La nueva Bagdad
Primera entrega del 'Diario de viaje hacia Sumer', realizado entre octubre y noviembre de 2011por Bagdad, yacimientos arqueológicos sumerios y las marismas de Irak
Bagdad, El País
Bagdad ha cambiado desde el primer viaje en 2008. Algunas calles, como Al-Rubayat, y Kharada, han recuperado comercios; se han abierto bares musicales -mal considerados-, restaurantes y centros comerciales. La mayoría de cafés y restaurantes se ubican en la primera planta, de manera de evitar ataques de integristas. Cuando cae la noche, a las seis, esas calles siguen atestadas de luces -contrariamente al resto de la ciudad-, neones y paseantes, sombras que desfilan ante escaparates muy iluminados. Podemos caminar, pero en silencio, a fin que se nota aún más que somos extranjeros.
Aunque suelen explotar un par de coches bomba al mes -en la calle Kharada, precisamente, hace poco, con unos doscientos muertos-, el terror indiscriminado ha disminuido, o ha cambiado de rostro: el asesinato selectivo, en semáforos, y los secuestros son corrientes. La gente camina, interiormente aterrorizada -como reconocen algunos-, vigilando los coches mal aparcados y vacíos: pero no es morir lo que les da miedo -la muerte siempre acontece, y el islam parece ofrecer cierto consuelo-, sino las mutilaciones que las bombas cargadas de metralla producen.
En general, la seguridad ha mejorado con respecto al bienio negro 2006-2007, pero con altos y bajos. En estos momentos, la situación empeora, y se supone que se degradará hasta marzo de 2012, con la retirada definitiva del Ejército norteamericano.
A las doce de la noche, como más tarde, las calles se vacían. A partir de la una de la madrugada está prohibido circular. Y los atascos, provocados por los controles, cada doscientos metros, siguen siendo importantes de noche, por las prisas de la gente en llegar a tiempo a su casa.
En dos días, hemos mostrado a los guardias el pasaporte una decena de veces, y un par obligados a dar marcha atrás. Un pasaporte es insuficiente.
Se palpa temor. Está prohibido hacer fotos en las calles. No ocurría en 2008. La policía nos ha llamada la atención.
Los controles están a cargo de la policía armada, a las órdenes del Ministerio del Interior, y el temido -pero más eficaz- Ejército a las órdenes del Ministerio de Defensa. Tanques, tanquetas y camiones metálicos cortan el paso y obligan a circular en zigzag. Unos sesenta zepelines norteamericanos sobrevuelan la ciudad para localizar a los causantes de matanzas. Al parecer son eficaces.
La invasión del país, en 2003, provocó la muerte de un millón de jóvenes varones. Hoy quedan tres veces más mujeres, viudas o casaderas, que hombres.
Los altos muros de hormigón que protegen barrios y edificios, y dificultan o imposibilitan el libro movimiento, siguen aún en pie. Cada intento de desmantelarlos ha sido seguido por nuevos atentados que ha obligado a reponerlos. El cuidado del espacio público, en esas condiciones, es difícil. El servicio de recogida de basuras funciona, pero el agua carece de presión -el agua potable es privada-, y la energía procede de potentes generadores que consumen fortunas. Los esfuerzos, las inversiones se dedican a defensa, no a la recuperación del espacio comunitario.
Sin embargo, la ciudad está cambiando de aspecto. Nuevos edificios alternan con bloques que se restauran o se completan de dos modos: pintando las fachadas de hormigón con pintura industrial, ocre, rosa o azul cielo, o cubriéndolas con paneles metalizados de Alucobond, venidos de China, dorados, plateados o con colores chillones, dispuestos como un juego de ajedrez. Montados sobre guías, forran con poco gasto los edificios parcheados. Los paneles se alternan con grandes superficies acristaladas teñidos. Bagdad pierde su aspecto terroso, fundido con el desierto, y se va asemejando a la periferia de almacenes y macro-discotecas de cualquier ciudad mediterránea. Alguien ha comparado Bagdad, hoy, con Andorra.
