La primavera árabe inflama la rivalidad histórica irano-saudí
Teherán, El País
La primavera árabe, que ha lanzado a millones de jóvenes a la calle para pedir democracia y libertad y ha acabado ya con tres dictadores, ha inflamado también la rivalidad histórica existente entre Irán y Arabia Saudí, cuyos dirigentes temen las consecuencias que estas revueltas puedan tener en su área de influencia y sobre todo en el interior de ambos regímenes autoritarios.
El antagonismo entre Irán (de población persa) y Arabia Saudí (árabe) tiene, por supuesto raíces en la diferencia étnica, pero también en la religiosa, ya que ambos se consideran depositarios de la verdadera fe desde el mismo momento en que murió Mahoma. El enfrentamiento por la herencia del profeta dio origen a las dos grandes ramas del islam: suní y chií. Las estrategias distintas que cada uno defiende hacia sus grandes reservas de hidrocarburos -Arabia Saudí tiene las mayores del mundo- no hacen más que añadir leña al fuego.
La relación entre los dos países ribereños del golfo Pérsico se deterioró considerablemente tras el derrocamiento de la dinastía Pavlevi en Irán y la toma del poder por el imán Jomeini, en 1979. La Casa de Saud que reina en Riad desde 1932, después de haber logrado unificar buena parte de la península Arábiga, se sintió amenazada por el régimen de los ayatolás. El apoyo de la monarquía saudí a Irak durante la sangrienta contienda que le enfrentó a Irán (1980-1988), tampoco ayudó a mejorar el clima entre Teherán y Riad.
Sin embargo, han sido estos últimos meses los que más han enrarecido las relaciones. El régimen saudí ha acusado al presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, de apoyar la revuelta de la minoría chií que se concentra en la Provincia Oriental del reino. Mientras tanto, la conservadora monarquía ha tratado de aplacar el malestar de su población con importantes concesiones económicas, un notable impulso a la construcción de viviendas sociales y el compromiso de atender algunas de las reivindicaciones de la mujer, como la concesión del voto para las próximas elecciones municipales, que se celebrarán dentro de cinco años.
Irán ha tenido razones, incluso más evidentes, para poner freno a cualquier acercamiento a su vecino, con el que no comparte frontera terrestre. Los cables de Wikileaks -publicados por cinco medios internacionales, entre ellos EL PAÍS- han revelado la demanda del Gobierno de Riad de que EE UU bombardee Irán para acabar con su programa atómico y con cualquier posibilidad de que la República Islámica se dote de armas nucleares. Israel y Arabia Saudí son los más claros partidarios de recurrir a una operación armada para poner fin a las aspiraciones nucleares de los ayatolás.
Teherán también ha visto con malos ojos la decisión de Arabia Saudí de enviar tropas a Bahréin en apoyo de esa monarquía absoluta de credo suní que oprime a la mayoría chií de esta minúscula península del golfo Pérsico. Irán, que reprimió sin que le temblara el pulso la llamada revolución verde contra el fraude electoral que permitió la reelección de Ahmadineyad en 2009, se ha mostrado a favor de las reivindicaciones de democracia y defensa de los derechos humanos planteadas por los bahreinís en las calles de Manama.
Tanto Irán como Arabia Saudí compiten por afianzar su influencia en Oriente Próximo, a veces de forma tan palpable como en Líbano, pero también en los demás países. Uno de los mayores temores de Riad es que Teherán consiga cubrir bajo su capa a Irak, país con un 60% de población chií que ha estado siempre gobernado por suníes y que, tras la desastrosa invasión de Estados Unidos, trata de hacerse dueño de su futuro.
La crisis económica ha venido a sumarse a la tremenda tensión que ejerce la primavera árabe sobre estos regímenes autárquicos situados en polos diametralmente opuestos -la República Islámica ha criticado desde su instauración a todas las monarquías corruptas del mundo árabe y Arabia Saudí considera un peligro el proselitismo de los ayatolás-. Con apenas 26 millones de habitantes, Riad defiende una estrategia energética a largo plazo con una reducción de la producción petrolífera que mantenga los precios. Irán, por el contrario, con 70 millones de habitantes y la economía por los suelos necesita bombear con urgencia petróleo, y cuanto más caro mejor, para sostener el desarrollo y frenar eventuales revueltas.
La acusación formulada contra Irán por Estados Unidos, principal aliado de Arabia Saudí, no hace más que deteriorar el difícil juego de influencias y poderes que se desarrolla en Oriente Próximo y puede originar una nueva escalada bélica en una zona vital para la estabilidad del planeta.
