La experiencia chavista
El líder ha fracasado, o ni siquiera se lo ha propuesto, en institucionalizar lo que llama revolución bolivariana
Miguel Ángel Bastenier
Hay fundados motivos para, en unos casos, temer y, en otros, desear que el resultado de las elecciones presidenciales del próximo 7 de octubre en Venezuela influya directamente sobre la experiencia chavista. Hugo Chávez, inventor en los últimos 12 años de la refundación-revolución en el país, está, como ya se sospechaba pero no quería reconocer, enfermo de gravedad. No es el primer caso en la historia. El presidente de la V República francesa, Georges Pompidou, sucesor del general De Gaulle, visiblemente inflado de cortisona en sus últimos meses de mandato, nunca llegó a hacer público lo que todo el mundo adivinaba.
El presidente venezolano ha insistido repetidamente, desde que fue operado en junio pasado en La Habana de un cáncer en la pelvis, en que su recuperación había sido total. Pocos días antes de que admitiera la semana pasada que el mal se había reproducido, y que debía ser operado de nuevo en Cuba, uno de los que más suenan como eventual sucesor, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, todavía decía con afectado sarcasmo que la oposición se llevaría un chasco morrocotudo sobre el estado de salud del presidente. Pero el chasco debió llevárselo él cuando su jefe habló. Lección recurrente: Hugo Chávez es tan suyo como gobernante, que ni a sus más próximos les había contado cómo iban las cosas. Más aún, la convalecencia debería apartarle durante semanas de una gobernación activa, tanto si permanece en la capital cubana como si regresa a Caracas, y no por ello ha delegado poderes en su vicepresidente Elías Jaua.
Los nombramientos de los últimos meses apuntan, sin embargo, a lo que podría ser un conato de plan sucesorio. En noviembre de 2010 Chávez eligió al general Henry de Jesús Rangel Silva como comandante en jefe del Ejército, militar de la línea ultrachavista, que a su designación ya advirtió que la milicia no aceptaría un cambio de rumbo como consecuencia de las elecciones, y que estuvo con Chávez en el fallido golpe de Estado de 4 de febrero de 1992. Al igual que Rangel, los generales Hugo Carvajal, jefe de la Inteligencia militar; Manuel Bernal, jefe de la guardia presidencial, y Jesús Suárez, de la 42 brigada paracaidista, todos ellos recientemente designados, participaron, como el propio Cabello, en la intentona golpista. Entre los últimos nombramientos de peso, solo el del general Clíver Alcalá, hoy jefe de la IV División, la mejor dotada de las fuerzas armadas con novísimo material ruso, no pertenece al círculo del 92. Si hay sucesión, el Chavismo Dos o poschavismo, en caso de que el oficialismo gane las elecciones, vestirá de uniforme.
Chávez ha fracasado, o ni siquiera se lo ha propuesto, en institucionalizar la llamada revolución bolivariana. El chavismo está concebido como una religión política, al igual que el marxismo-leninismo en la URSS y en la Cuba castrista. Y para institucionalizarse, aparte de tener un sucesor reconocible, el chavismo habría tenido que sistematizar la fe, organizar el mito que tiene como primera deidad al libertador Simón Bolívar, y tratar de racionalizar políticamente un misterio, el socialismo del siglo XXI, que hoy sigue siendo tan solo un nombre. Como dice el brillante biógrafo del líder, Alberto Barrera: “Chávez es la emoción a través de la cual el pueblo conecta con el poder”. ¿Pero qué hay tras ese vínculo con matices de encantamiento?
Por el momento, un cesarismo social, un estatalismo autoritario, que se define por la existencia del líder-caudillo, poseedor del carisma popular que le permita interpretar, como lo ha hecho, su propia Constitución con la flexibilidad necesaria para favorecer su triunfo en las urnas, pero que, sin embargo, no ha llevado el proyecto bolivariano hasta sus últimas consecuencias: la dictadura. Ese sistema híbrido, del que el líder intelectual de la oposición, Teodoro Petkoff dijo a EL PAÍS que se encaminaba a “un totalitarismo light” —tan híbrido como esa misma contradicción en los términos— es difícilmente institucionalizable, porque, si no cierra la vía al poder de otras fuerzas, no puede garantizarse su propia sucesión.
En sus copiosas, pero seguramente desordenadas lecturas, se ignora si el presidente habrá parado mientes en las palabras de Maquiavelo: “No es salvación de una república contar con un príncipe que gobierna con prudencia —de lo que jamás cabría acusar a Chávez—, sino con uno que la regle en modo tal que, aun cuando falte, quede preservada”. Cuesta por ello imaginar un chavismo sin Chávez.
