Bin Laden, un icono del siglo XXI
El terrorista Osama bin Laden, muerto a los 54 años, tenía las cualidades que definen a la gente más peligrosa: fe en el propio destino, incapacidad para la duda y una considerable dosis de suerte
Madrid, El País
Algunos grandes personajes, pocos, hacen historia. Con más frecuencia es la historia, es decir, el azar y la lucha de la humanidad, quien hace grandes a ciertos personajes. Osama bin Laden formó parte de los gigantes accidentales. No fue un gran guerrero, ni un gran pensador, ni un gran estratega. Fue un hombre elocuente y minucioso que supo cabalgar sobre las circunstancias, sin que le faltaran las cualidades que suelen caracterizar a la gente más peligrosa: fe en el propio destino, incapacidad para la duda y una considerable dosis de suerte.
Aunque causó terribles matanzas, su muerte habría merecido menos interés informativo sin ese icono fascinante que se confunde con su propio rostro y se repite una y otra vez, como si fuera la etiqueta del siglo XXI: la imagen de las Torres Gemelas devoradas por las llamas. Consiguió que los atentados del 11 de septiembre de 2001 se reprodujeran de forma continua gracias a la industria mediática y que, gracias a ello, el terror permaneciera fresco. Ese es el sueño de cualquier terrorista. En el ámbito del terror no importan tanto los números como el impacto. Y Osama bin Laden lo obtuvo.
Nació en Riad (Arabia Saudí) en 1957, dentro de una familia de humilde origen yemení que había acumulado inmensas cantidades de dinero gracias a la construcción. Dicen que su padre, analfabeto, fue un genio del cálculo y la ingeniería. De su padre recibió la herencia genética, el apellido y poco más, porque se divorció de su madre al poco de nacer él. Circula el rumor de que fue hijo ilegítimo. En cualquier caso, además de ser solo uno entre más de 50 hermanos y hermanastros, Bin Laden fue educado en Jedah por su madre, de origen sirio, y su padrastro, ejecutivo del grupo Bin Laden.
Se han elaborado diversas teorías sobre presuntos sentimientos de marginación y frustración que habrían derivado posteriormente en pulsiones destructivas. No encajan, sin embargo, con el recuerdo de quienes crecieron y jugaron con él. Esos testimonios hablan de un chico muy religioso, callado, tolerante, tímido, de carácter equilibrado, propenso a asumir el papel de organizador, pero no el de líder.
Siguió la tradición de los musulmanes píos y se casó muy joven, a los 17 años, con una mujer de 14: era la forma de evitar pecados carnales. Estudió gestión empresarial, sin llegar a licenciarse, en la Universidad Rey Abdelaziz, que eligió frente a otras más prestigiosas del extranjero para poder permanecer en Arabia Saudí y cerca de su madre.
Comienzos como guerrero santo
El punto de inflexión en su vida llegó en 1979, con la invasión de Afganistán por la Unión Soviética. El palestino Abdulá Azzam (1941-1989), un teórico de la yihad (guerra santa) que había sido su profesor, le convenció para que se uniera a un grupo de muyahidin, o guerreros santos, y luchara contra los infieles comunistas en territorio afgano. Con el tiempo, Osama bin Laden se aficionó a relatar sus grandes hazañas bélicas y su calma sobrenatural ante el peligro. Pero en Afganistán no destacó como combatiente, sino como financiador y administrador.
Afganistán fue su escuela. Gracias a aquella guerra conoció al egipcio Ayman al Zawahiri, un cirujano políglota que pertenecía a la Yihad Islámica egipcia. Al Zawahiri transmitió a Bin Laden las ideas de Sayyid Qutb (1906- 1966), el gran ideólogo del islamismo integrista, y le ayudó a concebir una nueva forma de "guerra santa".
Para llegar a esa concepción, Bin Laden partió de premisas falsas y alcanzó conclusiones erróneas. Creyó que la derrota soviética en Afganistán se debía al heroísmo de un puñado de guerrilleros, olvidando el apoyo de Estados Unidos y de las potencias árabes y, sobre todo, el colapso interno de la URSS. Y dedujo que los muyahidin que regresaban a sus países de origen se constituirían en algo parecido a un ejército de reservistas que participaría en sucesivas guerras similares a la de Afganistán, hasta la caída de los regímenes infieles y la victoria final del islam. A eso se refería cuando empezó a utilizar la expresión Al Qaeda, "la red".
