ANALISIS: Wilstermann dio una patética imagen ante Vaca diez


José Vladimir Nogales
Estaba enrarecido el Capriles. Los pandinos se habían adueñado del centro de la escena. Taborga, arrodillado, besaba el césped, mientras sus compañeros se abrazaban, saltaban festejaban serenamente el empate (0-0). Sabían que estaban revolucionando la lógica del tramo final de la fase clasificatoria del Nacional B y que se llevaban un premio enorme, inesperado, que tiene como condimento el estímulo para el futuro.
Había otra imagen, que pasaba casi inadvertida. La de un grupo de jugadores vestidos de rojo que se concentró en el círculo central, que levantó tibiamente los brazos y que se fue entre murmullos, unos tibios silbidos y bajo un significativo manto de preocupación.

Hay una tentación reiterada: la de leer el partido a través del resultado. Y a partir de allí, repartir premios y castigos. Las últimas imágenes, las que quedan más grabadas, fueron tan desteñidas para el equipo de Chacior, que dejó la misma sensación de desencuentro y hasta de desencanto que se ha vivido a lo largo del proceso clasificatorio, más allá de asegurarse el pasaporte a la fase final. Vaca Diez (el conjunto más pobre del grupo y del torneo) parecía revivir el fantasma del descenso, pero en otra versión, la frustrante versión del ascenso postergado. Y el romance entre el equipo y la gente volvió a diluirse. La decepción tiene ese efecto. Es altamente corrosiva.

PARTIDO

Entre la tibieza de la media hora inicial y la falta de contundencia y de reacción para resolver el atasco propuesto por la visita (en realidad, Wilstermann nunca tuvo intensidad en su juego) estuvo encerrada la peor versión del equipo de Chacior.
En el arranque, porque no podía alterar con juego (falto de elaboración y gestión creativa) las dos obstructivas líneas de cuatro que le armaban los pandinos y porque tenían todas las salidas tapadas y se veía obligado a iniciar el circuito a través de Paz o Rojas, quienes empezaron a cruzar pelotazos sin destino. No había velocidad, limpieza en la distruibución, ni explosión en ataque.

Vaca Diez era un cepo ambulante. Un pacman compiernas en la mitad de la cancha y ningún registro de ambición ofensiva.

Wilstermann (que transmutó el rígido y restrictivo 3-4-1-2 en un híbrido y disfuncional 4-4-2, llevando a Gianakis Suárez como volante derecho e improvisando a Carballo de lateral) apostaba a la generación de juego que podía ofrecer el brasileño Ítalo de Souza, pero sus apariciones eran muy fugaces y, para colmo, Olmedo tuvo una tarde a contramano de todo. A tal punto que salió a buscar la pelota lejos del área, para disimular las infecciosas imperfecciones del suministro.

Gianakis Suárez y Francisco Rodríguez, por ambos costados, también estaban sujetos a los vaivenes del equipo, atacando por oleadas, en soledad, sin respaldo ni acompañamiento y sin el caudal técnico requerido para la demarcación. Cosecuencia: clausura (o sub-utilización) de las vitales vías de desatasco, excesiva e inocua horizontalidad y exasperante (como banal) toque retrógrada (Collantes solo aparecía para devolver el balón, descargándolo siempre hacia atrás). Por tanto, obligado a ganar, Wilstermann no supo cómo hacerlo. Y si no logró resolver ese obstáculo contra rivales grandes, medianos o chicos, el problema es propio. Es difícil atacar cuando los que encabezan el juego tienen vocación para defender (Carballo, Paz, Rojas). Si no les sale, su culpa es relativa. En medio de esa confusión, en la que los defensores sobraban para sacar la pelota y nadie podía llevarla, la hipotética goleada de Wilstermann chocó contra la incapacidad colectiva para generar fútbol. Ante tanta impericia, el cero calzaba perfectamente a un soporífero partido.

GATO ENCERRADO

Frágil y manso, falto de estructura y de funcionamiento, sin juego ni futbolistas, no encuentra Wilstermann remedio a su ansiedad, mucho menos elementos para cimentar confianza en el futuro (léase ascenso). El proceder de Chacior (inestable, caprichoso, confundido) es el primer síntoma de que las cosas van camino de algo peor. A cada partido que se le presenta echa una palada de tierra sobre el anterior. Nada sirve, todo es desechable. Y, en ese brumoso contexto, la búsqueda de una línea de juego -de un funcionamiento medianamente confiable- exhibe enormes contradicciones conceptuales. El técnico hablaba, al volver del receso, de un proyecto de juego, de soluciones tácticas que habrían de fortalecer los degradados vértices del conglomerado anterior, del que fueron extirpados Godoy, Sánchez, Melgar y otros de más bajo relieve. Muchos de los fichajes fueron presentados como pieza angular de una renovada manera de jugar que nada tiene que ver con la alineación de Carballo como lateral derecho, de Gianakis Suárez como lateral-volante, el tándem Paz-Rojas en el dobnle pivote o el fichaje de Carlos Vargas, un punta tan irrelevante como los que se fueron. El problema mayúsculo de Wilstermann es que no ha sabido distinguir entre los futbolistas que más le convienen o, cuanto menos, los que no le sirven. La mayoría de los nuevos fichajes aparecen ya tan sospechosos como los viejos y pocos dudan que Ítalo enfilará la misma puerta que Godoy.

