Dos velocidades, dos Europas
El temor es que vayamos hacia dos Europas: un núcleo duro que se aísle del resto frente a otros países considerados de segunda clase
Madrid, El País
Al calor de la implosión política de Grecia y la desestabilización de Italia se han hecho más probables dos fenómenos que hasta ahora solo existían como posibilidades teóricas: una, que un país abandone o sea forzado a abandonar el euro; dos, que un grupo de países decida avanzar en la integración dejando a los demás atrás. Así pues, lo que antes era posible pero sumamente improbable ahora comienza a ser probable, eso sí, con unas consecuencias casi imposibles de imaginar: estamos hablando de la combinación de un efecto centrífugo, que amenaza con desgajar la Unión Europea por fuera, con un efecto centrípeto, que amenaza con romper la Unión Europea por dentro.
Dejando a un lado el primer problema, hay que decir que la posibilidad de ir a una integración a varios ritmos no es nueva: de hecho, con 17 miembros en el euro y diez fuera, ya tenemos una Europa a varias velocidades, máxime si consideramos que hay miembros (entre los que sobresalen los británicos, los suecos y los daneses) que no solo no participan en el euro sino que tampoco participan en algunas políticas, como la defensa, la inmigración o la política social. Por tanto, el problema no es que dentro del mismo edificio, con las mismas normas y bajo el mismo Tratado, coexistan varias velocidades, que los más rezagados puedan ir sumándose al grupo de cabeza o que algunos Estados soliciten, por razones internas, no participar en algunas políticas. Todo eso ya lo tenemos. Como también tenemos en los Tratados europeos unos procedimientos que regulan las llamadas “cooperaciones reforzadas”, que permiten a un grupo de Estados pioneros avanzar más rápidamente que otros garantizando que el proceso reforzará el proyecto europeo, no que lo debilitará. De hecho, en el pasado, la posibilidad de quedarse descolgado del pelotón de cabeza tuvo un efecto dinamizador, ya que sirvió para estimular a muchos países, entre ellos el nuestro, a hacer las reformas necesarias para sumarse al euro. E incluso cuando la integración procedió por fuera de los Tratados (como en el caso del acuerdo de Schengen que daría lugar a la supresión de los controles fronterizos), los países pioneros lograron que sus éxitos fueran finalmente reabsorbidos en los Tratados, extendidos a todos los miembros y puestos bajo gestión y supervisión de las instituciones europeas (Comisión, Consejo, Parlamento y Tribunal).
Pero ahora los escenarios no son tan benignos. Más bien de lo que hablamos es del temor a que en lugar de una Europa a dos velocidades, vayamos hacia dos Europas, es decir, hacia un núcleo duro que se aísle deliberadamente del resto y erija barreras de difícil o imposible salvación frente a otros que son considerados países de segunda clase no aptos para estar el núcleo duro. Si la crisis desencadena el rescate de Italia, los seis países de la eurozona cuya deuda sigue calificada como triple A (Alemania, Francia, Países Bajos, Austria, Finlandia y Luxemburgo) pueden tener la tentación de marcharse hacia dentro y constituir una Unión de austeridad a la que sólo pudieran acceder los que tuvieran la máxima calificación crediticia. No se trataría pues de utilizar la crisis para, por fin, avanzar hacia una unión política en la que cupiéramos todos, sino de forzar, a costa de la crisis, que estos países pudieran deshacerse de lo que consideran tres lastres que frenan su avance y progreso: Reino Unido, con su constante obstruccionismo político; los deudores del sur de Europa, que se considera que tardarán una década en volver a estar en pie; y los países de la ampliación al Este, culpabilizados de la debilitación del proyecto político europeo.
Huelga decir que las consecuencias de esta ruptura serían demoledoras, y no solo en el ámbito económico, donde los mercados penalizarían aún más a los países de la periferia que quedaran excluidos, empujándolos a la recesión y retrasando su recuperación económica. En el plano político, una ruptura de este calado haría aflorar todas las tensiones subyacentes hoy entre Norte y Sur, Este y Oeste, daría alas al populismo antieuropeo en muchos países y alimentaría los sentimientos contra Francia y, especialmente, contra Alemania. Vistas las consecuencias, y los precedentes, es muy posible que estemos ante un farol con el que Alemania y Francia pretenden asustar a todo el mundo, especialmente en el sur de Europa, con el objetivo de que entiendan la gravedad de la crisis y cumplan sus promesas de ajuste. No obstante, aunque sea farol, es mejor tomárnoslo como lo que es, una amenaza real y creíble. La alternativa es que se trate de una promesa, lo que sería mucho peor.
