¿Dónde está el problema?
SANTIAGO CARRILLO
Hace días, en una de las Cuarta Página de EL PAÍS se publicaba un interesante artículo -El G-20 debe ponerse serio- firmado por Gordon Brown, Felipe González y Ernesto Zedillo. Era un texto cauteloso, prudente, como escrito para iniciados, para colegas, con un fondo muy crítico para la gestión de la crisis del G-20.
Para un lector corriente, ajeno a ese ámbito, su lectura resultaba desconsoladora. ¿En qué manos está la suerte del mundo? Las reuniones del G-20, en torno a las cuales el ruido mediático era descomunal, habían sido inútiles, pues no habían alcanzado la cooperación de unos y otros.
Y a partir de un momento, el de la reunión de Pittsburgh, dice textualmente el artículo, "comenzó el descenso del G-20 hacia la irrelevancia más absoluta".
En todo este proceso los articulistas subrayan la responsabilidad de las "grandes economías", citándose expresamente a Estados Unidos, China y Alemania.
Para muchos de los que lo hayan leído no será una sorpresa, pues la idea de que la crisis estaba mal gobernada está tan extendida que en los países en que ha habido elecciones, los partidos en el Gobierno, tanto los de izquierda como de derecha, han sido derrotados. Y a los españoles les servirá para hacer un juicio sobre la actitud de nuestros ministros al trasladarnos los mandatos de Bruselas como si estuvieran respaldados por la ciencia económica más infalible.
El artículo que comento concluye reclamando prácticamente un Fondo Monetario Internacional nuevo; independiente de los intereses de las potencias que hasta ahora lo han controlado y utilizado con arreglo a sus particulares intereses y, por ello, muy contestado en medio mundo, por no decir más.
La idea de ese cambio del FMI está relacionada con una exigencia que se repite cuatro veces: la necesidad de un crecimiento mundial equilibrado sustancial y sostenido.
Dudo de que sea fácil lograr ese cambio del FMI. Dudo de que ciertas grandes economías renuncien a disponer de un instrumento así. El FMI lleva ya muchos años funcionando; tiene sus propias rutinas, una idiosincrasia. Darle la vuelta a ese trasto no será nunca fácil. Además en un mundo tan diverso, del que no ha desaparecido la sombra de los bloques, de los que el mismo FMI era hechura, no sé si sería capaz de cambiar tanto.
Pero en relación con la necesidad de impulsar el crecimiento económico expresada en ese artículo, desde la timidez que me invade al pensar que tantos maestros de la economía han podido equivocarse durante tanto tiempo, y siendo yo un simple
aficionado, me atrevo a plantear: la causa de este impasse ¿acaso no está en un mal planteamiento del problema, forzado por el enorme poder de los mercados?
¿Acaso no ha llegado el momento de reconocer que priorizar lo que se ha llamado la capitalización de los bancos sobre el crecimiento, sobre el fortalecimiento de la demanda, sobre la solución de la crisis económica general, con medidas de corte keynesiano, no es lo que nos ha conducido al borde de una crisis crónica que ha puesto en peligro el equilibrio social y el prestigio de las instituciones democráticas?
Con esa prioridad hemos puesto en peligro la unidad de Europa y la moneda única; hemos dividido Europa en países ricos y pobres.
¿No nos estamos moviendo en un círculo vicioso? Llevamos tres años intentando recapitalizar a los bancos y para ello estamos estrangulando a la economía productiva, empobreciendo a la población y a los Estados, destruyendo el crecimiento.
Da grima ver el estado a que ha quedado reducida Grecia. Algunos han perdido la noción de lo que representa ese país en la historia de la cultura humana y le han tratado como un Estado apestado. Como si el hecho de no ser una gran economía, de haber accedido tarde al desarrollo y no haber disfrutado del pastel colonial, de haber estado geográficamente en un espacio históricamente conflictivo, le privara del derecho a una vida digna y libre en esta Europa que dice querer unirse. Si Europa no se prepara a superar las consecuencias del desarrollo desigual de sus pueblos, difícilmente llegará nunca a estar realmente unida.
Además, el trato a Grecia ha arrastrado ya a Portugal e Irlanda. Y está a punto de arrastrar a Italia y España. Y si una serie de países europeos se empobrecen arrastrarán con ellos a la Europa rica. Ya podemos presenciar cómo a la economía más grande de la Tierra, Estados Unidos, le afectan seriamente los efectos de la crisis. Ningún Estado está libre de las consecuencias de la política dominante.
Pero además resulta que tres años priorizando la solución a los problemas de la banca tampoco han servido para resolverlos y para tranquilizar a los mercados.