La siguiente experiencia de Bin Laden fue la guerra del Golfo en 1991. Tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein ofreció al Gobierno de su país, Arabia Saudí, el hipotético "ejército de liberación" formado en Afganistán. El príncipe Sultán, que no tenía interés en ver su país anegado de guerrilleros extremistas y confiaba mucho más en la solvencia militar de sus aliados estadounidenses, le despachó con cierta displicencia. La llegada masiva de soldados occidentales a su país, ultrajando el país de Mahoma y La Meca, y el desprecio con que le había tratado su Gobierno, a él, un Bin Laden al fin y al cabo, le convencieron de que su misión en la vida consistía en derribar la dinastía corrupta de los Saud e implantar un nuevo régimen, auténticamente islámico, en Arabia Saudí. Con el tiempo, Al Zawahiri le inculcó que para acabar con los Saud y propiciar el triunfo islámico convenía "aplastar la cabeza de la serpiente", es decir, Estados Unidos.
Bin Laden ya era un hombre conocido. Las grabaciones de sus discursos se vendían en numerosos mercadillos musulmanes. Su voz pausada y suave y su árabe clásico, anticuado, que los oyentes solían definir como "reconfortante" porque les recordaba al de sus abuelos, tenía tanto impacto como el propio mensaje, un batiburrillo de teología, teorías conspirativas y odio hacia Occidente e Israel. Las palabras de Bin Laden caían sobre terreno abonado: la frustración de los árabes era la misma que ahora, en otro contexto, ha estallado en revueltas internas.
Primer atentado
Organizó su primer atentado en el hotel Gold Mihor de Adén (Yemen), en 1992, con el resultado de dos muertos. Como algunos de sus seguidores no se mostraban convencidos de que matar a inocentes fuera realmente piadoso, desarrolló junto a Al Zawahiri una innovación teológica según la cual las víctimas realmente inocentes iban directamente al paraíso, por lo que se les hacía un favor.
Osama bin Laden, privado de la ciudadanía saudí en 1994, se vio obligado a exiliarse en Sudán; en 1998, la presión estadounidense indujo al Gobierno de Jartum a expulsarle y Bin Laden volvió a Afganistán, donde cortejó a un jefe talibán, el mulá Omar, hasta obtener su protección.
Como el "ejército de reservistas" y las guerras de liberación que había ideado Bin Laden no llegaron a existir, se impuso la concepción puramente terrorista, inspirada en las tácticas libanesas, de Al Zawahiri, al que todos los testimonios señalan como auténtico jefe operativo de Al Qaeda. Bin Laden, sin embargo, fue el hombre al que la CIA designó, ya en tiempos de Bill Clinton, como enemigo número uno y cerebro del terrorismo mundial. Eso le ayudó a convertirse en una celebridad y a hacer de la Al Qaeda original, un grupo escaso que intentaba, sin éxito, conseguir armas de destrucción masiva, una "denominación de origen" a la que podían acogerse islamistas violentos de cualquier país, desde escindidos del FIS argelino a guerrilleros indonesios.
Osama bin Laden no fue quien eligió las Torres Gemelas de Manhattan como objetivo emblemático; eso se le ocurrió a Ramzi Yusef, un kuwaití, veterano de Afganistán, que organizó el primer atentado, el de 1993. Tampoco ideó el uso de aviones comerciales como misiles, una opción que ya circulaba por los mentideros cibernéticos del islamismo radical. Lo que aportó Bin Laden fue una planificación minuciosa, de casi dos años, y lo que, de forma perversa, podría llamarse suerte: ni él mismo esperaba que las torres colapsaran por los impactos.
El 11 de septiembre de 2001, Osama bin Laden se convirtió en el hombre que había humillado a la hiperpotencia estadounidense. Eso le proporcionó una estatura mítica entre millones de musulmanes descontentos. Pero fue la reacción del Gobierno de Washington y de la propia sociedad estadounidense, que volcó sobre él todos sus miedos, la que hizo de Osama lo más parecido a un genio supremo del mal. Bastaba invocar su nombre y el de Al Qaeda para infundir terror. ¿Qué mejor paraguas para cualquier terrorista?
