Siria se fractura en la lucha contra El Asad
Damasco permanece blindada por la policía para evitar cualquier protesta.
Damasco, El País
Una hora antes de las plegarias del viernes, el barrio de Midan se llena de policías (con y sin uniforme). Decenas de furgonetas van depositándoles en las esquinas cercanas a las mezquitas de Al Hasan, Salah y Al Rifaí. Otros esperan dentro de los vehículos en las calles adyacentes, o se colocan las protecciones antidisturbios en el patio de una escuela. Como en el resto de Siria, muchos habitantes de Damasco intentan protestar contra el régimen a la salida del rezo. El despliegue se lo impide. Poco después, en la plaza de las Siete Fuentes, una manifestación de apoyo a Bachar el Asad pone de relieve la creciente fractura de una sociedad que algunos analistas ven al borde de la guerra civil.
La división de los sirios es físicamente visible. Más difícil resulta determinar su naturaleza. ¿Es el campo contra la ciudad? ¿Los suníes contra los alauíes? ¿O la conspiración extranjera que denuncia el Gobierno?
“Es el pueblo contra el poder”, me asegura un profesional de clase media que ha participado en varias manifestaciones y a quien llamaré Marwan para proteger su identidad. Alentados por las revueltas de Túnez y Egipto, los sirios han roto el tabú que durante cuatro décadas les ha impedido criticar a sus gobernantes, aunque el miedo aún no ha desaparecido. El grupo de amigos que le rodea comparte su análisis.
Y sin embargo, las imágenes de protestas que las redes opositoras logran sacar del país muestran un mapa muy desigual. Las manifestaciones, y los muertos (hoy viernes 12 civiles y 3 miembros de las fuerzas de seguridad), se concentran en las provincias de Homs, Deraa, Idlib, Hama, Deir er Zor o Rif Damasco. Ni la capital ni Alepo, los dos centros económicos del país que juntos suman un 40% de los 22,5 millones de sirios, se han levantado de forma masiva.
“Han blindado Damasco”, explica un diplomático occidental. Las fuerzas de seguridad han tomado barrios enteros al sur de la capital a los que solo acceden sus habitantes. “Ni aquí ni en Alepo pueden permitirse flaquear. Pero además, estas dos ciudades albergan a una clase social que se ha beneficiado del sistema y que tiene mucho que perder con su caída”, añade. Marwan opina que el régimen “ha comprado a la burguesía comercial”, la base de su apoyo junto al aparato de seguridad y el funcionariado.
“Tampoco es una guerra de suníes contra alauíes, como os empeñáis los extranjeros”, apunta Nada. Esta profesora y madre de dos niños defiende que también hay alauíes y otras minorías entre quienes protestan. “Son menos por una cuestión demográfica”, subraya, aunque también admite que los alauíes, la secta de la familia gobernante, dominan en las fuerzas de seguridad, lo que refuerza esa imagen. A falta de cifras seguras, se estima que los suníes constituyen el 70% de la población y el resto se distribuye entre otros musulmanes (alauíes, drusos, chiíes) y cristianos.
“El régimen está utilizando la amenaza islamista para atemorizar a las minorías”, afirma Marwan. Sus amigos coinciden en que se está exagerando el sectarismo. “Muchas de las mujeres que aparecen en las manifestaciones con el niqab lo llevan para no ser identificadas”, asegura Neha, cuya familia es de Homs. “Sí, los Hermanos Musulmanes suponen una parte importante del exilio, pero hasta ahora no hay nada en sus declaraciones que me haga temer que van a imponerme el niqab”, añade Nada, que viste a la occidental como la mayoría de las sirias urbanas de clase media.
“Que me quede en casa no significa que esté de acuerdo con el régimen”, señala por su parte May, una empresaria cristiana que reconoce que muchos de sus correligionarios “tienen miedo y prefieren no enterarse de lo que está sucediendo”. No obstante, enumera una lista de miembros de esa confesión encarcelados.
Todos pintan una imagen de malestar generalizado con un régimen enquistado en el pasado, corrupto y cuyo presidente les ha defraudado. “Su llegada al poder en el año 2000 fue una bocanada de aire fresco. El nuevo estilo nos hizo olvidar que crecimos en el miedo; llegamos a pensar que vivíamos en un país normal, pero lo sucedido ha demostrado que nada fundamental ha cambiado”, declara Nada. Lo descubrieron tras el primer discurso del presidente Bachar. “Desperdició una oportunidad de oro para haber reconducido la crisis”, concurre Marwan.
Desde entonces la distancia entre las dos Sirias no ha hecho sino crecer. En la plaza de las Siete Fuentes niegan que exista una oposición digna de ese nombre. Quienes acuden a corear “El pueblo quiere al presidente Bachar el Asad” consideran que los muertos en la represión de las fuerzas de seguridad son “traidores” o “agentes extranjeros”. Quienes se juegan la vida a la salida de las mezquitas para pedir un cambio de régimen, desestiman a aquellos como “los beneficiarios del sistema y sus hijos”.
