Washington se interpuso entre Franco y el Rey
Kissinger prohibió toda gestión para que el dictador cediera el poder a don Juan Carlos durante su larga agonía. Fragmento del nuevo libro de Charles Powell, basado en papeles desclasificados y testimonios
Madrid, El País
Madrid, El País
Una misma persona, Rockefeller, representó a EE UU tanto en el funeral de Franco como en la proclamación del Rey [de Estados Unidos en España, Wells Stabler] que, a pesar de haber visitado a Franco en Galicia durante el verano en varias ocasiones, no había podido averiguar si tenía intención de cederle el poder en vida, aunque la publicidad oficial que se le estaba dando a sus actividades parecía revelar un deseo de continuidad. Don Juan Carlos se mostró consternado por la detención de varios oficiales acusados de pertenecer a la Unión Militar Democrática (UMD) en julio (sobre todo la del comandante Julio Busquets, a quien conocía personalmente), y también comprensivo con las inquietudes profesionales que les animaban, si bien era evidente que algunos -como el comandante Luis Otero, a quien definió como un simpatizante marxista muy influido por los acontecimientos en Portugal- tenían objetivos políticos que iban mucho más allá de la mera modernización de las Fuerzas Armadas.
Impresionado por la aparente pujanza de la Unión Militar Democrática (UMD) -a la que atribuía unos cuatrocientos simpatizantes-, el príncipe comentó que si hasta entonces había pensado que contaría con el apoyo de los militares durante unos cuatro años, ahora empezaba a creer que, si no se producía un cambio de régimen pronto, ese plazo de tiempo podría verse muy reducido. A don Juan Carlos también le preocupaba el poder creciente de Solís, que había sido nombrado ministro secretario general del Movimiento en junio de 1975, tras la muerte en accidente de carretera de Fernando Herrero Tejedor, a quien consideraba un enemigo declarado de la democratización del sistema. Mirando al futuro, el príncipe le adelantó que su primer Gobierno tendría que estar formado por hombres que no hubiesen sido ministros con Franco, para demostrar de inmediato su voluntad de cambio, si bien reconocía que el ritmo del mismo no podría ser demasiado impetuoso. Aunque Stabler no pudo arrancarle el nombre de su candidato preferido a la presidencia del Gobierno, sí dedujo que en ningún caso sería un militar.
Stabler siguió muy de cerca la agonía final del dictador, a quien vio por última vez en el acto celebrado el 12 de octubre de 1975 en el Instituto de Cultura Hispánica, con ocasión de la Fiesta Nacional. Curiosamente, el deterioro de la salud de Franco dio lugar a un insólito acto de desobediencia en el seno de la propia Embajada estadounidense. El 21 de octubre, el embajador tuvo noticia de rumores cada vez más insistentes sobre la muerte de Franco, pero tras consultar a varias fuentes seguras, pudo cerciorarse de que eran falsos. Poco después acudió a verle el agregado de Defensa, reiterándole la existencia de dichos rumores, que Stabler se apresuró a desmentir. Esa tarde, cuando el embajador telefoneó personalmente al número dos de Kissinger, Hartman, para comentarle la existencia de dichos rumores, para su asombro este le comunicó que acababan de recibir un mensaje en formato CRITIC, reservado para la transmisión de noticias especialmente urgentes, anunciando la muerte de Franco, que el Departamento de Estado había divulgado de inmediato. Increíblemente, el agregado había enviado el mensaje sin consultar a Stabler a pesar de haber comentado el asunto con él, y de no haber sido porque tenía previsto jubilarse poco después, este le habría cesado de inmediato. Curiosamente, el Departamento de Defensa se molestó mucho con el embajador por haberle obligado a telegrafiar a Washington asumiendo la responsabilidad por lo ocurrido. Al parecer, la actuación del militar se debió simplemente a su deseo de poder atribuirse la primicia de la noticia de la muerte de Franco ante sus superiores. Sin embargo, a los ojos de Stabler el incidente vino a confirmar lo absurdo que resultaba el hecho de no poder controlar las comunicaciones de los funcionarios no diplomáticos de la embajada, como los agregados militares o los adscritos a la estación de la CÍA.
