EE UU se va de Irak sin dejar un legado
Bagdad, El País
Las gafas de espejo, el pañuelo al cuello y el chicle en la boca, la pose de los soldados iraquíes recuerda a los instructores estadounidenses que les han entrenado. Pero en los ubicuos controles que salpican Bagdad ya casi nadie habla inglés. Sus uniformes y sus rutinas de seguridad son la influencia más visible tras casi nueve años de ocupación. No hay McDonalds, ni Starbucks, ni los grandes centros comerciales que constituyen la imagen de marca del estilo de vida americano y que desde hace tiempo cuentan con franquicias en la mayoría de los países vecinos.
A la pregunta de qué huella han dejado los estadounidenses en el país, la mayoría de los iraquíes responden con una mirada de perplejidad. La inseguridad y la destrucción del paisaje urbano son lo primero que les viene a la mente. Ninguno de los entrevistados menciona de entrada la democracia, la libertad o el consumismo que se desató con la apertura de las fronteras. Hay que insistir un poco para que reconozcan algunos cambios que llegaron de la mano de la invasión, pero no parece que la cultura americana haya calado muy hondo.
“Ya estudiábamos inglés y veíamos películas de Hollywood antes de la invasión”, asegura Haider, un ingeniero informático que acabó su carrera en 2008. “Que yo sepa solo hay una universidad americana en Suleimaniya, no aquí en Bagdad”, señala por su parte Suha, convencida de que la libertad que trajeron los ocupantes resulta irrelevante sin seguridad. Sin embargo, la sociedad se ha transformado en muchos aspectos. Husam tenía 20 años cuando llegaron los americanos en 2003. Había crecido durante los años de la guerra contra Irán primero y las sanciones económicas después. Ni siquiera la superprotección de sus padres, dos profesionales que evitaron chocar con el régimen, le salvó de la austeridad.
“No puedo decir que me faltara nada básico, pero tampoco teníamos ningún aliciente”, admite cuando se le recuerda que pasaba el tiempo ante el ordenador con juegos pirateados que él y sus amigos conseguían gracias a que estudiaban informática. El relato de los viajes que sus padres habían realizado al extranjero antes de que él naciera, le parecían una entelequia. Irak estaba cerrado con dos candados, el de la dictadura que dificultaba salir del país y el de un mundo exterior que tampoco facilitaba visados. La televisión nacional, tres cadenas que competían en aburrimiento con sus reiteradas imágenes de Sadam Husein, tampoco aportaban mucha distracción. El acceso a Internet, que se había autorizado apenas dos años antes, estaba absolutamente controlado y solo era posible con unas tarjetas de prepago que resultaban muy caras.
“Ese fue el mayor cambio”, admite Husam. Él y sus amigos abrazaron las nuevas tecnologías con el fervor del converso. Se pasaban las noches zapeando los cientos de canales que como por arte de magia trajeron las parabólicas, o conectados a la web en los primeros garitos que ofrecieron conexiones baratas. También descubrieron con fascinación los teléfonos móviles, hasta entonces prohibidos. Y perdieron el curso académico. Las tentaciones fueron demasiadas. Husam tardó varios años en encontrar el norte y, con la ayuda de su padre, colocarse en una empresa de servicios en el aeropuerto. Allí, ejerció codo con codo con los americanos y descubrió una ética del trabajo diferente, pero también unas relaciones personales más frías y reguladas. ¿Lo peor? “La comida”, responde sin dudarlo, convencido de que “donde esté una chawerma [cordero o pollo asado a fuego lento y lajeado] que se quiten las hamburguesas”. Tal vez esa sea la razón por la que no han proliferado los restaurantes de comida rápida tan populares en EEUU. Pero no solo los jóvenes fueron tentados por el mercado de consumo que se abrió a la vez que las fronteras.
El padre de Husam cambió rápidamente su viejo Brasili, como aquí se conocía a los Volkswagen Passat fabricados en Brasil, por un BMW 525 de segunda mano. La desaparición de los elevados impuestos que convertían la importación de vehículos en un lujo solo al alcance de los privilegiados, se tradujo en un aumento exponencial del tráfico. Todo el mundo se compró un coche nuevo. Y televisiones, aparatos de aire acondicionado, electrodomésticos… Claro que no necesariamente made in USA. En las tiendas de Karrada y Arrasat, junto a los General Electric o los Whirpool, se ofrecen los Siemens y los Moulinex europeos, pero se llevan la palma las marcas asiáticas, de precios más competitivos. Entre los fabricantes de coches estadounidenses, solo Dodge parece haber abierto un concesionario exclusivo. Ni siquiera en la ropa se percibe la influencia. Mientras en otros países de la zona se ve a jóvenes que incluso vestidos con las túnicas tradicionales adoptan la gorra de béisbol como complemento, en las calles de Bagdad impera la voluntad de pasar desapercibido.
El objetivo es no llamar la atención, para evitar a secuestros y extorsiones. De ahí que los colores preferidos sean distintos tonos de gris y marrón, y el look popular sea más Teherán que Nueva York.
