Masacre en Noruega: Democracia bajo ataque
Oslo, El País
Como pasó en enero con el atentado contra la congresista Giffords de Arizona, la carnicería en Noruega ha puesto en cuestión el extremismo que socava las bases de la convivencia democrática en Occidente. La matanza es un síntoma excepcional, injusto para caracterizar a todo un fenómeno político e ideológico que no es, en esencia, violento. Pero no faltan otros indicadores. La economía internacional vive pendiente del Congreso estadounidense, donde los ultras del Tea Party han radicalizado a su Partido Republicano hasta el punto de acercar a su país al abismo económico con tal de no romper con su dogma ideológico contra la subida de impuestos. El acceso de partidos xenófobos populistas (derechistas en lo social, no siempre en lo económico) a la representación parlamentaria es ya un hecho en prácticamente la mitad de los Estados miembros de la UE. Y el caso de las escuchas ilegales de News of the World ha puesto de relieve la falta de escrúpulos de un imperio mediático con un programa ideológico al servicio de su modelo empresarial. En Europa, Estados Unidos y otros países como Australia y Canadá, la derecha moderada, que empezó a crecer con la caída del muro de Berlín y la crisis ideológica de la izquierda, corre el riesgo de ser devorada, a la par que la propia izquierda, por un radicalismo que no se detiene ante los límites éticos del Estado democrático.
La crisis económica ha puesto de relieve el extremismo de la doctrina económica que prevaleció en Occidente, y que desde allí se impuso a otros, en las dos últimas décadas. El llamado consenso de Washington tuvo efectos devastadores para las economías en desarrollo de América Latina, África y Asia, y los tiene, y tendrá, en las de Europa y Estados Unidos. La reacción al desastre que se desencadenó en 2008, sin embargo, no ha sido la autocrítica, sino una ofensiva todavía mayor para asentar unos dogmas económicos que han demostrado sus carencias. En Europa se impone una mal llamada ortodoxia que podría condenar a toda la eurozona, y en especial a los mediterráneos, a lustros de crecimiento anémico en pos de una supuesta virtud macroeconómica ciega a la realidad del momento. En Estados Unidos la contraofensiva de Wall Street se ha combinado con el populismo antiimpuestos para hacer prácticamente imposible la reforma, incluso moderada, de un sistema cuyas disfunciones han quedado patentes.
Si en el terreno económico este radicalismo tiene raíces en América, Europa tiene el dudoso honor de llevar la vanguardia en otro tipo de radicalización, la xenófoba. El discurso contra la diferencia ha hecho furor en muchos países europeos. Ya sea el inmigrante (real o imaginario, de primera generación o de cuarta) o la minoría nacional (en Europa Central y Oriental) se ha convertido en el blanco preferido de una nueva ola de partidos populistas que han logrado éxitos no desdeñables, incluyendo la entrada en Gobiernos de países como Italia, Austria o Dinamarca. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron en primera línea los argumentos que tienen como diana al islam, que han hecho fortuna a ambos lados del Atlántico. Ante una nueva fuerza con gran empuje electoral que amenazaba su hegemonía, las derechas tradicionales han adoptado parte del discurso radical, poniendo en peligro la convivencia en barrios y pueblos, y logros históricos como el melting pot en Estados Unidos o la libre circulación de personas entre Estados europeos.
Esta radicalización se ha vivido también en el discurso público, donde se banaliza el recurso a tildar al adversario de enemigo (un clásico del populismo) y se presentan las soluciones de consenso como una capitulación. El imperio de Rupert Murdoch se ha convertido en la cara más visible de un modo de hacer periodismo que fuerza no solo los códigos deontológicos de la profesión, sino incluso los límites éticos en democracia. En su carrera hacia el poder, desde el nuevo laborismo de Blair hasta los conservadores de mayor tradición democrática no han dudado en aliarse con él.
El extremismo violento no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda: en ambos lados es una excepción patológica. Pero el radicalismo ideológico en Occidente está recorriendo caminos muy distintos: mientras las opciones de extrema izquierda no han logrado atraer a la izquierda moderada y al centro-izquierda hacia sus opciones, la ultraderecha y el populismo xenófobo están consiguiendo mover a los partidos de la derecha tradicional hacia posiciones alejadas de su tradición democrática: aislacionistas, nacionalistas, intolerantes con la diversidad y rígidamente ideológicas en lo económico. La izquierda, en especial la socialdemócrata, tiene clara conciencia de estar en crisis. Pero la derecha democrática, con sus éxitos electorales y su capacidad por mover el llamado centro político hacia su campo, no puede mirar hacia otro lado ante estas amenazas.