Ansioso por conocer de primera mano el estado de salud de Franco, el 22 de octubre por la tarde Stabler se entrevistó en La Zarzuela con el príncipe, que le informó con su candor habitual que Franco había sufrido dos infartos en los últimos cinco días. Don Juan Carlos había coincidido con el marqués de Villaverde en una cacería tras el primer infarto y este le había comentado que estaba haciendo planes para abandonar España y escribir un libro sobre su suegro, cuyas ventas le proporcionarían los ingresos suficientes para jubilarse en el extranjero. Según el príncipe, la familia de Franco era partidaria de que se retirase y le entregase el poder cuanto antes, opinión que también compartían la mayoría de los ministros, así como algunos generales a los que había consultado.
Arias Navarro había visitado al jefe del Estado el día anterior y para asombro de todos, este había insistido en recibirle vestido y en su despacho. El presidente había intentado convencerle de que abandonase su puesto, pero Franco le había contestado que los médicos eran unos ignorantes y que no era necesario tomar ninguna medida excepcional. En vista de ello, el príncipe pretendía que Stabler trasladase a Kissinger la conveniencia de informar a Arias Navarro de que Washington vería con buenos ojos un traspaso de poderes inmediato. Don Juan Carlos tenía la sensación de que su proclamación sería bien recibida por amplios sectores de la sociedad española, incluido el PSOE, cuyo secretario general le había hecho saber que su partido le otorgaría el beneficio de la duda, por lo que no exigiría un referéndum sobre la Monarquía. El príncipe decía ser consciente de la necesidad de tomar pronto medidas que demostrasen su afán liberalizador, e incluso comentó a Stabler que dudaba que Arias Navarro pudiese seguir al frente del Gobierno, aunque no quiso pronunciarse sobre su posible sustituto. Al despedirse, don Juan Carlos prometió mantenerle informado y le animó a telefonearle directamente si lo deseaba.
Fiel a su palabra, al día siguiente el príncipe pidió a Areilza que se entrevistara con Stabler para informarle de los últimos acontecimientos. Franco había sufrido un nuevo infarto esa misma mañana y por la tarde Villaverde había comentado a don Juan Carlos que el daño que había sufrido era irreversible, y su muerte, inminente. En vista de ello, el médico había pedido a su esposa, Carmen, que convenciese a su padre de que había llegado el momento de abandonar la jefatura del Estado. También tenían previsto acudir a El Pardo el presidente del Gobierno, el de las Cortes y los tres ministros militares, que le pedirían que firmase un documento a tal efecto. Si todo se desarrollaba como estaba previsto, don Juan Carlos podría ser proclamado rey el 27 de octubre, dirigiéndose al país por televisión al día siguiente. Según el escenario descrito por Areilza, que luego no se cumplió, el monarca aceptaría la dimisión de Arias y nombraría un Gobierno completamente nuevo, que incluiría a representantes de la oposición moderada. El nuevo presidente no sería ni un militar ni un dirigente de una asociación política y Motrico
[alusión al título nobiliario de Areilza] dio a entender a Stabler que su candidatura era una de las que barajaba don Juan Carlos.
Kissinger tuvo noticia de los rumores sobre la posible muerte de Franco volando de camino a Pekín. El 21 de octubre de 1975, el secretario de Estado se entrevistó con Deng Xiaoping, a quien comentó en tono jocoso que no era probable que el dictador español cediese el poder a don Juan Carlos porque "a la señora Franco le gusta demasiado el palacio como para abandonarlo". Dada la gerontocracia propia del régimen comunista chino y el apego al poder de sus máximos dirigentes, la observación del norteamericano -y la hilaridad con que fue recibida por su interlocutor- resulta cuando menos chocante.
A Kissinger le sorprendió que su segundo, Hartman, le telegrafiase poco después en apoyo de la tesis de Stabler, según el cual la Administración debía responder favorablemente a la petición de ayuda de don Juan Carlos e informar a Arias Navarro de que apoyaba un inmediato traspaso de poderes. Hartman procuró convencerle con el argumento de que, de esta forma, la opinión pública española identificaría a Estados Unidos con los cambios deseados por quienes pronto gobernarían el país, aunque reconoció que correrían el riesgo de ser acusados de inmiscuirse en un asunto interno excepcionalmente delicado. A Kissinger no debió agradarle la posibilidad de ser acusado de pretender derrocar a Franco y al día siguiente su segundo recibió un lacónico cable desde Tokio, según el cual "el secretario no autoriza -repito, no autoriza- a Stabler a hacer una aproximación a Arias en estos momentos".