La primavera árabe, que ha lanzado a millones de jóvenes a la calle para pedir democracia y libertad y ha acabado ya con tres dictadores, ha inflamado también la rivalidad histórica existente entre Irán y Arabia Saudí, cuyos dirigentes temen las consecuencias que estas revueltas puedan tener en su área de influencia y sobre todo en el interior de ambos regímenes autoritarios.
El antagonismo entre Irán (de población persa) y Arabia Saudí (árabe) tiene, por supuesto raíces en la diferencia étnica, pero también en la religiosa, ya que ambos se consideran depositarios de la verdadera fe desde el mismo momento en que murió Mahoma. El enfrentamiento por la herencia del profeta dio origen a las dos grandes ramas del islam: suní y chií. Las estrategias distintas que cada uno defiende hacia sus grandes reservas de hidrocarburos -Arabia Saudí tiene las mayores del mundo- no hacen más que añadir leña al fuego.
La relación entre los dos países ribereños del golfo Pérsico se deterioró considerablemente tras el derrocamiento de la dinastía Pavlevi en Irán y la toma del poder por el imán Jomeini, en 1979. La Casa de Saud que reina en Riad desde 1932, después de haber logrado unificar buena parte de la península Arábiga, se sintió amenazada por el régimen de los ayatolás. El apoyo de la monarquía saudí a Irak durante la sangrienta contienda que le enfrentó a Irán (1980-1988), tampoco ayudó a mejorar el clima entre Teherán y Riad.
Sin embargo, han sido estos últimos meses los que más han enrarecido las relaciones. El régimen saudí ha acusado al presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, de apoyar la revuelta de la minoría chií que se concentra en la Provincia Oriental del reino. Mientras tanto, la conservadora monarquía ha tratado de aplacar el malestar de su población con importantes concesiones económicas, un notable impulso a la construcción de viviendas sociales y el compromiso de atender algunas de las reivindicaciones de la mujer, como la concesión del voto para las próximas elecciones municipales, que se celebrarán dentro de cinco años.
Irán ha tenido razones, incluso más evidentes, para poner freno a cualquier acercamiento a su vecino, con el que no comparte frontera terrestre. Los cables de Wikileaks -publicados por cinco medios internacionales, entre ellos EL PAÍS- han revelado la demanda del Gobierno de Riad de que EE UU bombardee Irán para acabar con su programa atómico y con cualquier posibilidad de que la República Islámica se dote de armas nucleares. Israel y Arabia Saudí son los más claros partidarios de recurrir a una operación armada para poner fin a las aspiraciones nucleares de los ayatolás.
Teherán también ha visto con malos ojos la decisión de Arabia Saudí de enviar tropas a Bahréin en apoyo de esa monarquía absoluta de credo suní que oprime a la mayoría chií de esta minúscula península del golfo Pérsico. Irán, que reprimió sin que le temblara el pulso la llamada revolución verde contra el fraude electoral que permitió la reelección de Ahmadineyad en 2009, se ha mostrado a favor de las reivindicaciones de democracia y defensa de los derechos humanos planteadas por los bahreinís en las calles de Manama.
Tanto Irán como Arabia Saudí compiten por afianzar su influencia en Oriente Próximo, a veces de forma tan palpable como en Líbano, pero también en los demás países. Uno de los mayores temores de Riad es que Teherán consiga cubrir bajo su capa a Irak, país con un 60% de población chií que ha estado siempre gobernado por suníes y que, tras la desastrosa invasión de Estados Unidos, trata de hacerse dueño de su futuro.
La crisis económica ha venido a sumarse a la tremenda tensión que ejerce la primavera árabe sobre estos regímenes autárquicos situados en polos diametralmente opuestos -la República Islámica ha criticado desde su instauración a todas las monarquías corruptas del mundo árabe y Arabia Saudí considera un peligro el proselitismo de los ayatolás-. Con apenas 26 millones de habitantes, Riad defiende una estrategia energética a largo plazo con una reducción de la producción petrolífera que mantenga los precios. Irán, por el contrario, con 70 millones de habitantes y la economía por los suelos necesita bombear con urgencia petróleo, y cuanto más caro mejor, para sostener el desarrollo y frenar eventuales revueltas.
La acusación formulada contra Irán por Estados Unidos, principal aliado de Arabia Saudí, no hace más que deteriorar el difícil juego de influencias y poderes que se desarrolla en Oriente Próximo y puede originar una nueva escalada bélica en una zona vital para la estabilidad del planeta.