Siria se hunde en la represión sangrienta
Las dimisiones de dos diputados y un muftí son las primeras grietas del régimen de Bachar el Asad - Un centenar de manifestantes han muerto desde el viernes
Damasco, El País
El presidente Bachar el Asad ya solo aspira a infundir terror. Esfumadas las promesas de una reforma en la que ni el propio régimen cree, ahora es cuestión de acumular cadáveres hasta vaciar las calles de manifestantes. El viernes fue una jornada sangrienta, con al menos 80 muertos, tal vez más de 100. Ayer se contaron otros 12 como mínimo. La dimisión de dos diputados hasta ahora fieles a El Asad, avergonzados por la brutalidad de la policía en todo el país, demostró que las protestas empezaban a erosionar el régimen más monolítico e impenetrable de Oriente Próximo.
El mecanismo acción-represión-acción, con el que contaban los organizadores de las manifestaciones, funcionó de forma inexorable. El viernes hubo marchas multitudinarias, las más numerosas desde el inicio de la revuelta, y las fuerzas de seguridad y los shabiha, los sicarios civiles del régimen, dispararon de forma indiscriminada ráfagas de metralleta. La enorme cifra de víctimas enfureció aún más a la gente, que ayer acudió por millares a los funerales. Y hubo una nueva matanza, que reafirmó la convicción popular de que no era posible seguir soportando un Gobierno atrincherado en la crueldad.
Izraa, un suburbio de Damasco, se sumó a las "ciudades mártires" de la revuelta. Según testigos presenciales que difundieron su relato de los hechos y abundantes filmaciones a través de Internet, el viernes hubo decenas de muertos. Por la noche, grupos de activistas formaron cadenas humanas en torno a un hospital para evitar que la policía se llevara a los heridos. Al menos dos francotiradores apostados en la azotea de la sede del partido Baaz, próxima al centro médico, hostigaron con disparos a los activistas. Ya el sábado, cuando los fallecidos de la víspera eran trasladados al cementerio, las fuerzas del régimen volvieron a lanzar ráfagas contra las comitivas y se vivieron escenas dantescas, con ataúdes volcados por el suelo y gente parapetada tras ellos.
Homs, cuyos comercios secundaban desde el miércoles una huelga general contra el Gobierno y cuyas calles permanecían tomadas por las fuerzas de seguridad y los shabiha, y Deraa, la ciudad del sur donde nació la revuelta a mediados de marzo, fueron los otros dos grandes focos de las protestas. En Deraa, el corresponsal de la televisión catarí Al Yazira, obligado a trabajar en el anonimato para evitar la detención, informó de que la ciudad estaba sumida en el caos. "Hay disparos por todas partes, todo el mundo parece ir armado", dijo. Eso podría indicar que al menos en esa zona la revuelta dejaba de ser pacífica. Resultaba imposible comprobarlo, dada la prohibición de periodistas en el país.
Los dos diputados dimisionarios, Nasser Hariri y Jalil Rifai, representaban precisamente al distrito de Deraa en la Asamblea Popular, un presunto Parlamento que solo sirve para aplaudir y en el que la mayoría de los miembros es directamente designada por el Baaz, el partido único.
"Si no puedo proteger los pechos de mi gente frente a estas agresiones traidoras, no tiene sentido que permanezca en la Asamblea", declaró Hariri a Al Yazira. El gesto de Hariri y Rifai fue, además de altamente simbólico, insólito: nunca nadie en el régimen de los Asad, primero el padre, Hafez, y luego el hijo, Bachar, ha podido dimitir y permanecer en Siria. La dimisión equivale a una traición y se paga con el exilio o la muerte.
También dimitió un muftí -una autoridad religiosa, designada por el Gobierno- en Deraa, Rezq Abdulrahman Abazeid, en señal de protesta por la matanza de manifestantes, informa Reuters.
