Líderes, ¿mejores los de antes?


Madrid, El País
La primera crisis del euro se vivió mucho antes de que estuviera en los bolsillos de millones de europeos. Sucedió entre 1991 y 1993, cuando la parálisis de las economías europeas amenazó gravemente la puesta en marcha de la moneda única. También entonces los medios hablaban de abismos, de catástrofe y de la Europa insolidaria y a varias velocidades. Entre aquella crisis y la actual hay diferencias notables. Una de ellas es que los líderes eran otros. El entonces canciller alemán Helmut Kohl, que lloró amargamente años después la muerte de su amigo François Mitterrand, le dijo un día a este último: "No se equivoque. Soy el último canciller pro-europeo". Ante las críticas a los líderes actuales, el más vehemente de todos ellos, Nicolas Sarkozy, suele revolverse preguntando por qué aquellos mandatarios ahora tan ensalzados dejaron la casa a medio hacer con una construcción tan deficiente de la unión monetaria.

Puede que comparar a aquellos líderes con los actuales sea injusto. Ni las circunstancias ni la conjunción de personajes coinciden. "Quizá con Kohl, Zapatero habría jugado un papel muy distinto en la UE", alega un alto funcionario de la Comisión Europea. Puede también que la influencia política de Jacques Delors, glorificado en Bruselas hasta la extenuación, hubiera sido nula de estar conformada la Unión Europea de 1992 por 27 países, no de 12 como entonces, y de sufrir Europa una crisis tan aguda y compleja como la actual.

Vayamos a los hechos. La Cumbre de Maastricht (diciembre de 1991), además de cambiar el nombre de la Comunidad Europea por la de Unión Europea, estableció estrechos márgenes de fluctuación para las monedas y la obligación de contener déficits y deudas públicas para poder adoptar conjuntamente a partir de 1997 el euro. La euforia de tal conquista se vio enseguida empañada por una crisis que se saldó con guerras comerciales en forma de devaluaciones de monedas, como la peseta, la salida de la libra y la lira del sistema europeo y con tensiones entre los mandatarios.

La talla de los líderes se puso a prueba. En Alemania gobernaba el democristiano Helmut Kohl, padrino político de Angela Merkel. En Francia, el rey republicano y socialista François Mitterrand. El también socialista francés Jacques Delors estaba el frente de la Comisión Europea y el conservador John Major acababa de suceder a Margaret Thatcher. Los dos grandes países del sur estaban en manos de dos socialistas: el tecnócrata Giuliano Amato y el pragmático europeísta Felipe González. Puede que la ideología se diluya en instituciones que como las europeas son más tecnocráticas que políticas, pero lo cierto es que frente a la Europa dominada hoy por la derecha (el saliente Zapatero está solo frente al resto de sus colegas conservadores), hace 20 años de los seis líderes citados cuatro eran socialistas, que entonces suspiraban por una Europa que fuera "un espacio social, económico y cultural".

La adscripción política no es, sin embargo, garantía de mejor relación política. Lo prueba el alto nivel de entendimiento habido entre Kohl y Mitterrand. Ambos eran de humilde extracción y ambos también sufrieron la II Guerra Mundial prácticamente del mismo bando. El francés luchó contra el nazismo y formó parte de la Resistencia tras escapar de las cárceles alemanas. Kohl, 14 años más joven, se libró de ser reclutado por el ejército alemán, su familia no tuvo ningún vínculo con los nazis y los americanos fueron para él sus libertadores; no sus victoriosos enemigos. La misma guerra que dio origen a una Europa unida para evitar nuevos enfrentamientos, ligaba también a estos dos estadistas que compartían la misma ambición: engrandecer Europa para engrandecer a su vez a sus respectivos países, como analiza Julio Crespo en su libro Forjadores de Europa.