Franco sufrió un nuevo episodio cardiaco el 24 de octubre, del que Stabler tuvo conocimiento puntual por boca de Solís, el ministro secretario general del Movimiento, que se mostró convencido de que el jefe del Estado se disponía a abandonar el poder. Esa misma tarde, Areilza le informó de que don Juan Carlos había visitado a Franco por la mañana, llegando a la conclusión de que su vida "se estaba apagando". El príncipe había abandonado definitivamente la idea de declararle incapaz, ya que el procedimiento previsto para ello era muy complejo y podía suscitar el rechazo de los franquistas más ortodoxos. Al día siguiente, La Zarzuela informó a Stabler de que el estado de Franco había empeorado repentinamente y que se estaba "hundiendo rápidamente". El 27 de octubre, Areilza le visitó de nuevo en nombre de don Juan Carlos, para explicarle el desarrollo de los acontecimientos que se producirían tras la muerte de Franco.
El príncipe daba por hecho que los Gobiernos europeos no enviarían delegaciones de fuste al funeral, pero confiaba que en su proclamación las democracias occidentales estarían representadas al más alto nivel. Según Motrico, don Juan Carlos tenía intención de nombrar a un civil como presidente de su primer Gobierno y a un militar como vicepresidente, con autoridad sobre los representantes de las tres armas, como paso previo al nombramiento de un ministro de Defensa. El príncipe había recibido recientemente a los tres ministros militares y al director de la Guardia Civil, el general Ángel Campano, que le habían reiterado su lealtad. Areilza también le explicó que don Juan Carlos había enviado un emisario a Lausanne para evitar que don Juan cuestionara su legitimidad al producirse su proclamación; por su parte, el conde de Barcelona había manifestado su apoyo personal y moral, aunque se abstendría de bendecirle públicamente hasta que no diese pasos concretos de signo democratizador. (...)
El debate que se había producido en Washington sobre quién debía representar a Estados Unidos en el funeral de Franco y en la proclamación de don Juan Carlos pocos días después dice mucho de los dilemas de la Administración en relación con España. Como ya vimos, cuando el embajador Rivero suscitó este asunto por vez primera en el verano de 1974, recomendó que fuese el propio Nixon quien asistiera a ambas ceremonias, lo cual fue considerado excesivo por el Departamento de Estado. Un año después, los diplomáticos sugirieron que la delegación norteamericana fuese presidida por un miembro del Gobierno, pero Ford prefirió que lo hiciese el vicepresidente Rockefeller. A principios de noviembre, aprovechando la misión que don Juan Carlos le había encomendado en Washington en relación con la crisis del Sáhara, Prado y Colón de Carvajal logró que Kissinger convenciese a Ford de que asistiera al tedeum que haría las veces de ceremonia de coronación, a condición de que coincidiese con un viaje que tenía previsto realizar a Europa a mediados de mes. (...) Sin embargo, al prolongarse la agonía de Franco varios días más allá de la estancia de Ford en Europa, con gran disgusto de La Zarzuela, al final el viaje tuvo que suspenderse. Ello supuso que, a diferencia de las grandes democracias europeas, la Administración norteamericana estuvo representada por la misma persona en el funeral de Franco el 23 de noviembre y en el tedeum celebrado en la iglesia de los Jerónimos que marcó la proclamación del rey cuatro días después; así pues, Rockefeller se vio en compañía de Imelda Marcos y Augusto Pinochet en el primero y del duque de Edimburgo y los presidentes de Francia y Alemania en el segundo. (...) En suma, hasta el último momento la Administración de Ford procuró invertir en el futuro posfranquista sin distanciarse un ápice de la dictadura, una política cuya sutileza probablemente no fue apreciada por la opinión pública española.
Stabler quizás se estaba engañando a sí mismo al escribir a sus superiores que "el hecho de estar en contacto con todos los grupos no extremistas, tanto del establishment como de la oposición, no ha pasado desapercibido en Madrid".