Pese a la creciente cifra de muertos, más de 300 en un mes, y a la pujanza de las protestas, el régimen disponía aún de tiempo y margen para resistir. Había conseguido hasta el momento que Damasco, capital del país y bastión gubernamental, permaneciera tranquila. Lo mismo ocurría en Alepo. Los viajeros que llegaban ayer a mediodía a Beirut en autobús regular desde ambas ciudades describían una situación "completamente normal". Tampoco habían percibido un control especial en la frontera. De forma significativa, nadie quiso dar su nombre. "No queremos problemas", dijo un joven libanés, cristiano, quien añadió sin embargo que sabía por sus familiares sirios que ocurrían "cosas" y que la gente estaba "nerviosa". Otros dos hombres, de nacionalidad siria, repitieron la versión oficial, según la cual "bandas de extremistas islámicos quieren desestabilizar Siria".
La agencia oficial de noticias, Sana, siguió asegurando durante las dos jornadas sangrientas que "grupos de civiles armados" habían disparado contra otros grupos de civiles y que la policía se limitaba a intentar frenar las refriegas con gases lacrimógenos y cañones de agua. La agencia Sana contabilizó solo 10 muertos.
La actual situación podría prolongarse durante tiempo, dado que ni Estados Unidos ni la Unión Europea mostraban el menor interés en intervenir. En Washington y las cancillerías europeas se temía que una implosión del régimen de Bachar el Asad no trajera mayores libertades, sino algo parecido al Líbano de hace tres décadas o al Irak del presente. Incluso Israel, en teoría el peor enemigo regional de Siria, prefería que El Asad se mantuviera en la presidencia.
Siria es un mosaico de sectas religiosas con viejas cuentas por saldar, en especial con la minoría alauí que compone la élite del Gobierno y del partido Baaz (el propio Asad es alauí), y numerosos diplomáticos estiman que la alternativa más probable al terror sería una guerra civil a múltiples bandas, que podría derramarse sobre sus numerosos vecinos: Turquía, Jordania, Irak, Israel y Líbano. Ya empezaban a percibirse efectos de contagio en Líbano: en la ciudad norteña de Trípoli, suní y conservadora, miles de personas (incluyendo las fuerzas policiales) se manifestaron en los dos últimos días contra Bachar el Asad. Hezbolá, el poderoso partido-milicia chií financiado por Irán a través de Siria, organizó en otros lugares actos de apoyo a El Asad.
El Gobierno de Damasco volvió a acusar a Arabia Saudí (principal potencia del islam suní y gran enemigo musulmán de Irán, la gran potencia chií) de financiar y alentar las revueltas.
Damasco, El País
El presidente Bachar el Asad ya solo aspira a infundir terror. Esfumadas las promesas de una reforma en la que ni el propio régimen cree, ahora es cuestión de acumular cadáveres hasta vaciar las calles de manifestantes. El viernes fue una jornada sangrienta, con al menos 80 muertos, tal vez más de 100. Ayer se contaron otros 12 como mínimo. La dimisión de dos diputados hasta ahora fieles a El Asad, avergonzados por la brutalidad de la policía en todo el país, demostró que las protestas empezaban a erosionar el régimen más monolítico e impenetrable de Oriente Próximo.
El mecanismo acción-represión-acción, con el que contaban los organizadores de las manifestaciones, funcionó de forma inexorable. El viernes hubo marchas multitudinarias, las más numerosas desde el inicio de la revuelta, y las fuerzas de seguridad y los shabiha, los sicarios civiles del régimen, dispararon de forma indiscriminada ráfagas de metralleta. La enorme cifra de víctimas enfureció aún más a la gente, que ayer acudió por millares a los funerales. Y hubo una nueva matanza, que reafirmó la convicción popular de que no era posible seguir soportando un Gobierno atrincherado en la crueldad.
Izraa, un suburbio de Damasco, se sumó a las "ciudades mártires" de la revuelta. Según testigos presenciales que difundieron su relato de los hechos y abundantes filmaciones a través de Internet, el viernes hubo decenas de muertos. Por la noche, grupos de activistas formaron cadenas humanas en torno a un hospital para evitar que la policía se llevara a los heridos. Al menos dos francotiradores apostados en la azotea de la sede del partido Baaz, próxima al centro médico, hostigaron con disparos a los activistas. Ya el sábado, cuando los fallecidos de la víspera eran trasladados al cementerio, las fuerzas del régimen volvieron a lanzar ráfagas contra las comitivas y se vivieron escenas dantescas, con ataúdes volcados por el suelo y gente parapetada tras ellos.