Madrid, El País
Algunos grandes personajes, pocos, hacen historia. Con más frecuencia es la historia, es decir, el azar y la lucha de la humanidad, quien hace grandes a ciertos personajes. Osama bin Laden formó parte de los gigantes accidentales. No fue un gran guerrero, ni un gran pensador, ni un gran estratega. Fue un hombre elocuente y minucioso que supo cabalgar sobre las circunstancias, sin que le faltaran las cualidades que suelen caracterizar a la gente más peligrosa: fe en el propio destino, incapacidad para la duda y una considerable dosis de suerte.
Aunque causó terribles matanzas, su muerte habría merecido menos interés informativo sin ese icono fascinante que se confunde con su propio rostro y se repite una y otra vez, como si fuera la etiqueta del siglo XXI: la imagen de las Torres Gemelas devoradas por las llamas. Consiguió que los atentados del 11 de septiembre de 2001 se reprodujeran de forma continua gracias a la industria mediática y que, gracias a ello, el terror permaneciera fresco. Ese es el sueño de cualquier terrorista. En el ámbito del terror no importan tanto los números como el impacto. Y Osama bin Laden lo obtuvo.
Nació en Riad (Arabia Saudí) en 1957, dentro de una familia de humilde origen yemení que había acumulado inmensas cantidades de dinero gracias a la construcción. Dicen que su padre, analfabeto, fue un genio del cálculo y la ingeniería. De su padre recibió la herencia genética, el apellido y poco más, porque se divorció de su madre al poco de nacer él. Circula el rumor de que fue hijo ilegítimo. En cualquier caso, además de ser solo uno entre más de 50 hermanos y hermanastros, Bin Laden fue educado en Jedah por su madre, de origen sirio, y su padrastro, ejecutivo del grupo Bin Laden.
Se han elaborado diversas teorías sobre presuntos sentimientos de marginación y frustración que habrían derivado posteriormente en pulsiones destructivas. No encajan, sin embargo, con el recuerdo de quienes crecieron y jugaron con él. Esos testimonios hablan de un chico muy religioso, callado, tolerante, tímido, de carácter equilibrado, propenso a asumir el papel de organizador, pero no el de líder.
Siguió la tradición de los musulmanes píos y se casó muy joven, a los 17 años, con una mujer de 14: era la forma de evitar pecados carnales. Estudió gestión empresarial, sin llegar a licenciarse, en la Universidad Rey Abdelaziz, que eligió frente a otras más prestigiosas del extranjero para poder permanecer en Arabia Saudí y cerca de su madre.
Comienzos como guerrero santo
El punto de inflexión en su vida llegó en 1979, con la invasión de Afganistán por la Unión Soviética. El palestino Abdulá Azzam (1941-1989), un teórico de la yihad (guerra santa) que había sido su profesor, le convenció para que se uniera a un grupo de muyahidin, o guerreros santos, y luchara contra los infieles comunistas en territorio afgano. Con el tiempo, Osama bin Laden se aficionó a relatar sus grandes hazañas bélicas y su calma sobrenatural ante el peligro. Pero en Afganistán no destacó como combatiente, sino como financiador y administrador.
Afganistán fue su escuela. Gracias a aquella guerra conoció al egipcio Ayman al Zawahiri, un cirujano políglota que pertenecía a la Yihad Islámica egipcia. Al Zawahiri transmitió a Bin Laden las ideas de Sayyid Qutb (1906- 1966), el gran ideólogo del islamismo integrista, y le ayudó a concebir una nueva forma de "guerra santa".
Para llegar a esa concepción, Bin Laden partió de premisas falsas y alcanzó conclusiones erróneas. Creyó que la derrota soviética en Afganistán se debía al heroísmo de un puñado de guerrilleros, olvidando el apoyo de Estados Unidos y de las potencias árabes y, sobre todo, el colapso interno de la URSS. Y dedujo que los muyahidin que regresaban a sus países de origen se constituirían en algo parecido a un ejército de reservistas que participaría en sucesivas guerras similares a la de Afganistán, hasta la caída de los regímenes infieles y la victoria final del islam. A eso se refería cuando empezó a utilizar la expresión Al Qaeda, "la red".
