El cementerio del progreso japonés
Cuando la naturaleza hace lo que hizo el viernes pasado los hechos, los adjetivos y las metáforas quedan vacíos de contenido
Sendai, El País
Cómo poner palabras al horror. Cómo encajar en el encuadre de una cámara el desastre provocado por una ola hasta de 10 metros de altura que barre una costa a lo largo de 2.100 kilómetros. Cómo narrar el sufrimiento de las familias de miles de personas muertas o desaparecidas.
Cuando la naturaleza hace lo que hizo el viernes pasado en el noreste de Japón -temblar con una intensidad de 9.0 en la escala Richter y provocar un tsunami de proporciones desconocidas desde que Japón comenzó a registrar datos hace 140 años-, los hechos, los adjetivos y las metáforas quedan vacíos de contenido. Porque ante el desastre nuclear provocado por el terremoto y la devastación por el maremoto de la costa noreste de Japón, uno es incapaz de creer lo que está pasando, de aceptar que Japón, ese país futurista y tecnológico, de robots y cómics manga, se halla sumido en su mayor crisis desde el fin de la II Guerra Mundial. Y de poco sirven para describir lo ocurrido términos como cataclismo, apocalipsis o el infierno de Dante.
De pie, al borde de la carretera que conduce a Natori, una población situada unos 20 kilómetros al sur de Sendai (capital de la prefectura de Miyagi), el barrizal ocupa la vista hasta el infinito. Coches de pocos años con el morro hundido en el agua, palés sin carga, modernos invernaderos abarrotados de todo lo que el agua arrastró a su paso, y cabinas de camiones boca arriba salpican los campos de cultivo transformados en cementerios del progreso japonés.
Una docena de soldados camina con dificultad entre la masa de maderos y barro, con un palo de más de metro y medio de largo en la mano. Buscan los cuerpos de alguna de las más de 10.000 víctimas que se estima provocaron el terremoto y el tsunami. El balance oficial es de 2.414 muertos. Cuando encuentran un cadáver, lo dejan en el arcén envuelto en una bolsa de plástico azul. Otros soldados se dirigen hacia los coches destrozados, que salpican aquí y allá el paisaje como si hubieran sido arrojados desde el cielo, y extraen el combustible de los depósitos.
La carretera está cortada al tráfico, y solo se puede acceder con autorización. Un kilómetro más allá, un grupo de agentes carga 13 cuerpos en un camión. El campo es una marisma de escombros y muerte. Cae una lluvia fina, mientras un centenar de kilómetros al sur la radiactividad se escapa de los reactores de la central nuclear de Fukushima.
Tras dejar la autopista, el lodo lo invade todo. Por aquí pasó la colosal lengua de agua, cargada de restos convertidos en proyectiles. El barrio costero de Natori está devastado. Por todos lados, hay vehículos empotrados unos sobre otros, en difíciles equilibrios. Las paredes de muchas viviendas están reventadas por el impacto del agua y lo que arrastraba, aunque se mantienen en pie. Un barco descansa varado en la carretera junto a unas casas. En otras zonas, edificios de granjas fueron arrancados de cuajo y transportados en llamas por el maremoto. En cierto modo, el tsunami japonés parece más violento que el del Índico, en 2004, cuando la ola gigante provocó 230.000 muertos en una docena de países, de ellos, 170.000 en Indonesia.
La inmensa mayoría de los inmuebles en la región afectada por el terremoto japonés no han sufrido daños, gracias a las estrictas normativas de construcción existentes en el país. Pero parece como si nadie hubiera pensado en la catástrofe que podía generar un potente tsunami. "La situación es terrible. Esperábamos que se produjera un gran terremoto, pero esto está fuera de lo imaginable", dice Hajime Imanishi, profesor del Departamento de Ingeniería Civil en Sendai. Imanishe, sin embargo, afirma que lo peor está por llegar. "Un profesor especializado en terremotos en nuestra universidad dice que este no es el final, esto es el principio".
Shigenori Endo se encontraba dentro de su casa cuando llegó la ola gigante. "El agua nos arrastró a mí y mi madre. Las maderas, los objetos me golpeaban por todos lados, y me quedé atrapado. Al rato vino gente y me liberaron", dice este hombre de 46 años, mientras camina bajo la lluvia en medio del paisaje de destrucción. Una columna de coches de bomberos y ambulancias pasa con las luces giratorias en marcha.
En el ayuntamiento de Natori, decenas de personas buscan a familiares y amigos en listas pegadas en las paredes. Yuji Goto, de 31 años, no sabe qué ha sido de su abuela, que vivía en Yuriage, otra de las poblaciones devastadas por la ola gigante. "Está desaparecida. Y no he podido ir a su casa porque está prohibido el paso a los vehículos", dice este hombre mientras intenta localizar el nombre. Una chica de unos 20 años llora mientras pasa de una lista a otra.
La catástrofe ha provocado la evacuación de alrededor de 600.000 personas, ha dejado sin agua ni electricidad a millones de personas, y escasean el combustible y la comida. A lo largo de la costa arrasada, miles de coches destruidos -símbolo del consumo y la vida moderna- son testigo del desastre al que se enfrenta la segunda economía del mundo, un desastre que ha convertido la región en un cementerio del progreso japonés.
