Berlusconi deja Italia como la halló
Italia, AFP
Demasiado tardías, demasiado raras, las expresiones de “responsabilidad” y “conciencia” empleadas el 8 de noviembre por Silvio Berlusconi, luego de presentar su renuncia al presidente de la República, Giorgio Napolitano, no bastaron para asegurar confianza de hombre de Estado. Después de una década de reinado durante los últimos 17 años, Berlusconi deja a Italia más o menos en las mismas condiciones en que la encontró cuando llegó por primera vez al poder en 1994.
En cambio, en cuanto a su fortuna personal y sus negocios, todo va mejor. Pero el balance del presidente saliente del Consejo de Ministros no es muy satisfactorio. No tuvo éxito en conducir la “revolución liberal” que había prometido. Los impuestos, que quiso reducir, aumentaron para quienes los pagan. La fractura entre el Norte, rico y dinámico, y el Sur, pobre y necesitado, se agrandó.
La justicia, lenta y saturada, lo sigue siendo. El Estado, ineficaz, sigue fraccionado en regiones, provincias y comunas, en competencias inextricables. El ejecutivo, bajo presión permanente del Parlamento, sigue siendo igual de débil. La televisión pública sigue estando “encadenada” por los partidos que la usan de servilleta. El crecimiento continúa detenido.
“Estoy cansado de no poder dictar la línea, de no poder hacer las reformas que quería”, explicó Berlusconi al director de La Stampa, Mario Calabresi, en sus confidencias publicadas el 9 de noviembre por el periódico de Turín. “Tengo más poder como siemple ciudadano que como presidente del Consejo”, agregó.
De alguna manera, tiene razón: Italia se distingue por la presencia de una red de poderes (sindicatos, profesiones, partidos, Iglesia) cuya principal preocupación es que nada cambie. Pero igual ocurrió.
Nunca un presidente del Consejo se benefició de tanta popularidad, de medios, financieros y mediáticos, con una influencia tal en su campo para reformar al país.
Al tomar el poder sobre las ruinas de la Primera República, mermada por los negocios o por el descrédito prolongado de la izquierda, Berlusconi tuvo ante sí el escenario de una comedia de bulevard. Hubo una explicación para esta impotencia: el conflicto de intereses.
Silvio, el empresario, redujo de manera considerable los márgenes de maniobra de Berlusconi, presidente del Consejo, suponiendo que su deseo de introducir reformas haya sido sincero. ¿Cómo cambiar la mentalidad de un público audiovisual cuando uno mismo posee tres cadenas de tv, una editorial y 40 periódicos?
¿Cómo reformar la Justicia cuando uno se ha enfrentado a 27 procesos, de los cuales tres están en curso? ¿Cómo reformar las leyes cuando es uno quien elige a sus abogados en la Cámara de Diputados? ¿Cómo cobrar los impuestos cuando uno mismo incurre en fraudes? ¿Cómo afirmar la autoridad del Estado cuando su principal aliado, la Liga del Norte, defiende la secesión del norte de Italia? ¿Cómo representar el genio de Italia cuando uno es adepto al bunga-bunga? En esas condiciones, el gran proyecto de una nueva Italia encontró muy rápido sus límites.
Berlusconi no parece que lo haya lamentado. En su lugar, se contentó con pequeñas reformas con consecuencias muy ventajosas para él. Dos o tres ejemplos: la ley Gasparri, que le permite continuar sin problemas jugando desde una posición dominante en los medios; el recorte de los plazos de prescripción por los delitos que lo involucran o la despenalización de los falsos balances financieros.
Su salida prematura de la escena pone fin —¿provisionalmente?— a sus intentos de reducir la duración de los procesos a seis años y castigar las multas, incluso de prisión, a los periodistas que hayan divulgado partes de la instrucción (juicios orales y escuchas telefónicas).
Tampoco resiste el análisis su reputación de “hombre de acción” capaz de todos los milagros. En 2008, prometió poner fin al escándalo de la basura que inunda las calles de Nápoles. Los desperdicios han vuelto. En 2009, después del terremoto en L’Aquila, prometió reconstruir la ciudad. Los habitantes todavía dormirán por mucho tiempo en las instalaciones antisísmicas que rodean la ciudad, antes de poder volver a sus casas.
Pero a pesar de su fracaso patente, Berlusconi aún es capaz de aportarle un poco de estabilidad a Italia que, antes de su arribo al poder, cambiaba de gobierno cada seis meses.
También sigue siendo un precursor al haber construido, en 1994, gracias a los ejecutivos de su agencia de publicidad, un partido (Forza Italia) que lo llevó al poder pocos meses después. También innovó poniendo ante los ojos de los italianos su vida personal (su éxito y su familia) y su cuerpo (sonriente o martirizado por el acto de un loco que le lanzó una estatuilla en el rostro, en diciembre de 2010).
Por último está la marca cultural, que quizá tardará mucho en ser borrada. Diecisiete años de berlusconismo modificaron profundamente la mentalidad de los italianos o amplificaron sus defectos, según es caso. Su salida permitirá tal vez desenmarañar las responsabilidades de unos y de otros en esta relación. Algún día posiblemente se sabrá si Berlusconi hizo a los italianos a su imagen, o si fue al contrario.
