Decenas de filipinos crucificados en Viernes Santo
Arayat, Agencias
Decenas de penitentes fueron hoy crucificados en un puñado de pueblos del norte de Filipinas con motivo del Viernes Santo y como colofón de los ritos paganos que se celebran en el país asiático con mayor población católica.
Los actos más multitudinarios tuvieron lugar en la localidad de San Pedro Cutud, a unos 70 kilómetros al norte de Manila donde miles de filipinos y extranjeros desafiaron el intenso calor para contemplar a una docena de émulos de Jesucristo sufrir dolor con el propósito de expiar sus pecados y hacer méritos.
En otros pueblos de la zona, como en la pequeña aldea de Arayat, a 80 kilómetros de Manila, media docena de fervorosos católicos fueron clavados a golpes de martillo a cruces con clavos de unos 15 centímetros de largo que les atravesaron las palmas de las manos.
Vestidos con una túnica morada, la mayoría se sometieron al suplicio con el rostro oculto por una capucha, ya que dicen que si vieran a sus seres queridos desde los cuatro metros de altura a la que los levantan, les flaquearía el ánimo.
Los menos soportaron el dolor a cara descubierta durante cinco o diez minutos intentando controlar los gestos de dolor mientras una cuadrilla de seis voluntarios hacían que se giraran para satisfacer a los numerosos espectadores que se protegían con paraguas de los rayos de sol.
Uno de los penitentes fue bajado de la cruz antes de tiempo, cuando dio señales de que se desmayaba por el dolor y el agotamiento.
Cuando la cuadrilla baja la cruz a tierra y extrae los clavos, el nazareno es conducido a una precaria enfermería, compuesta por una mesa de madera y una silla, una botella de alcohol desinfectante, un litro de antiséptico de yodo metido en una bolsa de plástico, tira adhesiva y una caja de gasas.
"Es el undécimo año que me sacrifico, lo hago por mi familia", dice a Efe Rolando, de 38 años, mientras le vendan las manos para detener la pequeña hemorragia y todavía aturdido por el tormento.
"Ahora no me siento muy bien pero tampoco duele tanto. Dentro de dos días estaré otra vez en plena forma para cortar caña de azúcar", afirma este crucificado, que precisa confía en recibir de Dios la recompensa a su sacrificio: la mejoría de su madre que está delicada de salud.
Otros muchos optan por flagelarse para redimir sus pecados y desfilan cada día de la Semana Santa en procesión a las iglesias de los pueblos mientras se golpean la espalda rítmicamente con una fusta mojada.
Descalzos, con una corona de hojas sobre la cabeza y la cara protegida por trapos convertidos en velos, los penitentes exhiben sus espaldas ensangrentadas por el flujo de sangre que emana de los veinte diminutos cortes que se han dejado hacer con una cuchilla sanitaria.
Las pequeñas incisiones, dicen los habituales a la cita, ayudan a a soportar el dolor, ya que con estas se evita la formación de coágulos en las zonas malheridas.
Los flagelantes caminan acompañados de nazarenos que arrastran una cruz de unos 50 kilos, monaguillos y otros lugareños que salen de sus casas para sumarse al desfile sin dar ninguna importancia a las gotas de sangre que salpican y manchan la ropa.
La Iglesia Católica ha reiterado su oposición a este tipo de ritos, popularizados en la provincia de Pampanga en los últimos 60 años, puesto que considera que estos actos sólo buscan el bien propio y se alejan del significado de la pasión de Cristo.
"Sólo hubo una crucifixión que salvó a la humanidad. Estas tradiciones representan una versión muy fanática del catolicismo, sus motivaciones son totalmente distintas de las que enseña la Iglesia", dice a Efe Monseñor Pedro Quitorio, portavoz de la Conferencia Episcopal filipina.
Más del 80 por ciento de los 94 millones de habitantes de Filipinas se declaran católicos.
Decenas de penitentes fueron hoy crucificados en un puñado de pueblos del norte de Filipinas con motivo del Viernes Santo y como colofón de los ritos paganos que se celebran en el país asiático con mayor población católica.
Los actos más multitudinarios tuvieron lugar en la localidad de San Pedro Cutud, a unos 70 kilómetros al norte de Manila donde miles de filipinos y extranjeros desafiaron el intenso calor para contemplar a una docena de émulos de Jesucristo sufrir dolor con el propósito de expiar sus pecados y hacer méritos.
En otros pueblos de la zona, como en la pequeña aldea de Arayat, a 80 kilómetros de Manila, media docena de fervorosos católicos fueron clavados a golpes de martillo a cruces con clavos de unos 15 centímetros de largo que les atravesaron las palmas de las manos.
Vestidos con una túnica morada, la mayoría se sometieron al suplicio con el rostro oculto por una capucha, ya que dicen que si vieran a sus seres queridos desde los cuatro metros de altura a la que los levantan, les flaquearía el ánimo.
Los menos soportaron el dolor a cara descubierta durante cinco o diez minutos intentando controlar los gestos de dolor mientras una cuadrilla de seis voluntarios hacían que se giraran para satisfacer a los numerosos espectadores que se protegían con paraguas de los rayos de sol.
Uno de los penitentes fue bajado de la cruz antes de tiempo, cuando dio señales de que se desmayaba por el dolor y el agotamiento.
Cuando la cuadrilla baja la cruz a tierra y extrae los clavos, el nazareno es conducido a una precaria enfermería, compuesta por una mesa de madera y una silla, una botella de alcohol desinfectante, un litro de antiséptico de yodo metido en una bolsa de plástico, tira adhesiva y una caja de gasas.
"Es el undécimo año que me sacrifico, lo hago por mi familia", dice a Efe Rolando, de 38 años, mientras le vendan las manos para detener la pequeña hemorragia y todavía aturdido por el tormento.
"Ahora no me siento muy bien pero tampoco duele tanto. Dentro de dos días estaré otra vez en plena forma para cortar caña de azúcar", afirma este crucificado, que precisa confía en recibir de Dios la recompensa a su sacrificio: la mejoría de su madre que está delicada de salud.
Otros muchos optan por flagelarse para redimir sus pecados y desfilan cada día de la Semana Santa en procesión a las iglesias de los pueblos mientras se golpean la espalda rítmicamente con una fusta mojada.
Descalzos, con una corona de hojas sobre la cabeza y la cara protegida por trapos convertidos en velos, los penitentes exhiben sus espaldas ensangrentadas por el flujo de sangre que emana de los veinte diminutos cortes que se han dejado hacer con una cuchilla sanitaria.
Las pequeñas incisiones, dicen los habituales a la cita, ayudan a a soportar el dolor, ya que con estas se evita la formación de coágulos en las zonas malheridas.
Los flagelantes caminan acompañados de nazarenos que arrastran una cruz de unos 50 kilos, monaguillos y otros lugareños que salen de sus casas para sumarse al desfile sin dar ninguna importancia a las gotas de sangre que salpican y manchan la ropa.
La Iglesia Católica ha reiterado su oposición a este tipo de ritos, popularizados en la provincia de Pampanga en los últimos 60 años, puesto que considera que estos actos sólo buscan el bien propio y se alejan del significado de la pasión de Cristo.
"Sólo hubo una crucifixión que salvó a la humanidad. Estas tradiciones representan una versión muy fanática del catolicismo, sus motivaciones son totalmente distintas de las que enseña la Iglesia", dice a Efe Monseñor Pedro Quitorio, portavoz de la Conferencia Episcopal filipina.
Más del 80 por ciento de los 94 millones de habitantes de Filipinas se declaran católicos.