Análisis: ¿Para qué nos sirve el precedente de Kosovo?
Madrid, El País
La operación militar sobre esta provincia con ambición de ser país, en el interior de Serbia, en 1999, tuvo dos fases. Una, de bombardeos aéreos sobre las instalaciones militares y encrucijadas logísticas; otra, de ocupación del terreno por un ejército multinacional de tierra, el KFOR (Kosovo-Force). El éxito político-militar fue contundente, aunque recibió críticas. Se finiquitó la "limpieza étnica". Se liberó a la población albano-kosovar perseguida y expulsada en largas recuas de centenares de miles de refugiados exiliados a los países vecinos por la dictadura de Slobodan Milosevic. Y se desencadenó un proceso de democratización en Serbia.
La guerra de Kosovo fue la primera y única intervención militar de la UE (con EE UU y bajo su liderazgo), en el área de influencia europea desde la segunda guerra mundial. Aquella historia fraguó muchas lecciones (algunas, olvidadas) que ahora pueden servir de referencia, y generó muchas más consecuencias de las que se suelen recordar, lo que a lo mejor sirve de pronóstico.
La primera lección consiste en cómo se gestó. La intervención se fraguó por la coincidencia de varios fenómenos. La ciudadanía europea rozaba el límite de indignación por las continuas imágenes de violencia en el bajo vientre europeo, "a dos horas de vuelo de Roma", como insistentemente se recordaba por los líderes menos cínicos. Los Gobiernos de los países de la Unión acumulaban una estresante mala conciencia, tras un decenio de continuo fracaso en los Balcanes. Más aún: habían aprendido, desde que en 1991 los principales países empezaron a reconocer en desorden a los Estados que se independizaban de la antigua Yugoslavia, que su desunión era el germen y la coartada de las salidas centrífugas y violentas. Y la determinación del Gobierno Clinton, espoleado por su militancia democratista y también por sus intereses geoestratégicos, resultó decisiva. En suma, una alianza potente y bien trabada Opinión-Gobiernos-Potencias resulta indispensable en estos casos. Algo que no es pensable sin una irreversible voluntad política de actuar.
La segunda lección fue militar: la necesidad de combinar una fase de "ablandamiento del terreno" mediante los intensos y perseverantes bombardeos aéreos, con la intervención terrestre. Esta se mostró al cabo como dirimente; pero no habría podido desarrollarse sin la anterior. Adicionalmente, se volvió a demostrar la imposibilidad de una guerra completamente limpia. Pese a los extraordinarios avances tecnológicos, los "daños colaterales", no buscados o producto del error, como los incurridos en el edificio de la embajada china en Belgrado o en algunos acuartelamientos serbios que ocultaban "escudos humanos", ensombrecieron la limpidez de la operación.
Y la tercera fue político-jurídica. Las armas fueron el último recurso tras agotarse un sinfín de exhaustivos esfuerzos diplomáticos, que incluyeron contactos bilaterales, giras multilaterales e iniciativas de todo tipo. Entre otras, la combinación del palo y la zanahoria, las promesas de bienvenida al régimen serbio si rectificaba y el establecimiento de sanciones de larga duración cuando, como casi siempre, incumplía sus compromisos: prohibición de viajar a sus jerifaltes, paralización de inversiones, congelación de fondos financieros, de exportación de divisas y de armas...
Y luego, en escalada tras el agotamiento de las buenas maneras, llegó el uso de la fuerza. Algo siempre polémico, política y jurídicamente. Kosovo representó desde el punto de vista del derecho internacional un intermedio entre la guerra del Golfo de 1991 -que contó con la autorización previa del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas-, y la de la Guerra de Irak de 2003, que careció de toda apoyatura legal. La intervención aérea de la OTAN no alcanzó el consenso del Consejo de Seguridad (sobre todo por la obstaculización de la siempre pro-serbia Rusia), aunque lo rozase. Empezó el 24 de marzo de 1999. Pero la fase terrestre fue endosada incluso por los serbios en su Parlamento y en los acuerdos de Kumanovo y enseguida por el Consejo de Seguridad en su resolución 1244 (10 de junio de 1999), y en realidad vino a validarse, ex-post, la anterior acción aérea. Empezó el 12 de junio, cuando aún no se había cumplido un trimestre del inicio de los bombardeos. Naturalmente que el desiderátum radica en el cumplimiento del (aún imperfecto) derecho internacional (y concretamente del capítulo VII de la Carta de la ONU): pero no sólo por perfeccionismo legal, sino también porque éste es el que permite organizar mejor una alianza estable. ¿Con la rapidez suficiente? Ahí radica buena parte del dilema.