Como pasó en enero con el atentado contra la congresista Giffords de Arizona, la carnicería en Noruega ha puesto en cuestión el extremismo que socava las bases de la convivencia democrática en Occidente. La matanza es un síntoma excepcional, injusto para caracterizar a todo un fenómeno político e ideológico que no es, en esencia, violento. Pero no faltan otros indicadores. La economía internacional vive pendiente del Congreso estadounidense, donde los ultras del Tea Party han radicalizado a su Partido Republicano hasta el punto de acercar a su país al abismo económico con tal de no romper con su dogma ideológico contra la subida de impuestos. El acceso de partidos xenófobos populistas (derechistas en lo social, no siempre en lo económico) a la representación parlamentaria es ya un hecho en prácticamente la mitad de los Estados miembros de la UE. Y el caso de las escuchas ilegales de News of the World ha puesto de relieve la falta de escrúpulos de un imperio mediático con un programa ideológico al servicio de su modelo empresarial. En Europa, Estados Unidos y otros países como Australia y Canadá, la derecha moderada, que empezó a crecer con la caída del muro de Berlín y la crisis ideológica de la izquierda, corre el riesgo de ser devorada, a la par que la propia izquierda, por un radicalismo que no se detiene ante los límites éticos del Estado democrático.
La crisis económica ha puesto de relieve el extremismo de la doctrina económica que prevaleció en Occidente, y que desde allí se impuso a otros, en las dos últimas décadas. El llamado consenso de Washington tuvo efectos devastadores para las economías en desarrollo de América Latina, África y Asia, y los tiene, y tendrá, en las de Europa y Estados Unidos. La reacción al desastre que se desencadenó en 2008, sin embargo, no ha sido la autocrítica, sino una ofensiva todavía mayor para asentar unos dogmas económicos que han demostrado sus carencias. En Europa se impone una mal llamada ortodoxia que podría condenar a toda la eurozona, y en especial a los mediterráneos, a lustros de crecimiento anémico en pos de una supuesta virtud macroeconómica ciega a la realidad del momento. En Estados Unidos la contraofensiva de Wall Street se ha combinado con el populismo antiimpuestos para hacer prácticamente imposible la reforma, incluso moderada, de un sistema cuyas disfunciones han quedado patentes.
Si en el terreno económico este radicalismo tiene raíces en América, Europa tiene el dudoso honor de llevar la vanguardia en otro tipo de radicalización, la xenófoba. El discurso contra la diferencia ha hecho furor en muchos países europeos. Ya sea el inmigrante (real o imaginario, de primera generación o de cuarta) o la minoría nacional (en Europa Central y Oriental) se ha convertido en el blanco preferido de una nueva ola de partidos populistas que han logrado éxitos no desdeñables, incluyendo la entrada en Gobiernos de países como Italia, Austria o Dinamarca. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron en primera línea los argumentos que tienen como diana al islam, que han hecho fortuna a ambos lados del Atlántico. Ante una nueva fuerza con gran empuje electoral que amenazaba su hegemonía, las derechas tradicionales han adoptado parte del discurso radical, poniendo en peligro la convivencia en barrios y pueblos, y logros históricos como el melting pot en Estados Unidos o la libre circulación de personas entre Estados europeos.
Esta radicalización se ha vivido también en el discurso público, donde se banaliza el recurso a tildar al adversario de enemigo (un clásico del populismo) y se presentan las soluciones de consenso como una capitulación. El imperio de Rupert Murdoch se ha convertido en la cara más visible de un modo de hacer periodismo que fuerza no solo los códigos deontológicos de la profesión, sino incluso los límites éticos en democracia. En su carrera hacia el poder, desde el nuevo laborismo de Blair hasta los conservadores de mayor tradición democrática no han dudado en aliarse con él.
El extremismo violento no es patrimonio exclusivo de la derecha ni de la izquierda: en ambos lados es una excepción patológica. Pero el radicalismo ideológico en Occidente está recorriendo caminos muy distintos: mientras las opciones de extrema izquierda no han logrado atraer a la izquierda moderada y al centro-izquierda hacia sus opciones, la ultraderecha y el populismo xenófobo están consiguiendo mover a los partidos de la derecha tradicional hacia posiciones alejadas de su tradición democrática: aislacionistas, nacionalistas, intolerantes con la diversidad y rígidamente ideológicas en lo económico. La izquierda, en especial la socialdemócrata, tiene clara conciencia de estar en crisis. Pero la derecha democrática, con sus éxitos electorales y su capacidad por mover el llamado centro político hacia su campo, no puede mirar hacia otro lado ante estas amenazas.