Pero a Bagdad se la conoce como La Ciudad de la Esperanza. No es un mote cínico. Cuando se ha perdido todo, ya solo queda la esperanza; la esperanza de que la situación mejore, y la vida segura vuelva.
Bagdad, El País
Bagdad ha cambiado desde el primer viaje en 2008. Algunas calles, como Al-Rubayat, y Kharada, han recuperado comercios; se han abierto bares musicales -mal considerados-, restaurantes y centros comerciales. La mayoría de cafés y restaurantes se ubican en la primera planta, de manera de evitar ataques de integristas. Cuando cae la noche, a las seis, esas calles siguen atestadas de luces -contrariamente al resto de la ciudad-, neones y paseantes, sombras que desfilan ante escaparates muy iluminados. Podemos caminar, pero en silencio, a fin que se nota aún más que somos extranjeros.
Aunque suelen explotar un par de coches bomba al mes -en la calle Kharada, precisamente, hace poco, con unos doscientos muertos-, el terror indiscriminado ha disminuido, o ha cambiado de rostro: el asesinato selectivo, en semáforos, y los secuestros son corrientes. La gente camina, interiormente aterrorizada -como reconocen algunos-, vigilando los coches mal aparcados y vacíos: pero no es morir lo que les da miedo -la muerte siempre acontece, y el islam parece ofrecer cierto consuelo-, sino las mutilaciones que las bombas cargadas de metralla producen.
En general, la seguridad ha mejorado con respecto al bienio negro 2006-2007, pero con altos y bajos. En estos momentos, la situación empeora, y se supone que se degradará hasta marzo de 2012, con la retirada definitiva del Ejército norteamericano.
A las doce de la noche, como más tarde, las calles se vacían. A partir de la una de la madrugada está prohibido circular. Y los atascos, provocados por los controles, cada doscientos metros, siguen siendo importantes de noche, por las prisas de la gente en llegar a tiempo a su casa.
En dos días, hemos mostrado a los guardias el pasaporte una decena de veces, y un par obligados a dar marcha atrás. Un pasaporte es insuficiente.
Se palpa temor. Está prohibido hacer fotos en las calles. No ocurría en 2008. La policía nos ha llamada la atención.
Los controles están a cargo de la policía armada, a las órdenes del Ministerio del Interior, y el temido -pero más eficaz- Ejército a las órdenes del Ministerio de Defensa. Tanques, tanquetas y camiones metálicos cortan el paso y obligan a circular en zigzag. Unos sesenta zepelines norteamericanos sobrevuelan la ciudad para localizar a los causantes de matanzas. Al parecer son eficaces.
La invasión del país, en 2003, provocó la muerte de un millón de jóvenes varones. Hoy quedan tres veces más mujeres, viudas o casaderas, que hombres.
Los altos muros de hormigón que protegen barrios y edificios, y dificultan o imposibilitan el libro movimiento, siguen aún en pie. Cada intento de desmantelarlos ha sido seguido por nuevos atentados que ha obligado a reponerlos. El cuidado del espacio público, en esas condiciones, es difícil. El servicio de recogida de basuras funciona, pero el agua carece de presión -el agua potable es privada-, y la energía procede de potentes generadores que consumen fortunas. Los esfuerzos, las inversiones se dedican a defensa, no a la recuperación del espacio comunitario.
Sin embargo, la ciudad está cambiando de aspecto. Nuevos edificios alternan con bloques que se restauran o se completan de dos modos: pintando las fachadas de hormigón con pintura industrial, ocre, rosa o azul cielo, o cubriéndolas con paneles metalizados de Alucobond, venidos de China, dorados, plateados o con colores chillones, dispuestos como un juego de ajedrez. Montados sobre guías, forran con poco gasto los edificios parcheados. Los paneles se alternan con grandes superficies acristaladas teñidos. Bagdad pierde su aspecto terroso, fundido con el desierto, y se va asemejando a la periferia de almacenes y macro-discotecas de cualquier ciudad mediterránea. Alguien ha comparado Bagdad, hoy, con Andorra.