Chacior no es, en cualquier caso, ajeno a la degradación de Wilstermann, porque su obsesión por un dispositivo táctico (el 3-4-1-2 que restringe dramáticamente las posibilidades ofensivas) parece estar ligada, indisolublemente, a la imperativa inclusión de Carballo. La alineación que presentó ante Vaca Diez resultó un despropósito en toda regla. El justificativo de la "intocable" titularidad del veterano zaguero (que volvió a jugar en el crepúsculo del anonimato jubilatorio) seguramente descansa sobre los incontrastables beneficios de la experiencia y sobre los saludables índices de eficiencia que el oficio brinda. Todo rebatible. La experiencia no le impidió un par de tontas expulsiones (o andar al filo de ellas), ni el oficio se traduce en una reclamada seguridad, fundamentalmente cuando existe un evidente déficit en la respuesta física. Y si Chacior apela a esa presunta idoneidad, cuesta entender por qué lo emplazó sobre la banda, donde queda más expuesto y nada ofrece ofensivamente. ¿Insubordinación? ¿Falta de autoridad? ¿Compadrerío? Difícil saberlo. Lo que sí queda claro es que por diseñar una defensa de tres componentes, Wilstermann se restringe arriba, quitándole compañía al flemático Ítalo, sobrecargando la tarea de los laterales y minimizando la calificación del suministro a los puntas.

COMPLEMENTO


Cuando para la segunda mitad se imponían drásticas soluciones, Chacior ejecutó una variante sin sustancia: quitó a Paz y dio entrada a Christian Machado. La similitud de características no alteró la ecuación, el nivel de elaboración conservó su sequedad y la batalla continuó tan horrenda como en la primera parte, tanto que puso a prueba nuestra generosa afición y entrega a la causa. Tardes así, uno se siente culpable y empieza a calcular todo lo que pudo hacer con su vida de no haber dedicado tanto al fútbol: mujeres, maestrías, bohemia, aventuras, viajes.

En los últimos 45 minutos, ni existió Vaca Diez (colgado del travesaño, empeñado en congelar aquél consagratorio cero) ni existió Wilstermann, aunque por momentos se disimuló un poco el tiempo que Ítalo intentó jugar, que nunca es mucho. Este brasileño (dueño de una exquisita técnica) es de esos tipos que se pasa la vida buscando un psicólogo y por el camino vuelve locos a unos cuantos. Da la impresión de que se aburre, cosa que no sería extraña, pues hubo y habrá muchos futbolistas que no les gusta jugar al fútbol. Parece ser uno de esos jugadores de pelota, más interesado en sus malabares que en producir algo colectivamente fructífero.

Los jugadores pandinos se aplicaron en exceso en seguir el mezquino esquema de su entrenador y, por momentos, parecieron de plomo, de futbolín. Apenas abandonaban su parcela, obsesionados en proteger su área, donde aglutinaban hasta a cuatro zagueros, disciplinadamente escalonados. Pero también tuvieron de lo otro, del fútbol sucio. Demoraron cuanto pudieron y todo lo que se les permitió, padecieron de súbita flacidez en su marmórea coraza, desplomándose hasta por el impacto de una mísera mosca. Son recursos, si. Pero desleales.

El impenetrable entramado defensivo de Vaca Diez fue demostrando que la metamórfica fórmula que pensó Chacior no funciona: muchos hombres para defender (tres defensas y dos volantes centrales con más corte que juego) y pocos volantes con manejo como para hacer fecunda la posesión del balón.

Esto no se discute ni por la idea ni por las condiciones de los jugadores, sino por la realidad del juego: los volantes jugaron de volantes pasadores, no sumaron apariciones sorpresivas. Todo fue rutinario y tremendamente predecible. Faltó relevo ofensivo para acompañar a Olmedo y escasearon las llegadas masivas. Y si bien Rodríguez se soltó sobre la izquierda, sus desbordes terminaron en nada, tirando centros estériles. Entonces, Wilstermann no mostró potencia en la llegada y fue nítidamente controlado por la doble línea defensiva de Vaca Diez, que esperó en bloque, bien parada y sin rubores a la hora de rechazar.

Roto en dos, las caras de los jugadores rojos eran iguales a las de alguien que se acaba de beber un vaso de vinagre.

Gianakis Suárez no se fue n i una vez de sus marcadores, Collantes (luego Vargas en el mismo tono) no apareció por ningún lado, Rojas muy lento (pese a ser el único hilo de luz creativa en tamaño contexto oscurantista), Ítalo no se ofreció a compañero alguno. No había conjunción de respuestas individuales, rebeldía táctica, coordinación, precisión, ritmo. Fútbol en suma.

Y si no le llegan pelotas a los futbolistas de arriba -y estos no colaboran en hacerse con ellas-, Wilstemann es un juguete archifamoso en manos de aquellos que, en este Nacional B, necesiten reivindicarse y subir la autoestima.

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