Los fantasmas del despacho oval
Washington, El País
Si Hillary Clinton hubiera ganado las primarias a Obama, probablemente hoy sería la primera mujer presidenta de Estados Unidos y viviría en la Casa Blanca. Sin duda habría tenido una doble emoción, las dos muy fuertes, al entrar en el Despacho Oval, donde su marido había perpetrado el acto lascivo con la becaria Monica Lewinsky. Desde el mismo sillón del delito, ahora Hillary gobernaría el imperio del mundo, sin lograr sacudir de su mente ciertos fantasmas que flotaban en aquel espacio. Puede que al principio hubiera estado menos obsesionada por encontrar a Bin Laden que por descubrir todavía restos de semen de aquel idiota en alguna de las paredes enteladas bajo el retrato de Abraham Lincoln o de George Washington.
Cuando saltó el escándalo y Bill Clinton tuvo que confesar su infidelidad frente a las cámaras ante toda la nación, luego se presentó en la habitación de Hillary, que lo esperaba sentada en el borde de la cama, se arrodilló ante ella y le pidió perdón llorando. Ella se puso en pie y le dio una bofetada. "Eres un estúpido bastardo, un maldito bastardo. ¿Cómo has podido arriesgar todo esto?". Se lo preguntó fríamente, puesto que la cólera femenina, al parecer, no obedecía tanto a la infidelidad, que ya le traía sin cuidado, más allá de la humillación pública que implicaba, como al hecho de que aquel cretino echara por la borda todo su poder sobre el globo terráqueo por una simple felación. Jackie Kennedy le mandó un mensaje: "Sigue mi ejemplo. También yo tuve que cerrar los ojos ante las traiciones de Jack. La historia nos espera".
Hillary no estaba dispuesta a apuntarse al club de las esposas engañadas ni tampoco a pedir el divorcio, como le aconsejaban quienes solo conocen la primera capa de la cebolla del alma humana. Indignada, traicionada, sola, exasperada, humillada, sabía que solo el poder tenía fuerza suficiente para curar cualquier herida. Los que conocían a la pareja de cerca sabían que Hillary era más inteligente, más ambiciosa aún que su marido, aquel frívolo, simpático y atractivo muchacho de Arkansas al que conoció en la Universidad de Yale, que tocaba el saxo, fumaba porros, estudiaba Leyes, cuya innata seducción la usaría en adelante con la misma voracidad para conquistar mujeres y hacer carrera política. Hillary venía de Chicago, donde había nacido en octubre de 1947, hija de inmigrantes metodistas ingleses, galeses y escoceses, gente dura, que la educaron en el sacrificio, en encontrar la fortaleza dentro de sí misma. Fue líder de su grupo de Girl Scouts, limpió salmones en verano en Alaska, iba de caza con su tío sin importarle pegar un tiro a un venado entre los ojos. Después de licenciarse en Derecho abrió bufete en Washington, donde empezó a brillar en la abogacía. Se casó con su compañero Bill Clinton en 1975, se establecieron en Arkansas y a partir de ese momento Hillary se convirtió en ese personaje en la sombra sin el cual su marido no hubiera sido nada. Se hizo famoso un chiste. Bill Clinton y Hillary van por una carretera de Arkansas. Al pasar por una gasolinera, ella le dice: "Mira, ese chico del surtidor fue mi novio en el instituto". Clinton le contesta: "Si te hubieras casado con él, ahora estarías despachando gasolina". Ella le dice: "No, querido, él ahora sería presidente de Estados Unidos".
Hillary es el ejemplo de la mujer fuerte de la Biblia, libro sagrado que, por cierto, un día le tiró a la cabeza a Clinton cuando se enteró de que se había liado con la secretaria. También se contó de ella que había tenido un romance apasionado durante años con Vince Foster, un abogado de la Casa Blanca. De Hillary Clinton queda la imagen de su coraje para soportar la humillación de un marido infiel y la lucha por renacer de sus cenizas a través del poder. De hecho, sus únicas lágrimas en público fueron las que derramó al perder las primarias frente a Omaba en New Hampshire. Esa derrota le impidió sentarse en el sillón del delito en el Despacho Oval donde tal vez piensa vengarse un día de todos sus fantasmas.
