo Rodas? ¿Y el polémico e inteligente, también hombre de historia, José Luis Roca? ¿Y aquel periodista serio y noble, don Guillermo Céspedes Rivera? ¿Y don Jorge Escobari Cusicanqui, ariete insobornable de nuestra causa marítima?
Don Guillermo Gutiérrez V.M., periodista e industrial, patriota a carta cabal, es alguien imposible de olvidar entre los embajadores con quienes mantuve poca relación de trabajo aunque mucho afecto. Tal como sucedió con el querido camarada Adalberto Violand, que tuvo que sorber los salados sinsabores del final de Charaña. ¿Y qué de mi jefe en México Waldo Cerruto, lleno de ocurrencias y de picardía? Acápite especial para el fino, seductor y culto, además de encantador amigo, embajador Moisés Fuentes Ibáñez.
De mis años en Paraguay, cuando era un simple Primer Secretario sujeto a todos los caprichos, guardo recuerdos imborrables, con luces y sombras, de los embajadores Andrés Selich, Heberto Castedo Lladó y Gustavo “Sapo” Melgar. Fueron años duros, de aprendizaje, de muchas penurias, y de momentos gratificantes y amistosos también.
Por supuesto que no puedo olvidar a mis otros familiares fallecidos que pasaron por el Servicio. A mi cariñosísimo y encantador tío Rolando Kempff, ocasional embajador en Ecuador. Y a otros dos tíos que, además de jefes en varias misiones, de profesionales en materia diplomática, fueron vicecancilleres: el novelista Enrique Kempff Mercado, “Taura” de gran corazón, miembro de la Academia de la Lengua, que dio brillo a la literatura nacional y en particular a la narrativa cruceña. Y cómo no, mi otro tío, Marcelo Terceros Banzer, hombre exquisito, culto, amante de la vida y la familia, que partió dejándonos angustiados cuando menos lo esperábamos.
Algunos de los embajadores muertos, que fueron mis jefes o amigos, no constan, sin duda, en estas evocaciones melancólicas, pero los llevo con seguridad en lo más hondo de mis sentimientos.