Pero a Bagdad se la conoce como La Ciudad de la Esperanza. No es un mote cínico. Cuando se ha perdido todo, ya solo queda la esperanza; la esperanza de que la situación mejore, y la vida segura vuelva.
El ánimo -o los ánimos- en Bagdad cambian como cambia de súbito el viento del desierto. Ayer, algún ataque de pánico provocado por la saturación de noticias acerca de secuestros y asesinatos, vividos personalmente o de cerca por amigos bagdadíes, controles incesantes que obligan, sin que se sepa porqué a dar marcha atrás, y sobre todo, el miedo, el temor o el nerviosismo que embarga a los bagdadíes por nosotros cuando saben que viajamos sin guardias de seguridad, adoptando un "perfil bajo". El recorrido en coche por el desierto barrio suní de Adhimiyia, proscrito a los extranjeros por las amenazas, tampoco ayudó a levantar el ánimo.
Pero a Bagdad se la conoce como La Ciudad de la Esperanza. No es un mote cínico. Cuando se ha perdido todo, ya solo queda la esperanza
Pero hoy el día volvió a ser fresco, el tráfico más fluido, los controles más espaciados y menos duros, y los accesos a los edificios amables, aunque igual de dificultosos. Es cierto, sin embargo, que hemos estado en un despacho del Ministerio de Planificación que hace menos de dos años saltó por los aires, matando e hiriendo a los asistentes a una reunión: el próximo 25 de octubre se celebra el aniversario de una matanza que hundió el ministerio, cuyo edificio ha sido reconstruido en el mismo lugar para mostrar a los terroristas que no podrán con el ánimo de la ciudad. Otros ministerios, en cambio, como el de Justicia, vecino al de Planificación, han abandonado el lugar, el centro de Bagdad, una de las zonas más peligrosas aún y más fuerte -aunque descontroladamente- vigilada.
Pronto partiremos hacia el Sur. Visitaremos unos seis yacimientos sumerios. Entre ellos un yacimiento recién descubierto gracias a una misión arqueológica de urgencia iraquí para estudiar los restos de una ciudad desconocida que la desecación de las marismas -que Sadam Husein ordenó para acabar con las tribus opuestas a su régimen que allí vivían-, puso al descubierto (el mar estaba retirado centenares de metros o decenas de kilómetros). La próxima recuperación de los humedales volverá a sepultar estos restos que han estado bajo las aguas desde hace unos tres mil quinientos años.
Las autoridades iraquíes y españolas, preocupadas por la falta de medidas de seguridad, ponen a nuestra disposición la policía arqueológica. Las tumbas de Ur, cerradas a cal y canto, podrán ser visitadas, al igual que las marismas, también vetadas habitualmente.
El desplazamiento hacia el sur requiere permisos para traspasar los numerosos controles de carretera, y las fronteras entre provincias. La provincia de Babilonia, donde se halla el yacimiento de Kish, causa cierta preocupación.
La noche ha caído a las seis de la tarde. Salimos del hotel, solos, para recorrer calles y callejuelas. Ningún extranjero; muy escasos bagdadíes. Lógicamente, nos auscultan. Los coches nos suelen pitar. Un ingeniero iraquí, con casa en California, dueño de un restaurante, nos advierte de que no sigamos; que no caminemos. Nadie camina de noche. Nos sentamos en una terraza vacía para fumar una pipa de agua. Un coche viejo mal aparcado despierta inquietud.
Y regresa el miedo.
Y, sin embargo, una patrulla, armada hasta los dientes -que unas horas antes había detenido nuestro coche-, entabla conversación, riendo; y nos pide que nos hagamos fotos con ellos.
Bagdad, entre el miedo, la suspicacia y la risa franca.
