Gobiernos de tecnócratas
Jesús Ceberio, El País
Hace unas semanas Lula proclamaba en Madrid que las grandes crisis exigen líderes políticos, no tecnócratas. En otro caso bastaría con buscar en las universidades o encargar la tarea a un head hunter. Para sostener este mensaje nadie más cualificado que un sindicalista y trabajador manual que en sus ocho años como presidente ha puesto a Brasil en la órbita de las naciones con peso global. El mensaje que estos días nos llega desde Italia y Grecia es justamente el contrario. Que se vayan los políticos electos y vengan unos técnicos a resolver el desaguisado que aquellos crearon. La Europa para la que Lula pedía en ese mismo discurso la declaración como patrimonio democrático de la humanidad ha sancionado la decisión y los mercados han aliviado su presión. Nada de esto hubiera ocurrido si los políticos de los dos países no hubieran incurrido en mentiras y engaños continuados.
No es una noticia que anime precisamente a los ciudadanos españoles a acudir a las urnas dentro de ocho días para decidir quién debe gobernar el país en circunstancias extremadamente difíciles. Cierto que el grado de confianza que conceden los ciudadanos a los políticos que dirimen esta batalla electoral está en mínimos históricos (en torno al 30%), pero probablemente los economistas no saldrían mejor librados y menos aún antiguos gobernadores de bancos centrales.
Esta fiebre de apelar a los técnicos para resolver situaciones excepcionales de crisis tuvo un primer episodio agudo en Estados Unidos, en los años siguientes a 1929, hasta que Franklin D. Roosevelt restableció la primacía de la política con su arrolladora victoria de 1932. Keynes marcaría después de la II Guerra Mundial el punto más alto del prestigio social de los economistas cuando diseñó en Bretton Woods un nuevo sistema monetario y económico mundial.
En su libro 'El Bundesbank, el banco que gobierna Europa' el periodista británico David Marsh relata cómo tres cancilleres de la República Federal de Alemania (Erhard en 1966, Kiesinger en 1969 y Schmidt en 1982) fueron desplazados del poder no por derrotas electorales, sino por rupturas internas de las coaliciones gobernantes a raíz de sucesivos repuntes de los tipos de interés decididos por el Bundesbank. En todo caso el resultado fueron cambios de alianzas parlamentarias que se gestionaron desde la normalidad política.
Los nuevos Gobiernos que asuman el poder en Atenas y Roma contarán también, faltaría más, con el voto de los respectivos Parlamentos, otra cosa sería un golpe, pero tienen un rasgo de excepcionalidad que no se puede disociar del descrédito que acumula la clase política incluso en países de inequívoca trayectoria democrática. Por breve que sea este interregno tecnocrático, las piruetas de los vecinos mediterráneos obligan a nuestros políticos a reflexionar sobre la sostenibilidad de tantas promesas electorales, a veces contradictorias, como están sembrando estos días. Rubalcaba ha enumerado algunos impuestos que va a subir, otros que va a crear de nueva planta para grandes fortunas y bancos, y ha anticipado que pedirá una moratoria en los plazos europeos de déficit. Propuestas discutidas y discutibles que evaluará el votante.
¿Cómo piensa Rajoy cumplir el objetivo de reducir el déficit en dos puntos (más de 25.000 millones), mantener intacto el Estado de bienestar (sanidad, educación, pensiones) e incentivar la creación de empleo sin subir ningún impuesto? ¿Da tanto de sí el recorte de las capas prescindibles de las Administraciones públicas o el despilfarro? Los ciudadanos, que en las encuestas le están anticipando una holgada mayoría, tienen derecho a saberlo. Nada sería peor que pudieran sentirse engañados en el futuro.
Hace unas semanas Lula proclamaba en Madrid que las grandes crisis exigen líderes políticos, no tecnócratas. En otro caso bastaría con buscar en las universidades o encargar la tarea a un head hunter. Para sostener este mensaje nadie más cualificado que un sindicalista y trabajador manual que en sus ocho años como presidente ha puesto a Brasil en la órbita de las naciones con peso global. El mensaje que estos días nos llega desde Italia y Grecia es justamente el contrario. Que se vayan los políticos electos y vengan unos técnicos a resolver el desaguisado que aquellos crearon. La Europa para la que Lula pedía en ese mismo discurso la declaración como patrimonio democrático de la humanidad ha sancionado la decisión y los mercados han aliviado su presión. Nada de esto hubiera ocurrido si los políticos de los dos países no hubieran incurrido en mentiras y engaños continuados.
No es una noticia que anime precisamente a los ciudadanos españoles a acudir a las urnas dentro de ocho días para decidir quién debe gobernar el país en circunstancias extremadamente difíciles. Cierto que el grado de confianza que conceden los ciudadanos a los políticos que dirimen esta batalla electoral está en mínimos históricos (en torno al 30%), pero probablemente los economistas no saldrían mejor librados y menos aún antiguos gobernadores de bancos centrales.
Esta fiebre de apelar a los técnicos para resolver situaciones excepcionales de crisis tuvo un primer episodio agudo en Estados Unidos, en los años siguientes a 1929, hasta que Franklin D. Roosevelt restableció la primacía de la política con su arrolladora victoria de 1932. Keynes marcaría después de la II Guerra Mundial el punto más alto del prestigio social de los economistas cuando diseñó en Bretton Woods un nuevo sistema monetario y económico mundial.
En su libro 'El Bundesbank, el banco que gobierna Europa' el periodista británico David Marsh relata cómo tres cancilleres de la República Federal de Alemania (Erhard en 1966, Kiesinger en 1969 y Schmidt en 1982) fueron desplazados del poder no por derrotas electorales, sino por rupturas internas de las coaliciones gobernantes a raíz de sucesivos repuntes de los tipos de interés decididos por el Bundesbank. En todo caso el resultado fueron cambios de alianzas parlamentarias que se gestionaron desde la normalidad política.
Los nuevos Gobiernos que asuman el poder en Atenas y Roma contarán también, faltaría más, con el voto de los respectivos Parlamentos, otra cosa sería un golpe, pero tienen un rasgo de excepcionalidad que no se puede disociar del descrédito que acumula la clase política incluso en países de inequívoca trayectoria democrática. Por breve que sea este interregno tecnocrático, las piruetas de los vecinos mediterráneos obligan a nuestros políticos a reflexionar sobre la sostenibilidad de tantas promesas electorales, a veces contradictorias, como están sembrando estos días. Rubalcaba ha enumerado algunos impuestos que va a subir, otros que va a crear de nueva planta para grandes fortunas y bancos, y ha anticipado que pedirá una moratoria en los plazos europeos de déficit. Propuestas discutidas y discutibles que evaluará el votante.
¿Cómo piensa Rajoy cumplir el objetivo de reducir el déficit en dos puntos (más de 25.000 millones), mantener intacto el Estado de bienestar (sanidad, educación, pensiones) e incentivar la creación de empleo sin subir ningún impuesto? ¿Da tanto de sí el recorte de las capas prescindibles de las Administraciones públicas o el despilfarro? Los ciudadanos, que en las encuestas le están anticipando una holgada mayoría, tienen derecho a saberlo. Nada sería peor que pudieran sentirse engañados en el futuro.