Homs, cuyos comercios secundaban desde el miércoles una huelga general contra el Gobierno y cuyas calles permanecían tomadas por las fuerzas de seguridad y los shabiha, y Deraa, la ciudad del sur donde nació la revuelta a mediados de marzo, fueron los otros dos grandes focos de las protestas. En Deraa, el corresponsal de la televisión catarí Al Yazira, obligado a trabajar en el anonimato para evitar la detención, informó de que la ciudad estaba sumida en el caos. "Hay disparos por todas partes, todo el mundo parece ir armado", dijo. Eso podría indicar que al menos en esa zona la revuelta dejaba de ser pacífica. Resultaba imposible comprobarlo, dada la prohibición de periodistas en el país.
Los dos diputados dimisionarios, Nasser Hariri y Jalil Rifai, representaban precisamente al distrito de Deraa en la Asamblea Popular, un presunto Parlamento que solo sirve para aplaudir y en el que la mayoría de los miembros es directamente designada por el Baaz, el partido único.
"Si no puedo proteger los pechos de mi gente frente a estas agresiones traidoras, no tiene sentido que permanezca en la Asamblea", declaró Hariri a Al Yazira. El gesto de Hariri y Rifai fue, además de altamente simbólico, insólito: nunca nadie en el régimen de los Asad, primero el padre, Hafez, y luego el hijo, Bachar, ha podido dimitir y permanecer en Siria. La dimisión equivale a una traición y se paga con el exilio o la muerte.
También dimitió un muftí -una autoridad religiosa, designada por el Gobierno- en Deraa, Rezq Abdulrahman Abazeid, en señal de protesta por la matanza de manifestantes, informa Reuters.
Pese a la creciente cifra de muertos, más de 300 en un mes, y a la pujanza de las protestas, el régimen disponía aún de tiempo y margen para resistir. Había conseguido hasta el momento que Damasco, capital del país y bastión gubernamental, permaneciera tranquila. Lo mismo ocurría en Alepo. Los viajeros que llegaban ayer a mediodía a Beirut en autobús regular desde ambas ciudades describían una situación "completamente normal". Tampoco habían percibido un control especial en la frontera. De forma significativa, nadie quiso dar su nombre. "No queremos problemas", dijo un joven libanés, cristiano, quien añadió sin embargo que sabía por sus familiares sirios que ocurrían "cosas" y que la gente estaba "nerviosa". Otros dos hombres, de nacionalidad siria, repitieron la versión oficial, según la cual "bandas de extremistas islámicos quieren desestabilizar Siria".
La agencia oficial de noticias, Sana, siguió asegurando durante las dos jornadas sangrientas que "grupos de civiles armados" habían disparado contra otros grupos de civiles y que la policía se limitaba a intentar frenar las refriegas con gases lacrimógenos y cañones de agua. La agencia Sana contabilizó solo 10 muertos.
La actual situación podría prolongarse durante tiempo, dado que ni Estados Unidos ni la Unión Europea mostraban el menor interés en intervenir. En Washington y las cancillerías europeas se temía que una implosión del régimen de Bachar el Asad no trajera mayores libertades, sino algo parecido al Líbano de hace tres décadas o al Irak del presente. Incluso Israel, en teoría el peor enemigo regional de Siria, prefería que El Asad se mantuviera en la presidencia.
Siria es un mosaico de sectas religiosas con viejas cuentas por saldar, en especial con la minoría alauí que compone la élite del Gobierno y del partido Baaz (el propio Asad es alauí), y numerosos diplomáticos estiman que la alternativa más probable al terror sería una guerra civil a múltiples bandas, que podría derramarse sobre sus numerosos vecinos: Turquía, Jordania, Irak, Israel y Líbano. Ya empezaban a percibirse efectos de contagio en Líbano: en la ciudad norteña de Trípoli, suní y conservadora, miles de personas (incluyendo las fuerzas policiales) se manifestaron en los dos últimos días contra Bachar el Asad. Hezbolá, el poderoso partido-milicia chií financiado por Irán a través de Siria, organizó en otros lugares actos de apoyo a El Asad.
El Gobierno de Damasco volvió a acusar a Arabia Saudí (principal potencia del islam suní y gran enemigo musulmán de Irán, la gran potencia chií) de financiar y alentar las revueltas.