De haber sido informado, seguramente no le habría agradado saber que Kissinger había aconsejado a principios de noviembre -a través de Prado y Colón de Carvajal- que excluyese del futuro juego político no solo a los comunistas, sino también a los socialistas y que procurase "no avanzar más allá del centro". Al parecer, Ford había hecho suya esta postura y unos días después aprovechó su encuentro con el primer ministro luxemburgués, Thorn, para comentarle que el futuro rey "sin duda tendrá que desplazarse hacia el centro, pero esperamos que no lo haga con tanta rapidez que desestabilice toda la situación".
El amigo americano, de Charles Powell. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Precio: 24 euros.
Impresionado por la aparente pujanza de la Unión Militar Democrática (UMD) -a la que atribuía unos cuatrocientos simpatizantes-, el príncipe comentó que si hasta entonces había pensado que contaría con el apoyo de los militares durante unos cuatro años, ahora empezaba a creer que, si no se producía un cambio de régimen pronto, ese plazo de tiempo podría verse muy reducido. A don Juan Carlos también le preocupaba el poder creciente de Solís, que había sido nombrado ministro secretario general del Movimiento en junio de 1975, tras la muerte en accidente de carretera de Fernando Herrero Tejedor, a quien consideraba un enemigo declarado de la democratización del sistema. Mirando al futuro, el príncipe le adelantó que su primer Gobierno tendría que estar formado por hombres que no hubiesen sido ministros con Franco, para demostrar de inmediato su voluntad de cambio, si bien reconocía que el ritmo del mismo no podría ser demasiado impetuoso. Aunque Stabler no pudo arrancarle el nombre de su candidato preferido a la presidencia del Gobierno, sí dedujo que en ningún caso sería un militar.
Stabler siguió muy de cerca la agonía final del dictador, a quien vio por última vez en el acto celebrado el 12 de octubre de 1975 en el Instituto de Cultura Hispánica, con ocasión de la Fiesta Nacional. Curiosamente, el deterioro de la salud de Franco dio lugar a un insólito acto de desobediencia en el seno de la propia Embajada estadounidense. El 21 de octubre, el embajador tuvo noticia de rumores cada vez más insistentes sobre la muerte de Franco, pero tras consultar a varias fuentes seguras, pudo cerciorarse de que eran falsos. Poco después acudió a verle el agregado de Defensa, reiterándole la existencia de dichos rumores, que Stabler se apresuró a desmentir. Esa tarde, cuando el embajador telefoneó personalmente al número dos de Kissinger, Hartman, para comentarle la existencia de dichos rumores, para su asombro este le comunicó que acababan de recibir un mensaje en formato CRITIC, reservado para la transmisión de noticias especialmente urgentes, anunciando la muerte de Franco, que el Departamento de Estado había divulgado de inmediato. Increíblemente, el agregado había enviado el mensaje sin consultar a Stabler a pesar de haber comentado el asunto con él, y de no haber sido porque tenía previsto jubilarse poco después, este le habría cesado de inmediato. Curiosamente, el Departamento de Defensa se molestó mucho con el embajador por haberle obligado a telegrafiar a Washington asumiendo la responsabilidad por lo ocurrido. Al parecer, la actuación del militar se debió simplemente a su deseo de poder atribuirse la primicia de la noticia de la muerte de Franco ante sus superiores. Sin embargo, a los ojos de Stabler el incidente vino a confirmar lo absurdo que resultaba el hecho de no poder controlar las comunicaciones de los funcionarios no diplomáticos de la embajada, como los agregados militares o los adscritos a la estación de la CÍA.
Ansioso por conocer de primera mano el estado de salud de Franco, el 22 de octubre por la tarde Stabler se entrevistó en La Zarzuela con el príncipe, que le informó con su candor habitual que Franco había sufrido dos infartos en los últimos cinco días. Don Juan Carlos había coincidido con el marqués de Villaverde en una cacería tras el primer infarto y este le había comentado que estaba haciendo planes para abandonar España y escribir un libro sobre su suegro, cuyas ventas le proporcionarían los ingresos suficientes para jubilarse en el extranjero. Según el príncipe, la familia de Franco era partidaria de que se retirase y le entregase el poder cuanto antes, opinión que también compartían la mayoría de los ministros, así como algunos generales a los que había consultado.
