Nacional B boliviano: Wilstermann venció a Petrolero en épico desenlace

El cuadro rojo venció dramáticamente por 2-1, con anotación de Carlos Vargas en el minuto 95.



José Vladimir Nogales
Fue un final de novela. Lleno de suspenso, tensión, drama y con un infartante desenlace en la agonía de la batalla.
Herido de muerte y casi sin aliento, Wilstermann acertó su último disparo. Uno milagroso, apoteósico, electrizante. Un disparo que abruptamente cambió el ululante alarido de aficionados histéricos en un descomunal griterío de alivio y desahogo. El Capriles se sacudió eufórico, como abatido por una avasallante onda telúrica gestada en sus delirantes entrañas. De la nada, en lo más espeso de una insondable oscuridad futbolística, volvió la vida. Se multiplicaron los abrazos fraternos, los puños crispados buscaron el cielo como desafiantes lanzas de bravos guerreros medievales y las voces quedaron reducidas a escuálidos hilillos, después de soltar un caudaloso grito redentor que explotó en la cálida noche estival. La victoria (imperiosa por lo civil o lo criminal) se materializaba en la agonía, apelando a la épica, al empuje, a la hombría. Carlos Vargas fue el héroe. Su inconmensurable disparo (sin tiempo ni margen de error) alcanzó la eternidad. Y en días por venir (brumosos o diáfanos) quedará el eco de su gesta. Quedarán las voces roncas y delirantes que acompañaron su enloquecido festejo. Quedará grabado en el viento de noches taciturnas.

LA BATALLA

Nada hacía prever un final tan trepidante. Petrolero no resultó tan fiero ni tan demoledor como lo habían descrito. Exhibió orden y prolijidad para jugar la pelota, pero fue escasamente amenazante. Su estrategia, basada en el juego directo, no alcanzó para aspirar a algo más que a especular con el error ajeno (cruzar pelotazos a espaldas de la defensa). En realidad, Wilstermann fue el que fabricó sus propias dificultades. Sin Garzón en la alineación (excluido a última hora por una lesión), Chacior tuvo que modificar esquema y plan estratégico. Pasó del 3-4-1-2 previsto a un 4-4-2 asimétrico y escaso de fútbol. Sin conexión entre líneas, el cuadro local se atoraba con la pelota. No obstante, la presión ejercida rindió frutos a los 11 minutos, cuando, en confusa acción, Collantes mandó el balón a la red tras recoger un rebote de manos del golero Vaca.

Tras el gol, Wilstermann fue descomponiéndose. No sólo dividió el balón (con la inherente reducción de su productividad), también comenzó a desangrarse por el flanco de Taboada, donde se manifestaba la asimetría del esquema. Como Ítalo se corrió sobre el centro para ejercer de enganche (labor que no cumplió), el lateral quedó expuesto. Y aunque demoró en advertir aquella concesión táctica, Petrolero vertió sus ataques por ese andarivel, desbordando a Taboada con el 1-2 de Romero y Benítez. Mas, ninguna de sus cargas tuvo la fecundidad pretendida debido a fallos en la ejecución de la última maniobra.

Con el balón en su poder, Wilstermann no generaba juego. Con Ítalo ausente o excedido en lujos, le costaba coordinar. Tampoco bastaban los estériles despegues de Rodríguez, un jugador poco apto para progresar con pelota controlada. Por tanto, sin volantes capaces de manejar el esférico, la única manera de conectarse con los puntas (Collantes y Olmedo) era a través de estériles pelotazos a tierra hostíl. Y allá, bajo el imperio de la ley de la selva, sucumbieron ante la superioridad numérica y la escualidez del aprovisionamiento.