Mañana, a las cinco y media de la mañana -cambio de última hora, a las seis y media: no se sabe por qué-, partimos hacia el sur. Por una carretera comarcal llegaremos a Babilonia donde nos recogerá un convoy de militares del Servicio de Antigüedades, que nos llevará a Kish y de allí a Nasiriyia, para empezar las visitas de los yacimientos arqueológicos.
La próxima recuperación de los humedales volverá a sepultar restos que han estado bajo las aguas desde hace unos tres mil quinientos años.
Nos abren las tumbas de Ur, nos mostrarán nuevos yacimientos, pero no podremos movernos libremente, ni nos dejarán salir del hotel salvo para las visitas que las autoridades quisieran fueran lo más cortas posibles, ya que temen por nosotros.
Preocupa ver a los iraquíes preocupados por nosotros. Temen un posible secuestro, lo que, según algunas autoridades, crearía un conflicto difícil de solucionar.
Puedes transitar a solas por la calle sin caminar, comer en una terraza estando dentro, moverte libremente estando en el hotel, viajando sin control con el Ejército y miembros del Servicio de Antigüedades. Tememos y sentimos que tengan temor. Tenemos la sensación que somos un motivo de angustia.
Es cierto que no existe turismo en Irak, que solo se desplazan, fuertemente custodiados, profesionales del sector petrolero.
La llegada al aeropuerto de Bagdad, hace cuatro días, era extraña. Llegaron más de un centenar de extranjeros, norteamericanos casi todos. Un avión entero incluso. Todos mercenarios, de los servicios privados de seguridad, que obedecían al unísono a las órdenes de un superior, como si el espacio fuera suyo. Que quizá aún lo sea.
El viaje se organiza y se deshace, se monta y se enfrenta a una pared, que se sortea antes de prepararse para una nueva montaña. Es difícil prever nada. Solo dejarse ir, y confiar en que algo, o mucho, de lo previsto pueda llevarse a cabo. El tiempo ya no cuenta. Una actividad al día es ya un logro. De algún modo, enseña un valor distinto del tiempo. Y de la vida.
El Museo Nacional de Bagdad está a un mes de una nueva inauguración. Las salas se instalan con los sistemas expositivos (vitrinas, focos, peanas) que se puede. La sala de arte sumerio supera cualquier sala de arte mesopotámica del mundo. La colección de "orantes" emociona (los orantes no son tales, como el gesto de las manos, hoy, pudiera evocar, sino humanos que expresan respeto ante un superior, un rey o una divinidad).
Nadie recorre aún las salas. Las piezas necesitan cierta limpieza y restauración, y algunas restauraciones son apresuradas; pero sabiendo lo que las obras han vivido, parece un milagro que se puedan volver a mostrar. Las piezas de oro, del tesoro de Ur, siguen en las cajas fuertes del Banco Nacional, pues el museo carece aún de medidas de seguridad suficientes, solo dispone de tres guardianes, y se halla en la zona más peligrosa de Bagdad, donde los controles provocan atascos descomunales.
Uno no sabe si celebrar la recuperación del patrimonio mesopotámico, y llorar ante la mítica vasija sumeria de Warka, una de las obras más célebres de la historia
Uno no sabe si celebrar la recuperación del patrimonio mesopotámico, y llorar ante la mítica vasija sumeria de Warka, una de las obras más célebres de la historia, cuyos relieves, dispuestos en franjas, narran como el universo entero, desde las aguas primordiales hasta el ser humano, rinden honores a Inanna, la gran diosa de la vida y la muerte. El derribo y la desaparición que sufrió cuando el saqueo de 2005, la han dañado: partes de los relieves, sobre todo en la base se han perdido. Las restituciones en yeso, por parte de restauradores italianos, recomponen lo perdido, pero, en parte, acentúan el daño de la obra que quizá mejor narra la historia de la creación del mundo. Ya no volverá nunca a ser lo que fue antes de la invasión de Irak. La pérdida de la base es un símbolo del desarraigo del país, a la deriva. Pero quizá ya no tenga sentido mirar atrás.