Arias Navarro había visitado al jefe del Estado el día anterior y para asombro de todos, este había insistido en recibirle vestido y en su despacho. El presidente había intentado convencerle de que abandonase su puesto, pero Franco le había contestado que los médicos eran unos ignorantes y que no era necesario tomar ninguna medida excepcional. En vista de ello, el príncipe pretendía que Stabler trasladase a Kissinger la conveniencia de informar a Arias Navarro de que Washington vería con buenos ojos un traspaso de poderes inmediato. Don Juan Carlos tenía la sensación de que su proclamación sería bien recibida por amplios sectores de la sociedad española, incluido el PSOE, cuyo secretario general le había hecho saber que su partido le otorgaría el beneficio de la duda, por lo que no exigiría un referéndum sobre la Monarquía. El príncipe decía ser consciente de la necesidad de tomar pronto medidas que demostrasen su afán liberalizador, e incluso comentó a Stabler que dudaba que Arias Navarro pudiese seguir al frente del Gobierno, aunque no quiso pronunciarse sobre su posible sustituto. Al despedirse, don Juan Carlos prometió mantenerle informado y le animó a telefonearle directamente si lo deseaba.
Fiel a su palabra, al día siguiente el príncipe pidió a Areilza que se entrevistara con Stabler para informarle de los últimos acontecimientos. Franco había sufrido un nuevo infarto esa misma mañana y por la tarde Villaverde había comentado a don Juan Carlos que el daño que había sufrido era irreversible, y su muerte, inminente. En vista de ello, el médico había pedido a su esposa, Carmen, que convenciese a su padre de que había llegado el momento de abandonar la jefatura del Estado. También tenían previsto acudir a El Pardo el presidente del Gobierno, el de las Cortes y los tres ministros militares, que le pedirían que firmase un documento a tal efecto. Si todo se desarrollaba como estaba previsto, don Juan Carlos podría ser proclamado rey el 27 de octubre, dirigiéndose al país por televisión al día siguiente. Según el escenario descrito por Areilza, que luego no se cumplió, el monarca aceptaría la dimisión de Arias y nombraría un Gobierno completamente nuevo, que incluiría a representantes de la oposición moderada. El nuevo presidente no sería ni un militar ni un dirigente de una asociación política y Motrico
[alusión al título nobiliario de Areilza] dio a entender a Stabler que su candidatura era una de las que barajaba don Juan Carlos.
Kissinger tuvo noticia de los rumores sobre la posible muerte de Franco volando de camino a Pekín. El 21 de octubre de 1975, el secretario de Estado se entrevistó con Deng Xiaoping, a quien comentó en tono jocoso que no era probable que el dictador español cediese el poder a don Juan Carlos porque "a la señora Franco le gusta demasiado el palacio como para abandonarlo". Dada la gerontocracia propia del régimen comunista chino y el apego al poder de sus máximos dirigentes, la observación del norteamericano -y la hilaridad con que fue recibida por su interlocutor- resulta cuando menos chocante.
A Kissinger le sorprendió que su segundo, Hartman, le telegrafiase poco después en apoyo de la tesis de Stabler, según el cual la Administración debía responder favorablemente a la petición de ayuda de don Juan Carlos e informar a Arias Navarro de que apoyaba un inmediato traspaso de poderes. Hartman procuró convencerle con el argumento de que, de esta forma, la opinión pública española identificaría a Estados Unidos con los cambios deseados por quienes pronto gobernarían el país, aunque reconoció que correrían el riesgo de ser acusados de inmiscuirse en un asunto interno excepcionalmente delicado. A Kissinger no debió agradarle la posibilidad de ser acusado de pretender derrocar a Franco y al día siguiente su segundo recibió un lacónico cable desde Tokio, según el cual "el secretario no autoriza -repito, no autoriza- a Stabler a hacer una aproximación a Arias en estos momentos".
