La crisis barre a Berlusconi del poder
El primer ministro presenta su dimisión al presidente Giorgio Napolitano, tras la aprobación en el Congreso del proyecto de Ley de Presupuestos para 2012, que incluye algunas de las medidas de ajuste exigidas por la UE
Roma, El País
Los italianos nunca olvidarán el sábado 12 de noviembre de 2011. Minutos antes de las diez de la noche de un día interminable, y después de agarrarse desesperadamente a un poder que no supo ostentar con dignidad, el magnate de la comunicación Silvio Berlusconi, de 75 años, dimitió finalmente como primer ministro del Gobierno de Italia. No lo hizo por haber perdido la mayoría parlamentaria ni por estar inmerso en cinco procesos judiciales por inducción a la prostitución de menores y fraude fiscal. Solo aceptó marcharse después de que la Unión Europea (UE) y los mercados pidieran su cabeza al presidente de la República, Giorgio Napolitano, a cambio de tender la mano a una Italia en quiebra.
Solo cuando ya parecía irreversible la dimisión de Silvio Berlusconi, los italianos han salido a la calle a celebrarlo. Antes, no se atrevieron. Diecisiete años de contacto casi continuo con su forma tramposa de hacer política hacían temer cualquier maniobra de última hora. De hecho, tras anunciar el pasado martes que dimitiría después de aprobar los presupuestos de 2012 con los ajustes exigidos por Bruselas, todavía hizo un amago de quedarse en el poder hasta la celebración de elecciones anticipadas. Solo la acción contundente del presidente Napolitano logró inmovilizarlo en su decisión y acelerar su salida del poder. Pero Berlusconi, genio y figura, mantuvo la tensión hasta el final. Después de que el Congreso aprobara de forma definida los presupuestos de 2012 con las enmiendas de Bruselas, él siguió protagonizando en su palacio particular y en la sede del Ejecutivo una interminable sucesión de misteriosas reuniones con el objetivo, se supone, de dejar a algunos de sus hombres guardándole las espaldas en el nuevo gobierno técnico.
Un nuevo Gobierno que el presidente de la República, urgido por la desastrosa situación económica del país, pretende que sea de consenso, si bien esta es una palabra que lleva décadas arrumbada en la política italiana. Las últimas horas fueron prueba de ello. Aunque Giorgio Napolitano nombró el miércoles senador vitalicio al prestigioso economista Mario Monti, de 68 años, en un gesto inequívoco para impulsar su candidatura a presidir el gobierno de emergencia, varios partidos políticos —entre ellos el Pueblo de la Libertad (PDL) de Berlusconi— intentaron torpedearla. No se sabe aún si para eliminar a Monti, un nombre que despierta un respeto casi unánime, o para intentar captar cuotas de poder en su gabinete. Otros partidos como la Liga Norte de Umberto Bossi, pareja de hecho de Berlusconi en sus sucesivos gobiernos, se mostraron radicalmente opuestos a la opción de un gobierno técnico y pidieron la convocatoria de elecciones anticipadas. Las opciones de centro y de izquierdas, en cambio, trasladaron desde el primer momento a Napolitano su decisión de facilitar con su voto la salida a la crisis política, si bien, al percatarse del gallinero que se montó en las últimas horas, Pierluigi Bersani, líder del Partido Democrático, advirtió: “Un gobierno de consenso no puede ser un Vietnam”.
Un Vietnam sí parece el PDL. La pérdida de poder, aun antes de producirse oficialmente, desunió de un tajo una armonía ficticia, solo unida alrededor del jefe gracias al dinero y los favores. Su delfín, Angelino Alfano, secretario general del partido, se le rebeló sin disimulo. Dos ministros, el de Defensa y el de Exterior, se agarraron a descalificaciones, y la base del partido, desorientada, utilizó la página web para dirimir sus diferencias. Berlusconi, por una vez en su ya dilatada carrera política, callaba. En un silencio que, viniendo de Il Cavaliere, daba mala espina. Tanta que hasta última hora de esta tarde los italianos no salieron a la calle para celebrar su renuncia.
