Los nuevos desafíos de América Latina

Para lograr una sociedad más igualitaria hay que pensar en un nuevo pacto fiscal, con una reforma tributaria profunda que permita mejorar la distribución de ingresos después de impuestos. La meta es una vida mejor


RICARDO LAGOS
Después de la II Guerra Mundial, el crecimiento del producto interior bruto prácticamente se universalizó como medida estándar del crecimiento económico, y este, a su vez, se transformó en el objetivo final de las políticas de desarrollo. Aquello tenía su historia, ya desde la revolución industrial se pensaba que un aumento en la producción de bienes acarrearía un mayor bienestar y mejores condiciones de vida para los integrantes de una sociedad. Sin embargo, hoy, por primera vez, constatamos que en los 30 países más ricos del mundo el crecimiento de la economía ya no explica las verdades de una sociedad. Ya no implica, necesariamente, una mejora en los indicadores sociales, de salud o de educación.

Este no es un dato menor para varios países de América Latina que, colocados en el nivel del denominado desarrollo medio, sienten como una meta cercana llegar al umbral de país desarrollado. No más allá de los próximos 10 años Chile y Uruguay deberían lograrlo, si entendemos por "país desarrollado" el que ha alcanzado un ingreso por habitante de 20.000 dólares por año. Los que vienen serán también años positivos para otros vecinos en el continente y los pronósticos recién entregados por el FMI para el periodo 2011-2012 así lo confirman. Y ello, entre otras razones, porque el motor de la economía china seguirá empujando el crecimiento de la región: cuando China crece un punto porcentual, países como el nuestro crecen al menos un 0,4%. Ello significa que si China sigue creciendo a un ritmo del 10% anual, tenemos garantizado un crecimiento del orden del 4%.

Pero no confundamos crecimiento económico con desarrollo moderno sustentado en una distribución con equidad: ya existe suficiente información como para no mezclar una cosa con otra. Como ha dicho hace poco la CEPAL, hay que tener "crecimiento con igualdad", pero a ello se llega por la vía de la "igualdad para el crecimiento". En Chile esa es la gran tarea que tenemos al frente: definir hoy qué tipo de sociedad queremos construir durante los próximos 20 años, y abordar, ahora, los cambios necesarios para sentar las bases de ese futuro. Nadie lo hará por nosotros.

Tomemos algunas referencias de recientes estudios globales, como es la relación entre ingreso per cápita y esperanza de vida. El estudio de Wilkinson & Pickett, The Spirit Level, señala que (con datos del FMI, 2008) Uruguay tenía un ingreso per cápita de 13.300 dólares, Costa Rica de 10.700, y Chile de 15.000, pero la esperanza de vida coincidía entre 78 y 80 años con países como Grecia, con 30.500 dólares per cápita, Finlandia con 36.200 y Noruega con 53.500. ¿Qué deducir de esto? Que la relación directa entre crecimiento económico y mejoramiento en los indicadores sociales es nítida en las primeras etapas de desarrollo, pero una vez que se alcanza el límite de 20.000 dólares de ingreso anual por habitante, lo central pasa a ser la distribución del ingreso.

Por eso, si se toma un país solo con un ingreso de entre 500 y 3.000 dólares (Zimbabue, por ejemplo) la esperanza de vida es de poco más de 40 años; si se mira países cuyo ingreso por habitante se acerca a los 8.000 dólares (como El Salvador), esa cifra de posibilidad de vida llega a los 71 años. Los que ponen el ojo solo en el crecimiento como referencia pueden considerarlo una ratificación de sus análisis. Pero cuando se ve en detalle lo que ocurre en los niveles superiores hay más de una sorpresa. Así, la esperanza de vida en Estados Unidos es inferior a la de Japón, a pesar de que Estados Unidos tiene un ingreso superior. Más notable aún: países como Grecia o Nueva Zelanda, cuyo producto corresponde a la mitad del de Estados Unidos, tienen una esperanza de vida superior.

Otro antecedente generado por el mismo estudio está relacionado con el denominado "índice de satisfacción" (cómo se siente la gente en la sociedad donde vive y con las posibilidades que tiene). También se le ha llamado "índice de felicidad". ¿Y qué encontramos aquí? En una primera etapa, es cierto que la correlación entre ingreso y percepción de bienestar es clara y directa: por cada aumento del ingreso por habitante, la población alcanza un mayor grado de satisfacción o "felicidad". Pero luego, a partir precisamente del momento en que se alcanza un ingreso por habitante de 20.000 dólares, la correlación entre ingresos y satisfacción desaparece. La satisfacción, presente o ausente, ya no está determinada por el ingreso, sino que se la vincula con otros factores.