Pero la guerra de Kosovo, su preparación, su desarrollo y sus resultados no se agotan en ese relato. Inauguró una etapa, con novedades insólitas en la escena internacional. Fue el catalizador de la iniciativa de crear (en julio de 1998) un nuevo Tribunal Penal Internacional, que ya se ha enarbolado como amenaza (incluso por quienes no acatan su competencia, como EE UU) frente a los dislates del dictador libio. Fue el estreno de una actuación de la OTAN sobre el terreno de fuego, tras medio siglo de política de disuasión practicada desde los despachos. Fue el incentivo real del llamado "pilar europeo" de esa Alianza Atlántica. Fue la ocasión en que Alemania venciese los fantasmas de su historia, desplegando por vez primera sus tropas en el extranjero después de la segunda guerra mundial. Fue el hervidero en que se evidenció la necesidad de un Alto Representante para la política exterior y de seguridad común europea, "míster PESC". Fue el detonante para la incipiente política de Defensa, y concretamente para la creación de una Fuerza de Reacción Rápida, con un mínimo de 50.000 tropas disponibles (y poco dispuestas). Fue la primera gran intervención armada orquestada sobre el novedoso principio de la "ingerencia humanitaria", luego transitoriamente envilecido por su uso para la guerra de Irak.
Fue la culminación positiva de un negativo decenio de Europa en los Balcanes, marcado por el oprobio de la incapacidad de intervenir y la vergüenza de la ausencia de voluntad de actuar. Ojalá que la proyectada intervención en Libia constituya un reverdecer de aquellos esfuerzos y no su último funeral, muchos años después.
La operación militar sobre esta provincia con ambición de ser país, en el interior de Serbia, en 1999, tuvo dos fases. Una, de bombardeos aéreos sobre las instalaciones militares y encrucijadas logísticas; otra, de ocupación del terreno por un ejército multinacional de tierra, el KFOR (Kosovo-Force). El éxito político-militar fue contundente, aunque recibió críticas. Se finiquitó la "limpieza étnica". Se liberó a la población albano-kosovar perseguida y expulsada en largas recuas de centenares de miles de refugiados exiliados a los países vecinos por la dictadura de Slobodan Milosevic. Y se desencadenó un proceso de democratización en Serbia.
La guerra de Kosovo fue la primera y única intervención militar de la UE (con EE UU y bajo su liderazgo), en el área de influencia europea desde la segunda guerra mundial. Aquella historia fraguó muchas lecciones (algunas, olvidadas) que ahora pueden servir de referencia, y generó muchas más consecuencias de las que se suelen recordar, lo que a lo mejor sirve de pronóstico.
La primera lección consiste en cómo se gestó. La intervención se fraguó por la coincidencia de varios fenómenos. La ciudadanía europea rozaba el límite de indignación por las continuas imágenes de violencia en el bajo vientre europeo, "a dos horas de vuelo de Roma", como insistentemente se recordaba por los líderes menos cínicos. Los Gobiernos de los países de la Unión acumulaban una estresante mala conciencia, tras un decenio de continuo fracaso en los Balcanes. Más aún: habían aprendido, desde que en 1991 los principales países empezaron a reconocer en desorden a los Estados que se independizaban de la antigua Yugoslavia, que su desunión era el germen y la coartada de las salidas centrífugas y violentas. Y la determinación del Gobierno Clinton, espoleado por su militancia democratista y también por sus intereses geoestratégicos, resultó decisiva. En suma, una alianza potente y bien trabada Opinión-Gobiernos-Potencias resulta indispensable en estos casos. Algo que no es pensable sin una irreversible voluntad política de actuar.