Da la impresión de que los iraquíes quisieran distanciarse psicológicamente de la asociación con un huésped que llegó sin invitación y se quedó más de lo tolerable. Incluso el antiguo hotel Sheraton ha quitado de su fachada el símbolo de esa cadena, que había mantenido durante dos décadas después de que dejara la gestión.
Las gafas de espejo, el pañuelo al cuello y el chicle en la boca, la pose de los soldados iraquíes recuerda a los instructores estadounidenses que les han entrenado. Pero en los ubicuos controles que salpican Bagdad ya casi nadie habla inglés. Sus uniformes y sus rutinas de seguridad son la influencia más visible tras casi nueve años de ocupación. No hay McDonalds, ni Starbucks, ni los grandes centros comerciales que constituyen la imagen de marca del estilo de vida americano y que desde hace tiempo cuentan con franquicias en la mayoría de los países vecinos.
A la pregunta de qué huella han dejado los estadounidenses en el país, la mayoría de los iraquíes responden con una mirada de perplejidad. La inseguridad y la destrucción del paisaje urbano son lo primero que les viene a la mente. Ninguno de los entrevistados menciona de entrada la democracia, la libertad o el consumismo que se desató con la apertura de las fronteras. Hay que insistir un poco para que reconozcan algunos cambios que llegaron de la mano de la invasión, pero no parece que la cultura americana haya calado muy hondo.
“Ya estudiábamos inglés y veíamos películas de Hollywood antes de la invasión”, asegura Haider, un ingeniero informático que acabó su carrera en 2008. “Que yo sepa solo hay una universidad americana en Suleimaniya, no aquí en Bagdad”, señala por su parte Suha, convencida de que la libertad que trajeron los ocupantes resulta irrelevante sin seguridad. Sin embargo, la sociedad se ha transformado en muchos aspectos. Husam tenía 20 años cuando llegaron los americanos en 2003. Había crecido durante los años de la guerra contra Irán primero y las sanciones económicas después. Ni siquiera la superprotección de sus padres, dos profesionales que evitaron chocar con el régimen, le salvó de la austeridad.
“No puedo decir que me faltara nada básico, pero tampoco teníamos ningún aliciente”, admite cuando se le recuerda que pasaba el tiempo ante el ordenador con juegos pirateados que él y sus amigos conseguían gracias a que estudiaban informática. El relato de los viajes que sus padres habían realizado al extranjero antes de que él naciera, le parecían una entelequia. Irak estaba cerrado con dos candados, el de la dictadura que dificultaba salir del país y el de un mundo exterior que tampoco facilitaba visados. La televisión nacional, tres cadenas que competían en aburrimiento con sus reiteradas imágenes de Sadam Husein, tampoco aportaban mucha distracción. El acceso a Internet, que se había autorizado apenas dos años antes, estaba absolutamente controlado y solo era posible con unas tarjetas de prepago que resultaban muy caras.
“Ese fue el mayor cambio”, admite Husam. Él y sus amigos abrazaron las nuevas tecnologías con el fervor del converso. Se pasaban las noches zapeando los cientos de canales que como por arte de magia trajeron las parabólicas, o conectados a la web en los primeros garitos que ofrecieron conexiones baratas. También descubrieron con fascinación los teléfonos móviles, hasta entonces prohibidos. Y perdieron el curso académico. Las tentaciones fueron demasiadas. Husam tardó varios años en encontrar el norte y, con la ayuda de su padre, colocarse en una empresa de servicios en el aeropuerto. Allí, ejerció codo con codo con los americanos y descubrió una ética del trabajo diferente, pero también unas relaciones personales más frías y reguladas. ¿Lo peor? “La comida”, responde sin dudarlo, convencido de que “donde esté una chawerma [cordero o pollo asado a fuego lento y lajeado] que se quiten las hamburguesas”. Tal vez esa sea la razón por la que no han proliferado los restaurantes de comida rápida tan populares en EEUU. Pero no solo los jóvenes fueron tentados por el mercado de consumo que se abrió a la vez que las fronteras.
El padre de Husam cambió rápidamente su viejo Brasili, como aquí se conocía a los Volkswagen Passat fabricados en Brasil, por un BMW 525 de segunda mano. La desaparición de los elevados impuestos que convertían la importación de vehículos en un lujo solo al alcance de los privilegiados, se tradujo en un aumento exponencial del tráfico. Todo el mundo se compró un coche nuevo. Y televisiones, aparatos de aire acondicionado, electrodomésticos… Claro que no necesariamente made in USA. En las tiendas de Karrada y Arrasat, junto a los General Electric o los Whirpool, se ofrecen los Siemens y los Moulinex europeos, pero se llevan la palma las marcas asiáticas, de precios más competitivos. Entre los fabricantes de coches estadounidenses, solo Dodge parece haber abierto un concesionario exclusivo. Ni siquiera en la ropa se percibe la influencia. Mientras en otros países de la zona se ve a jóvenes que incluso vestidos con las túnicas tradicionales adoptan la gorra de béisbol como complemento, en las calles de Bagdad impera la voluntad de pasar desapercibido.