Justicia al revés
La trama Gürtel sienta en el banquillo al juez Garzón, que fue quien destapó sus manejos
Madrid, El País
No deja de ser preocupante, como síntoma de una justicia al revés, que los presuntos delincuentes logren sentar en el banquillo al juez que los investiga, mientras la justicia se muestra parsimoniosa en exigirles cuentas por sus fechorías. No es sorprendente, sin embargo, que ello le ocurra al juez Baltasar Garzón y en relación con el caso Gürtel.
El juez que puso en marcha la investigación de esta trama de corrupción se encontró desde muy pronto con la enemiga declarada del entorno político de los investigados, cargos autonómicos y municipales del Partido Popular, aunque sin excluir a la propia dirección nacional. El cerebro de la trama, Francisco Correa, había merecido ser invitado a la boda de la hija del entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, en el monasterio de El Escorial, sin duda para alcanzar los parámetros de respetabilidad exigidos. Los negocios de Correa basados en la obtención irregular de contratos públicos tenían amplio cobijo en la Comunidad de Madrid y más tarde se ampliaron a la valenciana ante la más que amigable acogida del Gobierno de Camps. Garzón, como los jueces que le han sucedido en la investigación del caso Gürtel, no ha sido santo de la devoción del PP, que no le ha ahorrado ataques, tanto dentro como fuera del proceso.
Garzón comparece ante la Sala Segunda del Supremo en una de sus tres causas simultáneas abiertas en este tribunal, acusado de prevaricación por haber ordenado interceptar las conversaciones en prisión entre los cabecillas de la trama Gürtel, Francisco Correa y Pablo Crespo, y sus abogados. Sospechaba el juez de su posible connivencia para poner a buen recaudo más de 20 millones de euros ocultos en Suiza, como se desprendía de una conversación del primer abogado de Crespo, también imputado.
Parecería desde la lógica jurídica, y desde la presunción de rectitud que cabe atribuir al juez en el ejercicio de su función, que Garzón actuó para prevenir un posible delito, como era su deber. Lo hizo a petición de la Policía Judicial y de la Fiscalía Anticorrupción, de manera motivada y amparándose en la ley. Puede admitirse que el defensor de uno de los imputados y los cabecillas de la trama atribuyan a Garzón la intención de desbaratar “sus estrategias de defensa”. Pero el Tribunal Supremo no puede optar, entre las hipótesis posibles para explicar la conducta del juez, por la menos fundada y más arbitraria, ilógica o absurda, dándoles además alas en su pretensión de plantear, llegado el momento, la nulidad del proceso y dejar impunes sus actos.
Si Garzón aplicó incorrectamente la ley —no más que el juez Pedreira, su sucesor en la instrucción del caso Gürtel, que prorrogó las escuchas, o el juez del Tribunal Superior de Madrid que las consideró ajustadas a derecho—, ese error ha sido subsanado. El derecho de los afectados a un proceso justo está garantizado. ¿Tendría el Supremo que ampararles también en su empeño de inhabilitar a Garzón como juez? (Editorial de El País)
Madrid, El País
No deja de ser preocupante, como síntoma de una justicia al revés, que los presuntos delincuentes logren sentar en el banquillo al juez que los investiga, mientras la justicia se muestra parsimoniosa en exigirles cuentas por sus fechorías. No es sorprendente, sin embargo, que ello le ocurra al juez Baltasar Garzón y en relación con el caso Gürtel.
El juez que puso en marcha la investigación de esta trama de corrupción se encontró desde muy pronto con la enemiga declarada del entorno político de los investigados, cargos autonómicos y municipales del Partido Popular, aunque sin excluir a la propia dirección nacional. El cerebro de la trama, Francisco Correa, había merecido ser invitado a la boda de la hija del entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, en el monasterio de El Escorial, sin duda para alcanzar los parámetros de respetabilidad exigidos. Los negocios de Correa basados en la obtención irregular de contratos públicos tenían amplio cobijo en la Comunidad de Madrid y más tarde se ampliaron a la valenciana ante la más que amigable acogida del Gobierno de Camps. Garzón, como los jueces que le han sucedido en la investigación del caso Gürtel, no ha sido santo de la devoción del PP, que no le ha ahorrado ataques, tanto dentro como fuera del proceso.
Garzón comparece ante la Sala Segunda del Supremo en una de sus tres causas simultáneas abiertas en este tribunal, acusado de prevaricación por haber ordenado interceptar las conversaciones en prisión entre los cabecillas de la trama Gürtel, Francisco Correa y Pablo Crespo, y sus abogados. Sospechaba el juez de su posible connivencia para poner a buen recaudo más de 20 millones de euros ocultos en Suiza, como se desprendía de una conversación del primer abogado de Crespo, también imputado.
Parecería desde la lógica jurídica, y desde la presunción de rectitud que cabe atribuir al juez en el ejercicio de su función, que Garzón actuó para prevenir un posible delito, como era su deber. Lo hizo a petición de la Policía Judicial y de la Fiscalía Anticorrupción, de manera motivada y amparándose en la ley. Puede admitirse que el defensor de uno de los imputados y los cabecillas de la trama atribuyan a Garzón la intención de desbaratar “sus estrategias de defensa”. Pero el Tribunal Supremo no puede optar, entre las hipótesis posibles para explicar la conducta del juez, por la menos fundada y más arbitraria, ilógica o absurda, dándoles además alas en su pretensión de plantear, llegado el momento, la nulidad del proceso y dejar impunes sus actos.
Si Garzón aplicó incorrectamente la ley —no más que el juez Pedreira, su sucesor en la instrucción del caso Gürtel, que prorrogó las escuchas, o el juez del Tribunal Superior de Madrid que las consideró ajustadas a derecho—, ese error ha sido subsanado. El derecho de los afectados a un proceso justo está garantizado. ¿Tendría el Supremo que ampararles también en su empeño de inhabilitar a Garzón como juez? (Editorial de El País)