La segunda lección fue militar: la necesidad de combinar una fase de "ablandamiento del terreno" mediante los intensos y perseverantes bombardeos aéreos, con la intervención terrestre. Esta se mostró al cabo como dirimente; pero no habría podido desarrollarse sin la anterior. Adicionalmente, se volvió a demostrar la imposibilidad de una guerra completamente limpia. Pese a los extraordinarios avances tecnológicos, los "daños colaterales", no buscados o producto del error, como los incurridos en el edificio de la embajada china en Belgrado o en algunos acuartelamientos serbios que ocultaban "escudos humanos", ensombrecieron la limpidez de la operación.
Y la tercera fue político-jurídica. Las armas fueron el último recurso tras agotarse un sinfín de exhaustivos esfuerzos diplomáticos, que incluyeron contactos bilaterales, giras multilaterales e iniciativas de todo tipo. Entre otras, la combinación del palo y la zanahoria, las promesas de bienvenida al régimen serbio si rectificaba y el establecimiento de sanciones de larga duración cuando, como casi siempre, incumplía sus compromisos: prohibición de viajar a sus jerifaltes, paralización de inversiones, congelación de fondos financieros, de exportación de divisas y de armas...
Y luego, en escalada tras el agotamiento de las buenas maneras, llegó el uso de la fuerza. Algo siempre polémico, política y jurídicamente. Kosovo representó desde el punto de vista del derecho internacional un intermedio entre la guerra del Golfo de 1991 -que contó con la autorización previa del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas-, y la de la Guerra de Irak de 2003, que careció de toda apoyatura legal. La intervención aérea de la OTAN no alcanzó el consenso del Consejo de Seguridad (sobre todo por la obstaculización de la siempre pro-serbia Rusia), aunque lo rozase. Empezó el 24 de marzo de 1999. Pero la fase terrestre fue endosada incluso por los serbios en su Parlamento y en los acuerdos de Kumanovo y enseguida por el Consejo de Seguridad en su resolución 1244 (10 de junio de 1999), y en realidad vino a validarse, ex-post, la anterior acción aérea. Empezó el 12 de junio, cuando aún no se había cumplido un trimestre del inicio de los bombardeos. Naturalmente que el desiderátum radica en el cumplimiento del (aún imperfecto) derecho internacional (y concretamente del capítulo VII de la Carta de la ONU): pero no sólo por perfeccionismo legal, sino también porque éste es el que permite organizar mejor una alianza estable. ¿Con la rapidez suficiente? Ahí radica buena parte del dilema.
Pero la guerra de Kosovo, su preparación, su desarrollo y sus resultados no se agotan en ese relato. Inauguró una etapa, con novedades insólitas en la escena internacional. Fue el catalizador de la iniciativa de crear (en julio de 1998) un nuevo Tribunal Penal Internacional, que ya se ha enarbolado como amenaza (incluso por quienes no acatan su competencia, como EE UU) frente a los dislates del dictador libio. Fue el estreno de una actuación de la OTAN sobre el terreno de fuego, tras medio siglo de política de disuasión practicada desde los despachos. Fue el incentivo real del llamado "pilar europeo" de esa Alianza Atlántica. Fue la ocasión en que Alemania venciese los fantasmas de su historia, desplegando por vez primera sus tropas en el extranjero después de la segunda guerra mundial. Fue el hervidero en que se evidenció la necesidad de un Alto Representante para la política exterior y de seguridad común europea, "míster PESC". Fue el detonante para la incipiente política de Defensa, y concretamente para la creación de una Fuerza de Reacción Rápida, con un mínimo de 50.000 tropas disponibles (y poco dispuestas). Fue la primera gran intervención armada orquestada sobre el novedoso principio de la "ingerencia humanitaria", luego transitoriamente envilecido por su uso para la guerra de Irak.
Fue la culminación positiva de un negativo decenio de Europa en los Balcanes, marcado por el oprobio de la incapacidad de intervenir y la vergüenza de la ausencia de voluntad de actuar. Ojalá que la proyectada intervención en Libia constituya un reverdecer de aquellos esfuerzos y no su último funeral, muchos años después.