Bagdad será la capital de la cultura árabe en 2013. Quieren construir un gran museo de arqueología. La ubicación está ya decidida. Nos han pedido consejo para proponer en quince días a un gran arquitecto internacional a quien se encargará el proyecto. Tendrá dos años para llevar a cabo el proyecto y la edificación.
No se sabe si Bagdad lucha por renacer y tiene una confianza serena en sus posibilidades, o si sueña. Pero, ¿qué se puede hacer sino en esas condiciones?
Pero a Bagdad se la conoce como La Ciudad de la Esperanza. No es un mote cínico. Cuando se ha perdido todo, ya solo queda la esperanza
Pero hoy el día volvió a ser fresco, el tráfico más fluido, los controles más espaciados y menos duros, y los accesos a los edificios amables, aunque igual de dificultosos. Es cierto, sin embargo, que hemos estado en un despacho del Ministerio de Planificación que hace menos de dos años saltó por los aires, matando e hiriendo a los asistentes a una reunión: el próximo 25 de octubre se celebra el aniversario de una matanza que hundió el ministerio, cuyo edificio ha sido reconstruido en el mismo lugar para mostrar a los terroristas que no podrán con el ánimo de la ciudad. Otros ministerios, en cambio, como el de Justicia, vecino al de Planificación, han abandonado el lugar, el centro de Bagdad, una de las zonas más peligrosas aún y más fuerte -aunque descontroladamente- vigilada.
Pronto partiremos hacia el Sur. Visitaremos unos seis yacimientos sumerios. Entre ellos un yacimiento recién descubierto gracias a una misión arqueológica de urgencia iraquí para estudiar los restos de una ciudad desconocida que la desecación de las marismas -que Sadam Husein ordenó para acabar con las tribus opuestas a su régimen que allí vivían-, puso al descubierto (el mar estaba retirado centenares de metros o decenas de kilómetros). La próxima recuperación de los humedales volverá a sepultar estos restos que han estado bajo las aguas desde hace unos tres mil quinientos años.
Las autoridades iraquíes y españolas, preocupadas por la falta de medidas de seguridad, ponen a nuestra disposición la policía arqueológica. Las tumbas de Ur, cerradas a cal y canto, podrán ser visitadas, al igual que las marismas, también vetadas habitualmente.
El desplazamiento hacia el sur requiere permisos para traspasar los numerosos controles de carretera, y las fronteras entre provincias. La provincia de Babilonia, donde se halla el yacimiento de Kish, causa cierta preocupación.
La noche ha caído a las seis de la tarde. Salimos del hotel, solos, para recorrer calles y callejuelas. Ningún extranjero; muy escasos bagdadíes. Lógicamente, nos auscultan. Los coches nos suelen pitar. Un ingeniero iraquí, con casa en California, dueño de un restaurante, nos advierte de que no sigamos; que no caminemos. Nadie camina de noche. Nos sentamos en una terraza vacía para fumar una pipa de agua. Un coche viejo mal aparcado despierta inquietud.
Y regresa el miedo.
Y, sin embargo, una patrulla, armada hasta los dientes -que unas horas antes había detenido nuestro coche-, entabla conversación, riendo; y nos pide que nos hagamos fotos con ellos.
Bagdad, entre el miedo, la suspicacia y la risa franca.
Mañana, a las cinco y media de la mañana -cambio de última hora, a las seis y media: no se sabe por qué-, partimos hacia el sur. Por una carretera comarcal llegaremos a Babilonia donde nos recogerá un convoy de militares del Servicio de Antigüedades, que nos llevará a Kish y de allí a Nasiriyia, para empezar las visitas de los yacimientos arqueológicos.
La próxima recuperación de los humedales volverá a sepultar restos que han estado bajo las aguas desde hace unos tres mil quinientos años.