Franco sufrió un nuevo episodio cardiaco el 24 de octubre, del que Stabler tuvo conocimiento puntual por boca de Solís, el ministro secretario general del Movimiento, que se mostró convencido de que el jefe del Estado se disponía a abandonar el poder. Esa misma tarde, Areilza le informó de que don Juan Carlos había visitado a Franco por la mañana, llegando a la conclusión de que su vida "se estaba apagando". El príncipe había abandonado definitivamente la idea de declararle incapaz, ya que el procedimiento previsto para ello era muy complejo y podía suscitar el rechazo de los franquistas más ortodoxos. Al día siguiente, La Zarzuela informó a Stabler de que el estado de Franco había empeorado repentinamente y que se estaba "hundiendo rápidamente". El 27 de octubre, Areilza le visitó de nuevo en nombre de don Juan Carlos, para explicarle el desarrollo de los acontecimientos que se producirían tras la muerte de Franco.
El príncipe daba por hecho que los Gobiernos europeos no enviarían delegaciones de fuste al funeral, pero confiaba que en su proclamación las democracias occidentales estarían representadas al más alto nivel. Según Motrico, don Juan Carlos tenía intención de nombrar a un civil como presidente de su primer Gobierno y a un militar como vicepresidente, con autoridad sobre los representantes de las tres armas, como paso previo al nombramiento de un ministro de Defensa. El príncipe había recibido recientemente a los tres ministros militares y al director de la Guardia Civil, el general Ángel Campano, que le habían reiterado su lealtad. Areilza también le explicó que don Juan Carlos había enviado un emisario a Lausanne para evitar que don Juan cuestionara su legitimidad al producirse su proclamación; por su parte, el conde de Barcelona había manifestado su apoyo personal y moral, aunque se abstendría de bendecirle públicamente hasta que no diese pasos concretos de signo democratizador. (...)
El debate que se había producido en Washington sobre quién debía representar a Estados Unidos en el funeral de Franco y en la proclamación de don Juan Carlos pocos días después dice mucho de los dilemas de la Administración en relación con España. Como ya vimos, cuando el embajador Rivero suscitó este asunto por vez primera en el verano de 1974, recomendó que fuese el propio Nixon quien asistiera a ambas ceremonias, lo cual fue considerado excesivo por el Departamento de Estado. Un año después, los diplomáticos sugirieron que la delegación norteamericana fuese presidida por un miembro del Gobierno, pero Ford prefirió que lo hiciese el vicepresidente Rockefeller. A principios de noviembre, aprovechando la misión que don Juan Carlos le había encomendado en Washington en relación con la crisis del Sáhara, Prado y Colón de Carvajal logró que Kissinger convenciese a Ford de que asistiera al tedeum que haría las veces de ceremonia de coronación, a condición de que coincidiese con un viaje que tenía previsto realizar a Europa a mediados de mes. (...) Sin embargo, al prolongarse la agonía de Franco varios días más allá de la estancia de Ford en Europa, con gran disgusto de La Zarzuela, al final el viaje tuvo que suspenderse. Ello supuso que, a diferencia de las grandes democracias europeas, la Administración norteamericana estuvo representada por la misma persona en el funeral de Franco el 23 de noviembre y en el tedeum celebrado en la iglesia de los Jerónimos que marcó la proclamación del rey cuatro días después; así pues, Rockefeller se vio en compañía de Imelda Marcos y Augusto Pinochet en el primero y del duque de Edimburgo y los presidentes de Francia y Alemania en el segundo. (...) En suma, hasta el último momento la Administración de Ford procuró invertir en el futuro posfranquista sin distanciarse un ápice de la dictadura, una política cuya sutileza probablemente no fue apreciada por la opinión pública española.
Stabler quizás se estaba engañando a sí mismo al escribir a sus superiores que "el hecho de estar en contacto con todos los grupos no extremistas, tanto del establishment como de la oposición, no ha pasado desapercibido en Madrid".
De haber sido informado, seguramente no le habría agradado saber que Kissinger había aconsejado a principios de noviembre -a través de Prado y Colón de Carvajal- que excluyese del futuro juego político no solo a los comunistas, sino también a los socialistas y que procurase "no avanzar más allá del centro". Al parecer, Ford había hecho suya esta postura y unos días después aprovechó su encuentro con el primer ministro luxemburgués, Thorn, para comentarle que el futuro rey "sin duda tendrá que desplazarse hacia el centro, pero esperamos que no lo haga con tanta rapidez que desestabilice toda la situación".
El amigo americano, de Charles Powell. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Precio: 24 euros.