Kohl y Mitterrand congeniaban, si bien algunos dudan que llegaran a ser tan amigos como dijeron ser. "Más bien lo que se dio en Europa fue una coincidencia de intereses", opina Ignacio Molina, politólogo e investigador del Instituto Elcano para Europa. "A todos le iba bien la armonización de las políticas económicas que se perseguían; incluso a Margaret Thatcher". Aun así, las tensiones fueron frecuentes. Francia recelaba del extraordinario poder de Alemania, el mayor contribuyente a las arcas comunes, y la crisis, como ahora, colocó a Kohl en una situación de ventaja hasta el punto de que Mitterrand se vio obligado a implorar que el Bundesbank, acusado de juego sucio por elevar el precio del dinero y hacerse con las arcas de los bancos centrales del resto de los países, rebajara el tipo de interés, lo que terminó haciendo en un mísero cuartillo. Entonces como ahora el canciller alemán exigía rigor y austeridad mientras el resto pedía una relajación de las reglas. Incluso el gran momento histórico europeo, la caída del muro, fue motivo de conflicto entre Kohl y Mitterrand, que disentían en el ritmo en el que se tenía que culminar la reunificación alemana.

Los orígenes y vivencias previas de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy no pueden ser más divergentes. Alemana del este, Merkel, hija de un reverendo evangélico y una maestra, es una investigadora de química cuántica que no ascendió en su carrera por pertenecer a una familia no adepta al régimen comunista. Fría, cerebral, discreta y sufridora, tuvo que echar mano de toda su perseverancia para vencer a sus detractores dentro de su propio partido. Vivió la caída del muro sin especial emoción, como recuerda ahora el periodista Bernardo de Miguel en su libro ¿Qué está pasando?: "La noche de la caída del muro de Berlín cruzó al otro lado, pero regresó pronto y se marchó a dormir porque tenía que madrugar al día siguiente, según reconocería más tarde".

Sarkozy es hijo de un noble terrateniente húngaro. Creció en un exclusivo municipio de las afueras de París, Neuilly-sur-Seine. Su vida privada siempre en el escaparate, su efusividad y su histrionismo son rasgos en las antípodas del carácter de la discreta Merkel. Al poco de llegar Sarkozy al Elíseo, Berlín se vio obligado a desmentir que a Merkel le fastidiaran las excesivas muestras de afecto del presidente galo como había interpretado la prensa. Esta misma semana hemos visto cómo el francés insistía en coger de la mano a Merkel, un gesto del que ella no se zafa pero nunca busca.

La sideral distancia de caracteres existente entre ambos mandatarios no ha impedido un entendimiento pragmático. Merkel supo aprovechar desde el primer momento la naturaleza explosiva del francés, al que pidió, por ejemplo, que intercediera con el polaco Jaroslaw Kaczynski para que este diera el visto a la Constitución Europea. Sarkozy lo logró en unas duras horas de negociación.

Ni Merkel ni Sarkozy son ya hijos de la II Guerra Mundial, pero saben, como dice Enrique Barón, expresidente del Parlamento Europeo, que ambos están obligados a entenderse, de manera que en las diferencias han sabido encontrar también una suerte de feliz complementariedad. Incluso un estallido de furia de Sarkozy, como aquel que protagonizó en un Consejo Europeo abroncando airado a Bélgica y Holanda por resistirse a la Constitución, es una baza para Merkel, pues el texto de aquella Constitución se elaboró a la medida de Berlín. En él, como ya ha quedado consolidado, Alemania, dada su demografía, tiene ya más peso que Francia en el Consejo Europeo. Sarkozy, explica un funcionario europeo, se ha visto obligado a aceptar ante la canciller que Francia y Alemania ya no son los dos pilares de la UE, sino pilar y medio y que el medio es Francia. Por lo demás, las críticas que recibe Merkel en esta crisis se asemejan mucho a las que recibió Kohl. Las reglas y la austeridad forman parte de la educación personal y política de la mandataria. "No hay que olvidar, además, que cuando ella defiende las normas del Banco Central Europeo", explica Molina, "está defendiendo las que Kohl redactó hace veinte años".

Los expertos consultados consideran un tópico sin gran fundamento la afirmación de que ahora no hay líderes europeos de talla. "Los políticos de hoy piensan pequeño y braman con desprecio de sus socios europeos", ha dicho el excomisario europeo Denis MacShane. El exministro de Exteriores británico David Miliband se quejaba recientemente en un artículo de prensa de tener en Europa un presidente, Herman van Rompuy, completamente "invisible". Pero lo cierto es que en esta crisis los dirigentes de las instituciones europeas tienen un papel extremadamente limitado.