Nos abren las tumbas de Ur, nos mostrarán nuevos yacimientos, pero no podremos movernos libremente, ni nos dejarán salir del hotel salvo para las visitas que las autoridades quisieran fueran lo más cortas posibles, ya que temen por nosotros.
Preocupa ver a los iraquíes preocupados por nosotros. Temen un posible secuestro, lo que, según algunas autoridades, crearía un conflicto difícil de solucionar.
Puedes transitar a solas por la calle sin caminar, comer en una terraza estando dentro, moverte libremente estando en el hotel, viajando sin control con el Ejército y miembros del Servicio de Antigüedades. Tememos y sentimos que tengan temor. Tenemos la sensación que somos un motivo de angustia.
Es cierto que no existe turismo en Irak, que solo se desplazan, fuertemente custodiados, profesionales del sector petrolero.
La llegada al aeropuerto de Bagdad, hace cuatro días, era extraña. Llegaron más de un centenar de extranjeros, norteamericanos casi todos. Un avión entero incluso. Todos mercenarios, de los servicios privados de seguridad, que obedecían al unísono a las órdenes de un superior, como si el espacio fuera suyo. Que quizá aún lo sea.
El viaje se organiza y se deshace, se monta y se enfrenta a una pared, que se sortea antes de prepararse para una nueva montaña. Es difícil prever nada. Solo dejarse ir, y confiar en que algo, o mucho, de lo previsto pueda llevarse a cabo. El tiempo ya no cuenta. Una actividad al día es ya un logro. De algún modo, enseña un valor distinto del tiempo. Y de la vida.
El Museo Nacional de Bagdad está a un mes de una nueva inauguración. Las salas se instalan con los sistemas expositivos (vitrinas, focos, peanas) que se puede. La sala de arte sumerio supera cualquier sala de arte mesopotámica del mundo. La colección de "orantes" emociona (los orantes no son tales, como el gesto de las manos, hoy, pudiera evocar, sino humanos que expresan respeto ante un superior, un rey o una divinidad).
Nadie recorre aún las salas. Las piezas necesitan cierta limpieza y restauración, y algunas restauraciones son apresuradas; pero sabiendo lo que las obras han vivido, parece un milagro que se puedan volver a mostrar. Las piezas de oro, del tesoro de Ur, siguen en las cajas fuertes del Banco Nacional, pues el museo carece aún de medidas de seguridad suficientes, solo dispone de tres guardianes, y se halla en la zona más peligrosa de Bagdad, donde los controles provocan atascos descomunales.
Uno no sabe si celebrar la recuperación del patrimonio mesopotámico, y llorar ante la mítica vasija sumeria de Warka, una de las obras más célebres de la historia
Uno no sabe si celebrar la recuperación del patrimonio mesopotámico, y llorar ante la mítica vasija sumeria de Warka, una de las obras más célebres de la historia, cuyos relieves, dispuestos en franjas, narran como el universo entero, desde las aguas primordiales hasta el ser humano, rinden honores a Inanna, la gran diosa de la vida y la muerte. El derribo y la desaparición que sufrió cuando el saqueo de 2005, la han dañado: partes de los relieves, sobre todo en la base se han perdido. Las restituciones en yeso, por parte de restauradores italianos, recomponen lo perdido, pero, en parte, acentúan el daño de la obra que quizá mejor narra la historia de la creación del mundo. Ya no volverá nunca a ser lo que fue antes de la invasión de Irak. La pérdida de la base es un símbolo del desarraigo del país, a la deriva. Pero quizá ya no tenga sentido mirar atrás.
Bagdad será la capital de la cultura árabe en 2013. Quieren construir un gran museo de arqueología. La ubicación está ya decidida. Nos han pedido consejo para proponer en quince días a un gran arquitecto internacional a quien se encargará el proyecto. Tendrá dos años para llevar a cabo el proyecto y la edificación.
No se sabe si Bagdad lucha por renacer y tiene una confianza serena en sus posibilidades, o si sueña. Pero, ¿qué se puede hacer sino en esas condiciones?