Pero, ay, cuando salieron... Miles de personas se distribuyeron entre los vértices de una tarde histórica: Palacio de Montecitorio, sede del Parlamento, Palacio Chigi, sede del Gobierno, Palacio Grazioli, la casa de Berlusconi en Roma, también famosa por sus fiestas nocturnas, y finalmente el Palacio del Quirinal, sede la presidencia de la República y residencia, por tanto, de un viejo comunista de 86 años que en la última semana ha demostrado que los italianos tenían razón cuando veían en él un punto de referencia, un político de altura en medio de la mediocridad reinante. Al tiempo que en el Quirinal los ciudadanos cantaban el Aleluya, en la puerta del Palacio Chigi un grupo de personas abucheó con fuerza a Berlusconi. Il Cavaliere comentó, siempre teatral: “Siento una amargura profunda”.
Una amargura de cocodrilo por cuanto unos minutos después, durante la reunión con la cúpula de su partido para cerrar filas ante el posible apoyo a Monti, volvió a salir el fullero que lleva dentro: “No os preocupéis, que a este Gobierno le podemos desenchufar el respirador en cuanto queramos”. La amenaza latente que sobre la política italiana seguirá pendiendo mientras Berlusconi, ahora bloqueado por la coyuntura, se considere todavía una opción política.
Tal vez por eso, sabedores del peligro que encierra Berlusconi y de los procesos que enfrenta, la asociación Justicia y Libertad —integrada por los intelectuales italianos de más prestigio— pidió hoy que en las ventanas de las casas flamee a partir de ahora una bandera italiana que recuerde que Berlusconi se ha ido con una deuda pendiente.
Una deuda pendiente con Italia, a la que no supo representar con dignidad. Una deuda pendiente con los italianos, que sentían vergüenza de viajar al extranjero y soportar sonrisas a lo Merkel y Sarkozy. Una deuda pendiente con las mujeres italianas, por haberlas tratado como objetos. Una deuda con la mejor juventud, que tiene que elegir entre el paro o la emigración porque el mérito perdió su batalla frente al enchufe. Y una deuda muy importante con la justicia, a la que ninguneó, torpedeó y burló desde el poder. Al, desde esta noche, ciudadano Berlusconi le perseguirán todas sus deudas.
Roma, El País
Los italianos nunca olvidarán el sábado 12 de noviembre de 2011. Minutos antes de las diez de la noche de un día interminable, y después de agarrarse desesperadamente a un poder que no supo ostentar con dignidad, el magnate de la comunicación Silvio Berlusconi, de 75 años, dimitió finalmente como primer ministro del Gobierno de Italia. No lo hizo por haber perdido la mayoría parlamentaria ni por estar inmerso en cinco procesos judiciales por inducción a la prostitución de menores y fraude fiscal. Solo aceptó marcharse después de que la Unión Europea (UE) y los mercados pidieran su cabeza al presidente de la República, Giorgio Napolitano, a cambio de tender la mano a una Italia en quiebra.
Solo cuando ya parecía irreversible la dimisión de Silvio Berlusconi, los italianos han salido a la calle a celebrarlo. Antes, no se atrevieron. Diecisiete años de contacto casi continuo con su forma tramposa de hacer política hacían temer cualquier maniobra de última hora. De hecho, tras anunciar el pasado martes que dimitiría después de aprobar los presupuestos de 2012 con los ajustes exigidos por Bruselas, todavía hizo un amago de quedarse en el poder hasta la celebración de elecciones anticipadas. Solo la acción contundente del presidente Napolitano logró inmovilizarlo en su decisión y acelerar su salida del poder. Pero Berlusconi, genio y figura, mantuvo la tensión hasta el final. Después de que el Congreso aprobara de forma definida los presupuestos de 2012 con las enmiendas de Bruselas, él siguió protagonizando en su palacio particular y en la sede del Ejecutivo una interminable sucesión de misteriosas reuniones con el objetivo, se supone, de dejar a algunos de sus hombres guardándole las espaldas en el nuevo gobierno técnico.