Si Hillary Clinton hubiera ganado las primarias a Obama, probablemente hoy sería la primera mujer presidenta de Estados Unidos y viviría en la Casa Blanca. Sin duda habría tenido una doble emoción, las dos muy fuertes, al entrar en el Despacho Oval, donde su marido había perpetrado el acto lascivo con la becaria Monica Lewinsky. Desde el mismo sillón del delito, ahora Hillary gobernaría el imperio del mundo, sin lograr sacudir de su mente ciertos fantasmas que flotaban en aquel espacio. Puede que al principio hubiera estado menos obsesionada por encontrar a Bin Laden que por descubrir todavía restos de semen de aquel idiota en alguna de las paredes enteladas bajo el retrato de Abraham Lincoln o de George Washington.
Cuando saltó el escándalo y Bill Clinton tuvo que confesar su infidelidad frente a las cámaras ante toda la nación, luego se presentó en la habitación de Hillary, que lo esperaba sentada en el borde de la cama, se arrodilló ante ella y le pidió perdón llorando. Ella se puso en pie y le dio una bofetada. "Eres un estúpido bastardo, un maldito bastardo. ¿Cómo has podido arriesgar todo esto?". Se lo preguntó fríamente, puesto que la cólera femenina, al parecer, no obedecía tanto a la infidelidad, que ya le traía sin cuidado, más allá de la humillación pública que implicaba, como al hecho de que aquel cretino echara por la borda todo su poder sobre el globo terráqueo por una simple felación. Jackie Kennedy le mandó un mensaje: "Sigue mi ejemplo. También yo tuve que cerrar los ojos ante las traiciones de Jack. La historia nos espera".
Hillary no estaba dispuesta a apuntarse al club de las esposas engañadas ni tampoco a pedir el divorcio, como le aconsejaban quienes solo conocen la primera capa de la cebolla del alma humana. Indignada, traicionada, sola, exasperada, humillada, sabía que solo el poder tenía fuerza suficiente para curar cualquier herida. Los que conocían a la pareja de cerca sabían que Hillary era más inteligente, más ambiciosa aún que su marido, aquel frívolo, simpático y atractivo muchacho de Arkansas al que conoció en la Universidad de Yale, que tocaba el saxo, fumaba porros, estudiaba Leyes, cuya innata seducción la usaría en adelante con la misma voracidad para conquistar mujeres y hacer carrera política. Hillary venía de Chicago, donde había nacido en octubre de 1947, hija de inmigrantes metodistas ingleses, galeses y escoceses, gente dura, que la educaron en el sacrificio, en encontrar la fortaleza dentro de sí misma. Fue líder de su grupo de Girl Scouts, limpió salmones en verano en Alaska, iba de caza con su tío sin importarle pegar un tiro a un venado entre los ojos. Después de licenciarse en Derecho abrió bufete en Washington, donde empezó a brillar en la abogacía. Se casó con su compañero Bill Clinton en 1975, se establecieron en Arkansas y a partir de ese momento Hillary se convirtió en ese personaje en la sombra sin el cual su marido no hubiera sido nada. Se hizo famoso un chiste. Bill Clinton y Hillary van por una carretera de Arkansas. Al pasar por una gasolinera, ella le dice: "Mira, ese chico del surtidor fue mi novio en el instituto". Clinton le contesta: "Si te hubieras casado con él, ahora estarías despachando gasolina". Ella le dice: "No, querido, él ahora sería presidente de Estados Unidos".
Hillary es el ejemplo de la mujer fuerte de la Biblia, libro sagrado que, por cierto, un día le tiró a la cabeza a Clinton cuando se enteró de que se había liado con la secretaria. También se contó de ella que había tenido un romance apasionado durante años con Vince Foster, un abogado de la Casa Blanca. De Hillary Clinton queda la imagen de su coraje para soportar la humillación de un marido infiel y la lucha por renacer de sus cenizas a través del poder. De hecho, sus únicas lágrimas en público fueron las que derramó al perder las primarias frente a Omaba en New Hampshire. Esa derrota le impidió sentarse en el sillón del delito en el Despacho Oval donde tal vez piensa vengarse un día de todos sus fantasmas.