Madrid, El País
Al calor de la implosión política de Grecia y la desestabilización de Italia se han hecho más probables dos fenómenos que hasta ahora solo existían como posibilidades teóricas: una, que un país abandone o sea forzado a abandonar el euro; dos, que un grupo de países decida avanzar en la integración dejando a los demás atrás. Así pues, lo que antes era posible pero sumamente improbable ahora comienza a ser probable, eso sí, con unas consecuencias casi imposibles de imaginar: estamos hablando de la combinación de un efecto centrífugo, que amenaza con desgajar la Unión Europea por fuera, con un efecto centrípeto, que amenaza con romper la Unión Europea por dentro.
Dejando a un lado el primer problema, hay que decir que la posibilidad de ir a una integración a varios ritmos no es nueva: de hecho, con 17 miembros en el euro y diez fuera, ya tenemos una Europa a varias velocidades, máxime si consideramos que hay miembros (entre los que sobresalen los británicos, los suecos y los daneses) que no solo no participan en el euro sino que tampoco participan en algunas políticas, como la defensa, la inmigración o la política social. Por tanto, el problema no es que dentro del mismo edificio, con las mismas normas y bajo el mismo Tratado, coexistan varias velocidades, que los más rezagados puedan ir sumándose al grupo de cabeza o que algunos Estados soliciten, por razones internas, no participar en algunas políticas. Todo eso ya lo tenemos. Como también tenemos en los Tratados europeos unos procedimientos que regulan las llamadas “cooperaciones reforzadas”, que permiten a un grupo de Estados pioneros avanzar más rápidamente que otros garantizando que el proceso reforzará el proyecto europeo, no que lo debilitará. De hecho, en el pasado, la posibilidad de quedarse descolgado del pelotón de cabeza tuvo un efecto dinamizador, ya que sirvió para estimular a muchos países, entre ellos el nuestro, a hacer las reformas necesarias para sumarse al euro. E incluso cuando la integración procedió por fuera de los Tratados (como en el caso del acuerdo de Schengen que daría lugar a la supresión de los controles fronterizos), los países pioneros lograron que sus éxitos fueran finalmente reabsorbidos en los Tratados, extendidos a todos los miembros y puestos bajo gestión y supervisión de las instituciones europeas (Comisión, Consejo, Parlamento y Tribunal).
Pero ahora los escenarios no son tan benignos. Más bien de lo que hablamos es del temor a que en lugar de una Europa a dos velocidades, vayamos hacia dos Europas, es decir, hacia un núcleo duro que se aísle deliberadamente del resto y erija barreras de difícil o imposible salvación frente a otros que son considerados países de segunda clase no aptos para estar el núcleo duro. Si la crisis desencadena el rescate de Italia, los seis países de la eurozona cuya deuda sigue calificada como triple A (Alemania, Francia, Países Bajos, Austria, Finlandia y Luxemburgo) pueden tener la tentación de marcharse hacia dentro y constituir una Unión de austeridad a la que sólo pudieran acceder los que tuvieran la máxima calificación crediticia. No se trataría pues de utilizar la crisis para, por fin, avanzar hacia una unión política en la que cupiéramos todos, sino de forzar, a costa de la crisis, que estos países pudieran deshacerse de lo que consideran tres lastres que frenan su avance y progreso: Reino Unido, con su constante obstruccionismo político; los deudores del sur de Europa, que se considera que tardarán una década en volver a estar en pie; y los países de la ampliación al Este, culpabilizados de la debilitación del proyecto político europeo.
Huelga decir que las consecuencias de esta ruptura serían demoledoras, y no solo en el ámbito económico, donde los mercados penalizarían aún más a los países de la periferia que quedaran excluidos, empujándolos a la recesión y retrasando su recuperación económica. En el plano político, una ruptura de este calado haría aflorar todas las tensiones subyacentes hoy entre Norte y Sur, Este y Oeste, daría alas al populismo antieuropeo en muchos países y alimentaría los sentimientos contra Francia y, especialmente, contra Alemania. Vistas las consecuencias, y los precedentes, es muy posible que estemos ante un farol con el que Alemania y Francia pretenden asustar a todo el mundo, especialmente en el sur de Europa, con el objetivo de que entiendan la gravedad de la crisis y cumplan sus promesas de ajuste. No obstante, aunque sea farol, es mejor tomárnoslo como lo que es, una amenaza real y creíble. La alternativa es que se trate de una promesa, lo que sería mucho peor.