Un nuevo Gobierno que el presidente de la República, urgido por la desastrosa situación económica del país, pretende que sea de consenso, si bien esta es una palabra que lleva décadas arrumbada en la política italiana. Las últimas horas fueron prueba de ello. Aunque Giorgio Napolitano nombró el miércoles senador vitalicio al prestigioso economista Mario Monti, de 68 años, en un gesto inequívoco para impulsar su candidatura a presidir el gobierno de emergencia, varios partidos políticos —entre ellos el Pueblo de la Libertad (PDL) de Berlusconi— intentaron torpedearla. No se sabe aún si para eliminar a Monti, un nombre que despierta un respeto casi unánime, o para intentar captar cuotas de poder en su gabinete. Otros partidos como la Liga Norte de Umberto Bossi, pareja de hecho de Berlusconi en sus sucesivos gobiernos, se mostraron radicalmente opuestos a la opción de un gobierno técnico y pidieron la convocatoria de elecciones anticipadas. Las opciones de centro y de izquierdas, en cambio, trasladaron desde el primer momento a Napolitano su decisión de facilitar con su voto la salida a la crisis política, si bien, al percatarse del gallinero que se montó en las últimas horas, Pierluigi Bersani, líder del Partido Democrático, advirtió: “Un gobierno de consenso no puede ser un Vietnam”.
Un Vietnam sí parece el PDL. La pérdida de poder, aun antes de producirse oficialmente, desunió de un tajo una armonía ficticia, solo unida alrededor del jefe gracias al dinero y los favores. Su delfín, Angelino Alfano, secretario general del partido, se le rebeló sin disimulo. Dos ministros, el de Defensa y el de Exterior, se agarraron a descalificaciones, y la base del partido, desorientada, utilizó la página web para dirimir sus diferencias. Berlusconi, por una vez en su ya dilatada carrera política, callaba. En un silencio que, viniendo de Il Cavaliere, daba mala espina. Tanta que hasta última hora de esta tarde los italianos no salieron a la calle para celebrar su renuncia.
Pero, ay, cuando salieron... Miles de personas se distribuyeron entre los vértices de una tarde histórica: Palacio de Montecitorio, sede del Parlamento, Palacio Chigi, sede del Gobierno, Palacio Grazioli, la casa de Berlusconi en Roma, también famosa por sus fiestas nocturnas, y finalmente el Palacio del Quirinal, sede la presidencia de la República y residencia, por tanto, de un viejo comunista de 86 años que en la última semana ha demostrado que los italianos tenían razón cuando veían en él un punto de referencia, un político de altura en medio de la mediocridad reinante. Al tiempo que en el Quirinal los ciudadanos cantaban el Aleluya, en la puerta del Palacio Chigi un grupo de personas abucheó con fuerza a Berlusconi. Il Cavaliere comentó, siempre teatral: “Siento una amargura profunda”.
Una amargura de cocodrilo por cuanto unos minutos después, durante la reunión con la cúpula de su partido para cerrar filas ante el posible apoyo a Monti, volvió a salir el fullero que lleva dentro: “No os preocupéis, que a este Gobierno le podemos desenchufar el respirador en cuanto queramos”. La amenaza latente que sobre la política italiana seguirá pendiendo mientras Berlusconi, ahora bloqueado por la coyuntura, se considere todavía una opción política.
Tal vez por eso, sabedores del peligro que encierra Berlusconi y de los procesos que enfrenta, la asociación Justicia y Libertad —integrada por los intelectuales italianos de más prestigio— pidió hoy que en las ventanas de las casas flamee a partir de ahora una bandera italiana que recuerde que Berlusconi se ha ido con una deuda pendiente.
Una deuda pendiente con Italia, a la que no supo representar con dignidad. Una deuda pendiente con los italianos, que sentían vergüenza de viajar al extranjero y soportar sonrisas a lo Merkel y Sarkozy. Una deuda pendiente con las mujeres italianas, por haberlas tratado como objetos. Una deuda con la mejor juventud, que tiene que elegir entre el paro o la emigración porque el mérito perdió su batalla frente al enchufe. Y una deuda muy importante con la justicia, a la que ninguneó, torpedeó y burló desde el poder. Al, desde esta noche, ciudadano Berlusconi le perseguirán todas sus deudas.