Damasco, El País
Una hora antes de las plegarias del viernes, el barrio de Midan se llena de policías (con y sin uniforme). Decenas de furgonetas van depositándoles en las esquinas cercanas a las mezquitas de Al Hasan, Salah y Al Rifaí. Otros esperan dentro de los vehículos en las calles adyacentes, o se colocan las protecciones antidisturbios en el patio de una escuela. Como en el resto de Siria, muchos habitantes de Damasco intentan protestar contra el régimen a la salida del rezo. El despliegue se lo impide. Poco después, en la plaza de las Siete Fuentes, una manifestación de apoyo a Bachar el Asad pone de relieve la creciente fractura de una sociedad que algunos analistas ven al borde de la guerra civil.
La división de los sirios es físicamente visible. Más difícil resulta determinar su naturaleza. ¿Es el campo contra la ciudad? ¿Los suníes contra los alauíes? ¿O la conspiración extranjera que denuncia el Gobierno?
“Es el pueblo contra el poder”, me asegura un profesional de clase media que ha participado en varias manifestaciones y a quien llamaré Marwan para proteger su identidad. Alentados por las revueltas de Túnez y Egipto, los sirios han roto el tabú que durante cuatro décadas les ha impedido criticar a sus gobernantes, aunque el miedo aún no ha desaparecido. El grupo de amigos que le rodea comparte su análisis.
Y sin embargo, las imágenes de protestas que las redes opositoras logran sacar del país muestran un mapa muy desigual. Las manifestaciones, y los muertos (hoy viernes 12 civiles y 3 miembros de las fuerzas de seguridad), se concentran en las provincias de Homs, Deraa, Idlib, Hama, Deir er Zor o Rif Damasco. Ni la capital ni Alepo, los dos centros económicos del país que juntos suman un 40% de los 22,5 millones de sirios, se han levantado de forma masiva.
“Han blindado Damasco”, explica un diplomático occidental. Las fuerzas de seguridad han tomado barrios enteros al sur de la capital a los que solo acceden sus habitantes. “Ni aquí ni en Alepo pueden permitirse flaquear. Pero además, estas dos ciudades albergan a una clase social que se ha beneficiado del sistema y que tiene mucho que perder con su caída”, añade. Marwan opina que el régimen “ha comprado a la burguesía comercial”, la base de su apoyo junto al aparato de seguridad y el funcionariado.
“Tampoco es una guerra de suníes contra alauíes, como os empeñáis los extranjeros”, apunta Nada. Esta profesora y madre de dos niños defiende que también hay alauíes y otras minorías entre quienes protestan. “Son menos por una cuestión demográfica”, subraya, aunque también admite que los alauíes, la secta de la familia gobernante, dominan en las fuerzas de seguridad, lo que refuerza esa imagen. A falta de cifras seguras, se estima que los suníes constituyen el 70% de la población y el resto se distribuye entre otros musulmanes (alauíes, drusos, chiíes) y cristianos.
“El régimen está utilizando la amenaza islamista para atemorizar a las minorías”, afirma Marwan. Sus amigos coinciden en que se está exagerando el sectarismo. “Muchas de las mujeres que aparecen en las manifestaciones con el niqab lo llevan para no ser identificadas”, asegura Neha, cuya familia es de Homs. “Sí, los Hermanos Musulmanes suponen una parte importante del exilio, pero hasta ahora no hay nada en sus declaraciones que me haga temer que van a imponerme el niqab”, añade Nada, que viste a la occidental como la mayoría de las sirias urbanas de clase media.
“Que me quede en casa no significa que esté de acuerdo con el régimen”, señala por su parte May, una empresaria cristiana que reconoce que muchos de sus correligionarios “tienen miedo y prefieren no enterarse de lo que está sucediendo”. No obstante, enumera una lista de miembros de esa confesión encarcelados.
Todos pintan una imagen de malestar generalizado con un régimen enquistado en el pasado, corrupto y cuyo presidente les ha defraudado. “Su llegada al poder en el año 2000 fue una bocanada de aire fresco. El nuevo estilo nos hizo olvidar que crecimos en el miedo; llegamos a pensar que vivíamos en un país normal, pero lo sucedido ha demostrado que nada fundamental ha cambiado”, declara Nada. Lo descubrieron tras el primer discurso del presidente Bachar. “Desperdició una oportunidad de oro para haber reconducido la crisis”, concurre Marwan.
Desde entonces la distancia entre las dos Sirias no ha hecho sino crecer. En la plaza de las Siete Fuentes niegan que exista una oposición digna de ese nombre. Quienes acuden a corear “El pueblo quiere al presidente Bachar el Asad” consideran que los muertos en la represión de las fuerzas de seguridad son “traidores” o “agentes extranjeros”. Quienes se juegan la vida a la salida de las mezquitas para pedir un cambio de régimen, desestiman a aquellos como “los beneficiarios del sistema y sus hijos”.