LA EPOPEYA

Para la segunda mitad, Chacior corrigió el defecto de diseño colocando a Gianakis Suárez en lugar de Ítalo, pero sin revertir la tendencia deficitaria de la producción. Y si bien reforzó el sangrante andarivel de Taboada, abrió un enorme boquete a espaldas de los atacantes y delante de los volantes centrales, ocasionando mayores dificultades en el tendido de las líneas de abastecimiento para los delanteros. Lógicamente, al no conseguir sostener el balón, lo dividió. Y al dividirlo, facilitó el crecimiento de un adversario que fue ganando metros, convencido de su capacidad para lastimar a un Wilstemann que, con el discurrir de los minutos, menguaba en producción y confianza.

Como tampoco conseguía activar su contragolpe (por imprecisión en las entregas, desaciertos en la toma de decisiones o exasperantes yerros de Collantes), Wilstermann se redujo a lo básico: repeler incursiones en su territorio, obviando operaciones a gran escala más allá de la divisoria. El asunto es que, en la protección de posiciones defensivas, actuó con exceso de fogosidad. A veces, el ímpetu mal aplicado se vuelve en contra. Y como se observaban deficiencias en el escalonamiento de las marcas (Christian Machado corre más de lo que recupera y Rojas se desplaza con mucha lentitud), no demoraron en florecer las infracciones. La sanción de una de ellas terminó en la red de Mauro Machado: Omar Morales capitalizó un rebote en medio de un remolino de jugadores que pululaban en el área. El estadio quedó mudo. Todo parecía derrumbarse. La victoria, el ascenso. Todo marchito. La ilusión mustia.

Si bien quedaba tiempo para intentar restituir la ventaja perdida, Wilstermann carecía de recursos futbolísticos para gestar la hazaña. No tenía nada. Apenas ofrecía un proceder tan denso y pastoso que sólo le conducía a chocar, incrementando las fricciones, todas con carácter punitivo para la obtusa valoración del juez. El fútbol se tornó vertical, haciendo del centro del campo una zona de tránsito, sin elaboración. Esa vorágine llevó el trámite al frenetismo y de él sólo podían extraerse sustancia negativa: Gianakis Suárez fue expulsado (junto con Edil Carrión, por agresión), reduciendo a la más abyecta nada las facultades creativas de un cuadro terriblemente esmirriado. La amputación acentuó la excitación. De fútbol no hubo ni rastros. Todo fue empuje, pelotazos, ímpetu, forcejeo. Una batalla al cabo.

Para los minutos finales, la ampulosa beligerancia de la visita y los excesos teatrales de su golero se saldaron con dos expulsiones (Benítez -por golpear a Taboada- y Vaca -por pérdida deliberada de tiempo y fingir una lesión-) que cambiaron dramáticamente el signo del partido. Wilstermann se lanzó en una ofensiva tan feroz como ciega, buscando aprovechar la intrínseca vulnerabilidad de un golero improvisado. Pero, aún tirándole con todo, con variada munición, la muralla seguía en pie. Flácida, tambaleante, pero aún resistía. Con orgullo troyano, con el estoicismo de Constantinopla ante la furia de los cañones turcos. Se agotaba el tiempo. La titánica embestida de los rojos parecía frustrarse en la insuficiencia de su puntería o ante las perturbadoras convulsiones de ansiedad.

Cuando todo moría, Carlos Vargas irrumpió a espaldas de todos y de cara al golero. Bajó el balón y gatilló. El estadio se paralizó. El balón, impulsado por su botín derecho, voló limpio, sin mácula. La noche se quebró. Hubo un gran estruendo.

Wilstermann: Mauro Machado, Nícoll Taboada, Ronald Arana, Marcelo Carballo, Diego Bengolea, De Souza (Suárez), Paz (C. Machado), Richard Rojas, Francisco Rodríguez, Pablo Olmedo, Collantes (Vargas).

Petrolero: Daniel Vaca, Daniel Correa, Omar Morales, Jorge Benitez, Jesús Romero, Campos (J. Romero), Leonardo Herrera, Edil Carrión, Roca (Miranda), Rodrigo Bottaro, Palavicini (Trujillo).

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