Jacques Delors tenía una visión ambiciosa de Europa. Supo ver, por ejemplo, en la reunificación alemana su mayor dimensión europea, pero en la crisis de 1991-93 el papel del presidente de la Comisión era mucho más relevante que ahora porque la UE era más pequeña y manejable y porque los asuntos que estaban sobre la mesa —mercado interior y nuevas reglas— eran de su competencia. Hoy, al portugués José Manuel Durão Barroso no le corresponde papel alguno en los asuntos más candentes: fondos de rescate, creación del eurobono o actuaciones del Banco Central Europeo. Solo ahora, encarando su segundo y último mandato y dispuesto a engrandecer su figura antes de que euroescepticismo y la crisis se lo lleven por delante, ha alzado la voz pidiendo eurobonos y recordando a Alemania que sus exportaciones a un país tan pequeño como Holanda superan a las realizadas a China y que España es mucho mejor cliente de Alemania que Brasil.

Delors, religioso, de izquierdas y de extracción humilde, un perfil común entre los líderes de entonces, podía permitirse envites más drásticos. Llegó a amenazar con dimitir si Francia, en referéndum, rechazaba el Tratado de Maastricht. Por aquel entonces podía optar a un futuro prometedor en la política nacional francesa. Barroso, hábil diplomático políglota, abandonó el gobierno portugués cuando este se tambaleaba y después de apoyar la invasión de Irak. Solo ahora, tras seis años de gobierno socialista en Portugal, podría optar por un regreso de altura a Lisboa.

Como si fuera el signo de los nuevos tiempos, el premier británico de hoy en día, David Cameron, es un rico heredero de sangre azul, muy lejos del humilde John Major, que tuvo gestos de europeísmo, consciente de que el mercado común favorecía los intereses británicos. Por ello, a pesar de criticar los avances de Maastricht, acalló la rebelión antieuropea entre las filas de los tories para no entorpecer el proceso. Hoy, el 40% de las exportaciones británicas tiene la eurozona por destino, pero a Cameron, dicen los expertos, nunca le ha interesado la Unión Europea; especialmente si esta está en crisis. Vieja táctica británica, Cameron parece querer quedar al margen al tiempo que ser oída. "Quiere estar en el club, pero sin asumir costes”, opina Barón.

Se puede afirmar que los dos grandes países del sur —España e Italia— jugaron en aquella crisis un papel más relevante ahora. Los expertos coinciden en señalar una diferencia sideral entre Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. "El primero era un pragmático que comprendió enseguida que los intereses de España se juegan en Europa", dice Ana Palacio, exeurodiputada y exministra de Exteriores con Aznar. "Su relación con Kohl es una relación bien reflexionada y pensada". Molina es inclemente con el presidente español en funciones: "Nunca le ha interesado la UE y nombró a un ministro de Exteriores al que tampoco le interesaba". Ello contrasta con el influjo que ejerció González en la política europea y su apuesta por la cohesión social como medio para alcanzar la auténtica integración.

También por razones distintas hay gran distancia entre el tecnócrata socialista Giuliano Amato y el empresario conservador Silvio Berlusconi. Amato aceleró en 1992 la ratificación del Tratado de Maastricht para echar un cable a sus amigos franceses, ayudó a Delors a desafiar a los británicos y se atribuyó el mérito de haber convencido a los alemanes de bajar los tipos de interés. Con Silvio Berlusconi, Italia ha logrado largos años de estabilidad política interna y no ha puesto obstáculos a ningún avance europeo, si bien se ha abstenido de participar en las grandes decisiones y su país perdió peso en Bruselas.

Berlusconi insultó gravemente a Merkel tildándola de “infollable”. Asediado por los escándalos sexuales y financieros, fue la gestión económica la que acabó con su reinado. París y Berlín han colocado en su lugar a Mario Monti, al que se aprestaron a sentar en su mesa en Estrasburgo.

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