En este orden de cosas también vamos a peor y la degradación de la situación ha puesto en movimiento fuerzas que colocan en riesgo todos los avances logrados por la humanidad en el terreno de la democracia y la paz.
En esta situación han encontrado ambiente propicio para su desarrollo, tanto en Estados Unidos como en Europa, fuerzas que defienden como solución definitiva la ideología del capitalismo salvaje de la escuela de Chicago, la revolución conservadora que pretende privatizarlo todo, convertir en puro negocio hasta el disfrute del aire que respiramos y desde luego las funciones del Estado, comprendidas las de la defensa y la seguridad. Hay quien empieza a pensar que el Tea Party y otros grupos semejantes son la semilla del fascismo de hoy.
Quizás el problema está en que hay que poner freno a esta ideología del capitalismo salvaje. Que el sistema en que vivimos esté reclamando de momento una reforma urgente que limite sus efectos negativos. Y esa reforma probablemente es una reivindicación que la izquierda europea defendió en otros tiempos, cuando poseía una existencia real en la vida política, la transformación del sistema financiero es un servicio público gestionado por los Estados y coordinado mundialmente.
Esto no es ya una reivindicación ideológica, puesto que en el sector de la economía productiva, del comercio y los servicios seguiría existiendo la propiedad privada y las plusvalías, el mercado libre. Sería poner fin a una situación en la que el sistema financiero con sus juegos de casino, se ha convertido en un fin en sí mismo, en el que manejando papel se hacen en horas tremendas fortunas y en el que el poder del dinero se ha convertido en el gran poder fáctico que ha convertido en poderes subordinados a los poderes políticos, multiplicando el caos y la autarquía del capitalismo.
Antes el sistema financiero era el lubricante de la economía productiva. En el curso de esta crisis comprobamos que se ha convertido en un obstáculo para aquella, al sacrificar el crecimiento y el desarrollo a los intereses de la banca.
Una reforma así debería ser reclamada por la izquierda, pero también por cualquier fuerza política moderada y responsable que se dé cuenta de que este capitalismo salvaje solo puede provocar catástrofes para todos.
Claro que hoy esa medida tendría que ser tomada a nivel global -o de otra forma sería ineficaz e imposible- y por un consenso amplísimo entre Estados y clases sociales diferentes. En definitiva, sería la única manera de poner de pie lo que está cabeza abajo y de que la política mande sobre la economía.
Santiago Carrillo fue secretario general del PCE y es comentarista político.
Hace días, en una de las Cuarta Página de EL PAÍS se publicaba un interesante artículo -El G-20 debe ponerse serio- firmado por Gordon Brown, Felipe González y Ernesto Zedillo. Era un texto cauteloso, prudente, como escrito para iniciados, para colegas, con un fondo muy crítico para la gestión de la crisis del G-20.
Para un lector corriente, ajeno a ese ámbito, su lectura resultaba desconsoladora. ¿En qué manos está la suerte del mundo? Las reuniones del G-20, en torno a las cuales el ruido mediático era descomunal, habían sido inútiles, pues no habían alcanzado la cooperación de unos y otros.
Y a partir de un momento, el de la reunión de Pittsburgh, dice textualmente el artículo, "comenzó el descenso del G-20 hacia la irrelevancia más absoluta".
En todo este proceso los articulistas subrayan la responsabilidad de las "grandes economías", citándose expresamente a Estados Unidos, China y Alemania.
Para muchos de los que lo hayan leído no será una sorpresa, pues la idea de que la crisis estaba mal gobernada está tan extendida que en los países en que ha habido elecciones, los partidos en el Gobierno, tanto los de izquierda como de derecha, han sido derrotados. Y a los españoles les servirá para hacer un juicio sobre la actitud de nuestros ministros al trasladarnos los mandatos de Bruselas como si estuvieran respaldados por la ciencia económica más infalible.
El artículo que comento concluye reclamando prácticamente un Fondo Monetario Internacional nuevo; independiente de los intereses de las potencias que hasta ahora lo han controlado y utilizado con arreglo a sus particulares intereses y, por ello, muy contestado en medio mundo, por no decir más.
La idea de ese cambio del FMI está relacionada con una exigencia que se repite cuatro veces: la necesidad de un crecimiento mundial equilibrado sustancial y sostenido.
Dudo de que sea fácil lograr ese cambio del FMI. Dudo de que ciertas grandes economías renuncien a disponer de un instrumento así. El FMI lleva ya muchos años funcionando; tiene sus propias rutinas, una idiosincrasia. Darle la vuelta a ese trasto no será nunca fácil. Además en un mundo tan diverso, del que no ha desaparecido la sombra de los bloques, de los que el mismo FMI era hechura, no sé si sería capaz de cambiar tanto.
