El colesterol y la desigualdad
El principal tema político del 2012 será la desigualdad económica. Este pronóstico es aún más relevante cuando se toma en cuenta que este año habrá elecciones y cambios de liderazgo en países que concentran el 50% de la economía mundial. En todos ellos, las protestas contra la desigualdad y las promesas de reducirla agudizarán un ya muy encendido debate global.
La desigualdad no es algo nuevo. Lo nuevo es la recién adquirida intolerancia hacia ella. Esta intolerancia está apareciendo con fuerza en los países más ricos y más golpeados por la crisis y de allí se ha ido esparciendo por el mundo. Las grandes masas —abrumadas por el desempleo, la austeridad y los sacrificios— se han comenzado a interesar en cómo se distribuyen los ingresos y la riqueza en su país. Durante mucho tiempo, el mundo había vivido en pacífica coexistencia con la desigualdad, aunque estos periodos de pasividad siempre son interrumpidos por revoluciones en nombre de la igualdad.
Mientras que en los países con regímenes autoritarios los Gobiernos hacen lo posible por ocultar la desigualdad económica, en África o en Latinoamérica, en cambio, la desigualdad es muy visible, constantemente denunciada por los políticos y estoicamente soportada por el pueblo. En otros países es celebrada. En Estados Unidos, por ejemplo, los artistas, deportistas o inventores cuyo éxito se traduce en una inconmensurable riqueza son admirados y vistos como modelos a emular.
Esto está cambiando. En todas partes, la idea de que la lucha contra la desigualdad es fútil o innecesaria se ha hecho indefendible. Se acepta que la desigual distribución de la riqueza, o de los ingresos, seguramente será difícil de alterar, pero ya no es tan fácil como antes ignorar el tema o defender la idea de que no hay que hacer nada al respecto.
También hay desigualdad buena y mala. El truco está en contener la segunda al nivel más bajo posible
El escrutinio de la vida y de las acciones del “uno por ciento” más rico se ha vuelto obsesivo. Titulares como este de Los Angeles Times —“Los seis herederos de Walmart son más ricos que la suma del 30% de los estadounidenses con menos ingresos”— son un buen ejemplo de esta tendencia. También lo es que los más feroces exponentes de la derecha radical de EE UU ataquen a Mitt Romney por ser rico y pagar pocos impuestos. O que en Rusia, una de las principales quejas contra Vladímir Putin sea el bochornoso espectáculo que ofrecen los oligarcas que engordan sus inimaginables fortunas en el Kremlin mientras la mayoría de los rusos sufre penalidades.
No todos, claro está, están en la onda de criticar a los más ricos. Jamie Dimon, el presidente de JP Morgan Chase, declaró exasperado: “No entiendo ni acepto esto de criticar el éxito o actuar como si todos cuantos tienen éxito sean malos. Simplemente no lo entiendo”. La perplejidad de Dimon se basa en la suposición de que la riqueza es la manera en que la sociedad estimula y recompensa la innovación, el talento y el esfuerzo. Quienes son ricos se lo merecen.
Pero no siempre. Las grandes riquezas y la desigualdad también pueden provenir de la corrupción, la discriminación, los monopolios, el comportamiento empresarial abusivo o de crasos actos delictivos como los del estafador Bernard Madoff. En la lista de los más ricos del mundo hay muchos multimillonarios que deben su fortuna más al Estado que al mercado.
Por eso, los estudiosos de la desigualdad suelen compararla con el colesterol: hay desigualdad buena y mala, y el truco está en impulsar la buena mientras la mala se contiene al nivel más bajo posible.
Y ese es precisamente el principal riesgo de estos tiempos: cómo reducir la desigualdad sin desestimular otros objetivos (inversión, innovación, toma de riesgos, esfuerzos, productividad...). Sabemos que lograr una sociedad más igualitaria ha sido el objetivo de innumerables experimentos que han provocado más desigualdad, pobreza, atraso, pérdida de libertades y hasta genocidios.
Por otro lado, la desigualdad también tiene efectos tóxicos. Además de las consideraciones morales obvias, también hay muchas evidencias de que una alta desigualdad económica es mala para la salud de una nación: conlleva una mayor inestabilidad política, más violencia y también perjudica la competitividad y, a largo plazo, el crecimiento.
Este año veremos innumerables propuestas para corregir las inequidades económicas que se han agudizado en las últimas décadas. Algunas serán viejas —y probablemente malas— ideas desempolvadas y presentadas como nuevas. Pero seguramente también aparecerán algunas nuevas y muy buenas. El reto para los votantes —y para quienes puedan incidir sobre cuáles se adoptan y cuáles se rechazan— será aprender de la historia. Como sabemos, no repetir los errores del pasado suele ser más difícil de lo que parece.
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