Sendai, El País
Cómo poner palabras al horror. Cómo encajar en el encuadre de una cámara el desastre provocado por una ola hasta de 10 metros de altura que barre una costa a lo largo de 2.100 kilómetros. Cómo narrar el sufrimiento de las familias de miles de personas muertas o desaparecidas.
Cuando la naturaleza hace lo que hizo el viernes pasado en el noreste de Japón -temblar con una intensidad de 9.0 en la escala Richter y provocar un tsunami de proporciones desconocidas desde que Japón comenzó a registrar datos hace 140 años-, los hechos, los adjetivos y las metáforas quedan vacíos de contenido. Porque ante el desastre nuclear provocado por el terremoto y la devastación por el maremoto de la costa noreste de Japón, uno es incapaz de creer lo que está pasando, de aceptar que Japón, ese país futurista y tecnológico, de robots y cómics manga, se halla sumido en su mayor crisis desde el fin de la II Guerra Mundial. Y de poco sirven para describir lo ocurrido términos como cataclismo, apocalipsis o el infierno de Dante.
De pie, al borde de la carretera que conduce a Natori, una población situada unos 20 kilómetros al sur de Sendai (capital de la prefectura de Miyagi), el barrizal ocupa la vista hasta el infinito. Coches de pocos años con el morro hundido en el agua, palés sin carga, modernos invernaderos abarrotados de todo lo que el agua arrastró a su paso, y cabinas de camiones boca arriba salpican los campos de cultivo transformados en cementerios del progreso japonés.
Una docena de soldados camina con dificultad entre la masa de maderos y barro, con un palo de más de metro y medio de largo en la mano. Buscan los cuerpos de alguna de las más de 10.000 víctimas que se estima provocaron el terremoto y el tsunami. El balance oficial es de 2.414 muertos. Cuando encuentran un cadáver, lo dejan en el arcén envuelto en una bolsa de plástico azul. Otros soldados se dirigen hacia los coches destrozados, que salpican aquí y allá el paisaje como si hubieran sido arrojados desde el cielo, y extraen el combustible de los depósitos.
La carretera está cortada al tráfico, y solo se puede acceder con autorización. Un kilómetro más allá, un grupo de agentes carga 13 cuerpos en un camión. El campo es una marisma de escombros y muerte. Cae una lluvia fina, mientras un centenar de kilómetros al sur la radiactividad se escapa de los reactores de la central nuclear de Fukushima.
Tras dejar la autopista, el lodo lo invade todo. Por aquí pasó la colosal lengua de agua, cargada de restos convertidos en proyectiles. El barrio costero de Natori está devastado. Por todos lados, hay vehículos empotrados unos sobre otros, en difíciles equilibrios. Las paredes de muchas viviendas están reventadas por el impacto del agua y lo que arrastraba, aunque se mantienen en pie. Un barco descansa varado en la carretera junto a unas casas. En otras zonas, edificios de granjas fueron arrancados de cuajo y transportados en llamas por el maremoto. En cierto modo, el tsunami japonés parece más violento que el del Índico, en 2004, cuando la ola gigante provocó 230.000 muertos en una docena de países, de ellos, 170.000 en Indonesia.
La inmensa mayoría de los inmuebles en la región afectada por el terremoto japonés no han sufrido daños, gracias a las estrictas normativas de construcción existentes en el país. Pero parece como si nadie hubiera pensado en la catástrofe que podía generar un potente tsunami. "La situación es terrible. Esperábamos que se produjera un gran terremoto, pero esto está fuera de lo imaginable", dice Hajime Imanishi, profesor del Departamento de Ingeniería Civil en Sendai. Imanishe, sin embargo, afirma que lo peor está por llegar. "Un profesor especializado en terremotos en nuestra universidad dice que este no es el final, esto es el principio".
Shigenori Endo se encontraba dentro de su casa cuando llegó la ola gigante. "El agua nos arrastró a mí y mi madre. Las maderas, los objetos me golpeaban por todos lados, y me quedé atrapado. Al rato vino gente y me liberaron", dice este hombre de 46 años, mientras camina bajo la lluvia en medio del paisaje de destrucción. Una columna de coches de bomberos y ambulancias pasa con las luces giratorias en marcha.
En el ayuntamiento de Natori, decenas de personas buscan a familiares y amigos en listas pegadas en las paredes. Yuji Goto, de 31 años, no sabe qué ha sido de su abuela, que vivía en Yuriage, otra de las poblaciones devastadas por la ola gigante. "Está desaparecida. Y no he podido ir a su casa porque está prohibido el paso a los vehículos", dice este hombre mientras intenta localizar el nombre. Una chica de unos 20 años llora mientras pasa de una lista a otra.
La catástrofe ha provocado la evacuación de alrededor de 600.000 personas, ha dejado sin agua ni electricidad a millones de personas, y escasean el combustible y la comida. A lo largo de la costa arrasada, miles de coches destruidos -símbolo del consumo y la vida moderna- son testigo del desastre al que se enfrenta la segunda economía del mundo, un desastre que ha convertido la región en un cementerio del progreso japonés.