En países como Colombia, Brasil, Chile y Uruguay, los índices de satisfacción andan alrededor del 80%, donde el ingreso se mueve entre 10.000 y 15.000 dólares per cápita. El tema es que el índice de satisfacción de estos países está por encima de Italia (con 31.000) o Grecia (30.000), o levemente por debajo de Alemania con sus 36.000 dólares por habitante. Lo que nos dicen esos datos es que otros referentes pasan a tener mayor prioridad y por eso, en esta nueva etapa de la realidad latinoamericana, el tema esencial es uno solo: la distribución del ingreso.

¿Qué es lo que la gente empieza a querer cuando ya no es la pobreza la batalla principal y por todos lados se dice que el país tiene más? Por ejemplo, la cohesión social, y por cierto, asociadas a ella, una alta movilidad social, igualdad de oportunidades, acceso a la educación. Todos asuntos que dependen, básicamente, de una distribución del ingreso más igualitaria. A la larga, el nivel de cohesión social tiene que ver, necesariamente, con una sociedad con más igualdad, donde las diferencias entre los niveles de ingresos se han acortado.

Aquí es donde varios países de América Latina tienen una tarea por cumplir. Los costos de la desigualdad son muy amplios y están debidamente acreditados por las estadísticas. Países más igualitarios del mundo desarrollado tienen menos homicidios por cada 10.000 habitantes que otros países más desiguales; países más igualitarios tienen un menor porcentaje de la población en prisiones, exhiben un menor consumo de drogas y, en general, tienen mayores oportunidades de vida que los países más desiguales.

La pregunta, entonces, es qué tipo de distribución de ingreso quieren tener países como Chile u otros, que aspiran a ser un país desarrollado en los próximos 10 o 12 años. ¿Queremos realmente convertirnos en una sociedad más igualitaria? ¿O simplemente el de la distribución más equilibrada del ingreso es un tema que no resulta relevante hoy, y que veremos más adelante cómo resolver?

Se está abriendo una etapa de nuevos desafíos políticos en América Latina. Y en ella, ¿dónde deberíamos poner nuestra mirada? En países -como Japón, Finlandia o Bélgica- en los que el 20% de la población perteneciente al quintil más alto tiene un ingreso promedio de entre cuatro y cinco veces el promedio del quintil más pobre. Una realidad muy diferente de la de Estados Unidos o Singapur, donde el quintil más rico tiene un ingreso 8,5 o 9 veces mayor que el quintil de más bajos ingresos. Y esto tiene efectos directos en dónde se ubica un país cuando se miden sus índices de salud y problemas sociales: si Noruega u Holanda muestran mejores índices que Canadá, Francia o Australia es porque esos indicadores coinciden con aquellos que dan cuenta de una mejor distribución del ingreso. Sabemos perfectamente todo lo que nos falta por hacer. Una vez Fernando Henrique Cardoso dijo una frase elocuente al respecto: "no somos el continente más pobre del mundo, pero somos el más desigual".

Claro, algo más hemos hecho en la perspectiva correcta. Ahí están los avances logrados en Brasil y México en disminución de la pobreza. En Chile, entre 1990 y 2010, la pobreza se redujo desde un 40% a un 11% o 15% de la población, según el indicador que se use para medirla (el de Naciones Unidas o el del Gobierno). A pesar de que el 20% más rico tiene un ingreso promedio 14 veces mayor que el ingreso promedio del 20% más pobre, se logró reducir la desigualdad a unas 7,8 veces, al impulsar una política social enfocada en los grupos de ingresos más bajos.

Pero las diferencias son aún muy grandes y más aún cuando se cruzan con indicadores de calidad. Como hemos dicho en Chile, hay que pensar en un nuevo pacto fiscal, con una reforma tributaria profunda que permita mejorar la distribución de ingresos después de impuestos, cosa que hoy día no sucede. Antes y después del pago de impuestos la distribución sigue en la misma desigualdad. Ese es, sin duda, el desafío mayor no solo para Chile, sino también para el resto de América Latina.

Pero, por encima de todo, se trata de poner bien la brújula. No solo es afirmar que crecimiento no es lo mismo que desarrollo, eso ya lo sabemos. Lo importante es definir que -si queremos sociedades sanas y cohesionadas- ese desarrollo debe ser con otra política de distribución, más justa y, en definitiva, más ética. Y ello debe asumir las nuevas dimensiones de la democracia en tiempos de redes digitales (democracia 2.0), de una educación donde convergen calidad y continuidad; de una reformulación del trabajo y sus espacios; de los derechos y garantías para la salud: en suma, de una vida realmente mejor.

Los latinoamericanos ya debemos saber que, más allá de los 20.000 dólares per cápita, comienza un territorio de nuevas verdades políticas y sociales, las cuales solo traerán satisfacciones si hacemos bien las cosas.

Ricardo Lagos fue presidente de Chile entre 2000 y 2006.

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