Pero en relación con la necesidad de impulsar el crecimiento económico expresada en ese artículo, desde la timidez que me invade al pensar que tantos maestros de la economía han podido equivocarse durante tanto tiempo, y siendo yo un simple
aficionado, me atrevo a plantear: la causa de este impasse ¿acaso no está en un mal planteamiento del problema, forzado por el enorme poder de los mercados?
¿Acaso no ha llegado el momento de reconocer que priorizar lo que se ha llamado la capitalización de los bancos sobre el crecimiento, sobre el fortalecimiento de la demanda, sobre la solución de la crisis económica general, con medidas de corte keynesiano, no es lo que nos ha conducido al borde de una crisis crónica que ha puesto en peligro el equilibrio social y el prestigio de las instituciones democráticas?
Con esa prioridad hemos puesto en peligro la unidad de Europa y la moneda única; hemos dividido Europa en países ricos y pobres.
¿No nos estamos moviendo en un círculo vicioso? Llevamos tres años intentando recapitalizar a los bancos y para ello estamos estrangulando a la economía productiva, empobreciendo a la población y a los Estados, destruyendo el crecimiento.
Da grima ver el estado a que ha quedado reducida Grecia. Algunos han perdido la noción de lo que representa ese país en la historia de la cultura humana y le han tratado como un Estado apestado. Como si el hecho de no ser una gran economía, de haber accedido tarde al desarrollo y no haber disfrutado del pastel colonial, de haber estado geográficamente en un espacio históricamente conflictivo, le privara del derecho a una vida digna y libre en esta Europa que dice querer unirse. Si Europa no se prepara a superar las consecuencias del desarrollo desigual de sus pueblos, difícilmente llegará nunca a estar realmente unida.
Además, el trato a Grecia ha arrastrado ya a Portugal e Irlanda. Y está a punto de arrastrar a Italia y España. Y si una serie de países europeos se empobrecen arrastrarán con ellos a la Europa rica. Ya podemos presenciar cómo a la economía más grande de la Tierra, Estados Unidos, le afectan seriamente los efectos de la crisis. Ningún Estado está libre de las consecuencias de la política dominante.
Pero además resulta que tres años priorizando la solución a los problemas de la banca tampoco han servido para resolverlos y para tranquilizar a los mercados.
En este orden de cosas también vamos a peor y la degradación de la situación ha puesto en movimiento fuerzas que colocan en riesgo todos los avances logrados por la humanidad en el terreno de la democracia y la paz.
En esta situación han encontrado ambiente propicio para su desarrollo, tanto en Estados Unidos como en Europa, fuerzas que defienden como solución definitiva la ideología del capitalismo salvaje de la escuela de Chicago, la revolución conservadora que pretende privatizarlo todo, convertir en puro negocio hasta el disfrute del aire que respiramos y desde luego las funciones del Estado, comprendidas las de la defensa y la seguridad. Hay quien empieza a pensar que el Tea Party y otros grupos semejantes son la semilla del fascismo de hoy.
Quizás el problema está en que hay que poner freno a esta ideología del capitalismo salvaje. Que el sistema en que vivimos esté reclamando de momento una reforma urgente que limite sus efectos negativos. Y esa reforma probablemente es una reivindicación que la izquierda europea defendió en otros tiempos, cuando poseía una existencia real en la vida política, la transformación del sistema financiero es un servicio público gestionado por los Estados y coordinado mundialmente.
Esto no es ya una reivindicación ideológica, puesto que en el sector de la economía productiva, del comercio y los servicios seguiría existiendo la propiedad privada y las plusvalías, el mercado libre. Sería poner fin a una situación en la que el sistema financiero con sus juegos de casino, se ha convertido en un fin en sí mismo, en el que manejando papel se hacen en horas tremendas fortunas y en el que el poder del dinero se ha convertido en el gran poder fáctico que ha convertido en poderes subordinados a los poderes políticos, multiplicando el caos y la autarquía del capitalismo.
Antes el sistema financiero era el lubricante de la economía productiva. En el curso de esta crisis comprobamos que se ha convertido en un obstáculo para aquella, al sacrificar el crecimiento y el desarrollo a los intereses de la banca.
Una reforma así debería ser reclamada por la izquierda, pero también por cualquier fuerza política moderada y responsable que se dé cuenta de que este capitalismo salvaje solo puede provocar catástrofes para todos.
Claro que hoy esa medida tendría que ser tomada a nivel global -o de otra forma sería ineficaz e imposible- y por un consenso amplísimo entre Estados y clases sociales diferentes. En definitiva, sería la única manera de poner de pie lo que está cabeza abajo y de que la política mande sobre la economía.
Santiago Carrillo fue secretario general del PCE y es comentarista político.