Demasiado tardías, demasiado raras, las expresiones de “responsabilidad” y “conciencia” empleadas el 8 de noviembre por Silvio Berlusconi, luego de presentar su renuncia al presidente de la República, Giorgio Napolitano, no bastaron para asegurar confianza de hombre de Estado. Después de una década de reinado durante los últimos 17 años, Berlusconi deja a Italia más o menos en las mismas condiciones en que la encontró cuando llegó por primera vez al poder en 1994.
En cambio, en cuanto a su fortuna personal y sus negocios, todo va mejor. Pero el balance del presidente saliente del Consejo de Ministros no es muy satisfactorio. No tuvo éxito en conducir la “revolución liberal” que había prometido. Los impuestos, que quiso reducir, aumentaron para quienes los pagan. La fractura entre el Norte, rico y dinámico, y el Sur, pobre y necesitado, se agrandó.
La justicia, lenta y saturada, lo sigue siendo. El Estado, ineficaz, sigue fraccionado en regiones, provincias y comunas, en competencias inextricables. El ejecutivo, bajo presión permanente del Parlamento, sigue siendo igual de débil. La televisión pública sigue estando “encadenada” por los partidos que la usan de servilleta. El crecimiento continúa detenido.
“Estoy cansado de no poder dictar la línea, de no poder hacer las reformas que quería”, explicó Berlusconi al director de La Stampa, Mario Calabresi, en sus confidencias publicadas el 9 de noviembre por el periódico de Turín. “Tengo más poder como siemple ciudadano que como presidente del Consejo”, agregó.
De alguna manera, tiene razón: Italia se distingue por la presencia de una red de poderes (sindicatos, profesiones, partidos, Iglesia) cuya principal preocupación es que nada cambie. Pero igual ocurrió.
Nunca un presidente del Consejo se benefició de tanta popularidad, de medios, financieros y mediáticos, con una influencia tal en su campo para reformar al país.
Al tomar el poder sobre las ruinas de la Primera República, mermada por los negocios o por el descrédito prolongado de la izquierda, Berlusconi tuvo ante sí el escenario de una comedia de bulevard. Hubo una explicación para esta impotencia: el conflicto de intereses.
Silvio, el empresario, redujo de manera considerable los márgenes de maniobra de Berlusconi, presidente del Consejo, suponiendo que su deseo de introducir reformas haya sido sincero. ¿Cómo cambiar la mentalidad de un público audiovisual cuando uno mismo posee tres cadenas de tv, una editorial y 40 periódicos?
¿Cómo reformar la Justicia cuando uno se ha enfrentado a 27 procesos, de los cuales tres están en curso? ¿Cómo reformar las leyes cuando es uno quien elige a sus abogados en la Cámara de Diputados? ¿Cómo cobrar los impuestos cuando uno mismo incurre en fraudes? ¿Cómo afirmar la autoridad del Estado cuando su principal aliado, la Liga del Norte, defiende la secesión del norte de Italia? ¿Cómo representar el genio de Italia cuando uno es adepto al bunga-bunga? En esas condiciones, el gran proyecto de una nueva Italia encontró muy rápido sus límites.
Berlusconi no parece que lo haya lamentado. En su lugar, se contentó con pequeñas reformas con consecuencias muy ventajosas para él. Dos o tres ejemplos: la ley Gasparri, que le permite continuar sin problemas jugando desde una posición dominante en los medios; el recorte de los plazos de prescripción por los delitos que lo involucran o la despenalización de los falsos balances financieros.
Su salida prematura de la escena pone fin —¿provisionalmente?— a sus intentos de reducir la duración de los procesos a seis años y castigar las multas, incluso de prisión, a los periodistas que hayan divulgado partes de la instrucción (juicios orales y escuchas telefónicas).
Tampoco resiste el análisis su reputación de “hombre de acción” capaz de todos los milagros. En 2008, prometió poner fin al escándalo de la basura que inunda las calles de Nápoles. Los desperdicios han vuelto. En 2009, después del terremoto en L’Aquila, prometió reconstruir la ciudad. Los habitantes todavía dormirán por mucho tiempo en las instalaciones antisísmicas que rodean la ciudad, antes de poder volver a sus casas.
Pero a pesar de su fracaso patente, Berlusconi aún es capaz de aportarle un poco de estabilidad a Italia que, antes de su arribo al poder, cambiaba de gobierno cada seis meses.
También sigue siendo un precursor al haber construido, en 1994, gracias a los ejecutivos de su agencia de publicidad, un partido (Forza Italia) que lo llevó al poder pocos meses después. También innovó poniendo ante los ojos de los italianos su vida personal (su éxito y su familia) y su cuerpo (sonriente o martirizado por el acto de un loco que le lanzó una estatuilla en el rostro, en diciembre de 2010).
Por último está la marca cultural, que quizá tardará mucho en ser borrada. Diecisiete años de berlusconismo modificaron profundamente la mentalidad de los italianos o amplificaron sus defectos, según es caso. Su salida permitirá tal vez desenmarañar las responsabilidades de unos y de otros en esta relación. Algún día posiblemente se sabrá si Berlusconi hizo a los italianos a su imagen, o si fue al contrario.