La siguiente experiencia de Bin Laden fue la guerra del Golfo en 1991. Tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein ofreció al Gobierno de su país, Arabia Saudí, el hipotético "ejército de liberación" formado en Afganistán. El príncipe Sultán, que no tenía interés en ver su país anegado de guerrilleros extremistas y confiaba mucho más en la solvencia militar de sus aliados estadounidenses, le despachó con cierta displicencia. La llegada masiva de soldados occidentales a su país, ultrajando el país de Mahoma y La Meca, y el desprecio con que le había tratado su Gobierno, a él, un Bin Laden al fin y al cabo, le convencieron de que su misión en la vida consistía en derribar la dinastía corrupta de los Saud e implantar un nuevo régimen, auténticamente islámico, en Arabia Saudí. Con el tiempo, Al Zawahiri le inculcó que para acabar con los Saud y propiciar el triunfo islámico convenía "aplastar la cabeza de la serpiente", es decir, Estados Unidos.
Bin Laden ya era un hombre conocido. Las grabaciones de sus discursos se vendían en numerosos mercadillos musulmanes. Su voz pausada y suave y su árabe clásico, anticuado, que los oyentes solían definir como "reconfortante" porque les recordaba al de sus abuelos, tenía tanto impacto como el propio mensaje, un batiburrillo de teología, teorías conspirativas y odio hacia Occidente e Israel. Las palabras de Bin Laden caían sobre terreno abonado: la frustración de los árabes era la misma que ahora, en otro contexto, ha estallado en revueltas internas.
Primer atentado
Organizó su primer atentado en el hotel Gold Mihor de Adén (Yemen), en 1992, con el resultado de dos muertos. Como algunos de sus seguidores no se mostraban convencidos de que matar a inocentes fuera realmente piadoso, desarrolló junto a Al Zawahiri una innovación teológica según la cual las víctimas realmente inocentes iban directamente al paraíso, por lo que se les hacía un favor.
Osama bin Laden, privado de la ciudadanía saudí en 1994, se vio obligado a exiliarse en Sudán; en 1998, la presión estadounidense indujo al Gobierno de Jartum a expulsarle y Bin Laden volvió a Afganistán, donde cortejó a un jefe talibán, el mulá Omar, hasta obtener su protección.
Como el "ejército de reservistas" y las guerras de liberación que había ideado Bin Laden no llegaron a existir, se impuso la concepción puramente terrorista, inspirada en las tácticas libanesas, de Al Zawahiri, al que todos los testimonios señalan como auténtico jefe operativo de Al Qaeda. Bin Laden, sin embargo, fue el hombre al que la CIA designó, ya en tiempos de Bill Clinton, como enemigo número uno y cerebro del terrorismo mundial. Eso le ayudó a convertirse en una celebridad y a hacer de la Al Qaeda original, un grupo escaso que intentaba, sin éxito, conseguir armas de destrucción masiva, una "denominación de origen" a la que podían acogerse islamistas violentos de cualquier país, desde escindidos del FIS argelino a guerrilleros indonesios.
Osama bin Laden no fue quien eligió las Torres Gemelas de Manhattan como objetivo emblemático; eso se le ocurrió a Ramzi Yusef, un kuwaití, veterano de Afganistán, que organizó el primer atentado, el de 1993. Tampoco ideó el uso de aviones comerciales como misiles, una opción que ya circulaba por los mentideros cibernéticos del islamismo radical. Lo que aportó Bin Laden fue una planificación minuciosa, de casi dos años, y lo que, de forma perversa, podría llamarse suerte: ni él mismo esperaba que las torres colapsaran por los impactos.
El 11 de septiembre de 2001, Osama bin Laden se convirtió en el hombre que había humillado a la hiperpotencia estadounidense. Eso le proporcionó una estatura mítica entre millones de musulmanes descontentos. Pero fue la reacción del Gobierno de Washington y de la propia sociedad estadounidense, que volcó sobre él todos sus miedos, la que hizo de Osama lo más parecido a un genio supremo del mal. Bastaba invocar su nombre y el de Al Qaeda para infundir terror. ¿Qué mejor paraguas para cualquier terrorista?