Miguel Ángel Bastenier
Hay fundados motivos para, en unos casos, temer y, en otros, desear que el resultado de las elecciones presidenciales del próximo 7 de octubre en Venezuela influya directamente sobre la experiencia chavista. Hugo Chávez, inventor en los últimos 12 años de la refundación-revolución en el país, está, como ya se sospechaba pero no quería reconocer, enfermo de gravedad. No es el primer caso en la historia. El presidente de la V República francesa, Georges Pompidou, sucesor del general De Gaulle, visiblemente inflado de cortisona en sus últimos meses de mandato, nunca llegó a hacer público lo que todo el mundo adivinaba.
El presidente venezolano ha insistido repetidamente, desde que fue operado en junio pasado en La Habana de un cáncer en la pelvis, en que su recuperación había sido total. Pocos días antes de que admitiera la semana pasada que el mal se había reproducido, y que debía ser operado de nuevo en Cuba, uno de los que más suenan como eventual sucesor, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, todavía decía con afectado sarcasmo que la oposición se llevaría un chasco morrocotudo sobre el estado de salud del presidente. Pero el chasco debió llevárselo él cuando su jefe habló. Lección recurrente: Hugo Chávez es tan suyo como gobernante, que ni a sus más próximos les había contado cómo iban las cosas. Más aún, la convalecencia debería apartarle durante semanas de una gobernación activa, tanto si permanece en la capital cubana como si regresa a Caracas, y no por ello ha delegado poderes en su vicepresidente Elías Jaua.
Los nombramientos de los últimos meses apuntan, sin embargo, a lo que podría ser un conato de plan sucesorio. En noviembre de 2010 Chávez eligió al general Henry de Jesús Rangel Silva como comandante en jefe del Ejército, militar de la línea ultrachavista, que a su designación ya advirtió que la milicia no aceptaría un cambio de rumbo como consecuencia de las elecciones, y que estuvo con Chávez en el fallido golpe de Estado de 4 de febrero de 1992. Al igual que Rangel, los generales Hugo Carvajal, jefe de la Inteligencia militar; Manuel Bernal, jefe de la guardia presidencial, y Jesús Suárez, de la 42 brigada paracaidista, todos ellos recientemente designados, participaron, como el propio Cabello, en la intentona golpista. Entre los últimos nombramientos de peso, solo el del general Clíver Alcalá, hoy jefe de la IV División, la mejor dotada de las fuerzas armadas con novísimo material ruso, no pertenece al círculo del 92. Si hay sucesión, el Chavismo Dos o poschavismo, en caso de que el oficialismo gane las elecciones, vestirá de uniforme.
Chávez ha fracasado, o ni siquiera se lo ha propuesto, en institucionalizar la llamada revolución bolivariana. El chavismo está concebido como una religión política, al igual que el marxismo-leninismo en la URSS y en la Cuba castrista. Y para institucionalizarse, aparte de tener un sucesor reconocible, el chavismo habría tenido que sistematizar la fe, organizar el mito que tiene como primera deidad al libertador Simón Bolívar, y tratar de racionalizar políticamente un misterio, el socialismo del siglo XXI, que hoy sigue siendo tan solo un nombre. Como dice el brillante biógrafo del líder, Alberto Barrera: “Chávez es la emoción a través de la cual el pueblo conecta con el poder”. ¿Pero qué hay tras ese vínculo con matices de encantamiento?
Por el momento, un cesarismo social, un estatalismo autoritario, que se define por la existencia del líder-caudillo, poseedor del carisma popular que le permita interpretar, como lo ha hecho, su propia Constitución con la flexibilidad necesaria para favorecer su triunfo en las urnas, pero que, sin embargo, no ha llevado el proyecto bolivariano hasta sus últimas consecuencias: la dictadura. Ese sistema híbrido, del que el líder intelectual de la oposición, Teodoro Petkoff dijo a EL PAÍS que se encaminaba a “un totalitarismo light” —tan híbrido como esa misma contradicción en los términos— es difícilmente institucionalizable, porque, si no cierra la vía al poder de otras fuerzas, no puede garantizarse su propia sucesión.
En sus copiosas, pero seguramente desordenadas lecturas, se ignora si el presidente habrá parado mientes en las palabras de Maquiavelo: “No es salvación de una república contar con un príncipe que gobierna con prudencia —de lo que jamás cabría acusar a Chávez—, sino con uno que la regle en modo tal que, aun cuando falte, quede preservada”. Cuesta por ello imaginar un chavismo sin Chávez.