Análisis: Bolivia arañó la leyenda en La Plata


José Vladimir Nogales
Bolivia empezó a demostrar, en La Plata, que no es el muñeco que los grandes, y los otros, pensaban destrozar en esta edición de la Copa América. No fue la paupérrima selección de recientes años, acostumbrada a las más duras calamidades y condenada a una abyecta hambruna. Argentina, por supuesto, tampoco fue la esperada. El equipo de Sergio Batista vive una evidente crisis de identidad, lejos del juego y, sobre todo, de la conjunción de talentos que le convirtieron en un histórico gigante. Gracias a eso, el estadio Único de La Plata se convirtió en escenario de un intenso cotejo que pudo arrojar un resultado, más que histórico, legendario. No pudo ser, pero, de igual modo, la igualdad (1-1) tiene alta cotización, tanto por su rédito anímico como por la excelente renta que la cosecha supone en la perspectiva clasificatoria.

Bolivia se plantó muy bien en su cancha, con una excelente defensa de ayudas, tan organizada y bien dispuesta que a Argentina le resultaba imposible ganarse un metro para el remate, combinar en situaciones de superioridad numérica, imponer su ataque estático. No había un solo agujero en la pared levantada por Quinteros (salvo en los primeros 20 minutos cuando Messi se instaló a espaldas de los volantes) en la inmensidad del estadio platense. Los medios no filtraban pases y a los delanteros apenas les llegaba la pelota. Veinte días concentrados, practicando a puerta cerrada, dan para mucho si los jugadores se aplican como es el caso del seleccionado, empeñado en discutir, con humildad y pragmatismo, la autoridad futbolística de Argentina.

Firmes en su área, los hombres de Quinteros fueron también muy selectivos en ataque. Cuando pudieron, intentaron jugar el balón. Hacerlo correr, asegurar su tenencia. No siempre fue posible conservarlo o progresar a partir de la posesión, pero no lo rifaron sistemáticamente. El orden con el que el equipo verde funcionaba en La Plata contrastaba con el barroquismo de Argentina, cada vez más desquiciado y ansioso, menos preciso que nunca, poco clarividente. A Messi, por ejemplo, le faltó compañía. Mal rodeado, abusó del regate y como Bolivia no le dio el espacio que disfruta en los campos europeos, su gravitación fue reducida. Atrapado entre dos compactas líneas de adversarios, la figura del Barcelona se encontró con escasísimo espacio, sin posibilidades de acelerar ni de conectarse con sus compañeros para establecer circuitos. En consecuencia, Argentina se vio obligada a manejar mucho la pelota, a manejarse con el peso de la individualidad para limpiar el terreno de adversarios y, de esa manera, lograr superioridad numérica para acercarse al arco con posibilidades de anotar, pero no tuvo rapidez para desprenderse del balón ni movilidad para ofrecer opciones de descarga. Esa demora exigía precisión quirúrgica para superar la muralla troyana que Quinteros armó alrededor de su área. Y Argentina no la tuvo.

La segunda mitad se estremeció de comienzo con el gol de Edivado, contando con la inestimable colaboración de Banega. El cimbronazo tuvo un lógico efecto anímico en las dos escuadras. Acrecentó la confianza que estimuló el orden y la laboriosidad de los bolivianos y atizó el estado de depresiva angustia que se apoderó de los argentinos, multiplicando sus errores y nublando el raciocinio.

Con Di María en el campo, Argentina buscó en el reacomodo de piezas la funcionalidad que no ofrece un 4-3-3 con triple volante tapón, escaso de la creatividad que sobrecarga la responsabilidad de Messi, quien terminó siendo el que buscaba la producción de Lavezzi en la derecha, la de Tevez (muy flojo e incómodo) como punta y la de Di María, que arrancaba de muy atrás, muy bien controlado por Lorgio Alvarez. La entrada de Agüero le dio un aspecto saludable a Argentina, porque con su presencia ganó en peligrosidad. No en vano fue por él que el equipo de Batista evitó un resultado de catástrofe.

Cuesta encontrar una figura central en Bolivia, que ofreció respuesta pareja y de alto vuelo en casi todos sus integrantes. Fue excelente el escalonamiento en el centro del campo, tanto para atorar la salida rival como para emboscar a Messi y borrarlo. Gran parte del éxito residió precisamente en esa maniobra: apretar al astro del Barcelona antes de que reciba el balón o poco después. Cuando superaba la posición de los volantes, el escalonamiento funcionó a la perfección con Rivero y Raldes yendo a buscarlo para desactivar su influencia. Destacó, de igual modo, la tarea de Edivaldo y Martins. No sólo luchando por preservar la escasa provisión que les arrimaron a su órbita, sino también cruzando la línea de la pelota para reducir el campo de maniobra últil a los argentinos y, de esa manera, obligarles a afinar lo que menos tuvieron: precisión.

Fue un gran resultado, uno de los más estruendosos en la historia nacional, no sólo por el calibre del adversario y la jerarquía de sus componentes, sino también por el lugar y el evento.

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