El Berlin 1989 de los árabes
JAVIER VALENZUELA, El País
Ha sido duro, muy duro, y hermoso, muy hermoso. El pueblo egipcio, liderado por su ciberjuventud democrática, ha dado al mundo una inmensa lección de claridad de ideas, valentía y tenacidad. La inmensa multitud de la plaza de Tahrir, jóvenes y mayores, de clase media y pobres de solemnidad, hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, insistía en la salida del autócrata Mubarak antes de contemplar siquiera la posibilidad de una transición a la democracia más o menos negociada entre el régimen y la oposición, y tenía toda la razón del mundo. Nada de lo que se le prometiera tenía el menor viso de credibilidad si seguía en el trono un faraón convertido en momia, un cadáver político testarudamente aferrado al cargo.
Mubarak se acaba de ir . El pueblo le ha ganado el pulso. Anoche Mubarak aún insistía en quedarse, en aguantar hasta septiembre, en liderar en persona la transición. Era un disparate monumental, por mucho que le apoyaran los halcones israelíes, otros déspotas árabes, los elementos más conservadores del establishment norteamericano y la pusilanimidad de los dirigentes europeos. Era un despropósito porque el pueblo de Tahrir no se iba a ir, no iba a abandonar el combate. Al contrario, iba a redoblarlo, aún más decepcionado y frustrado, con el refuerzo, además, de otros cientos de miles de egipcios en este viernes de las plegarias en las mezquitas. En los últimos días su lema venía a ser éste: "Si el rais es testarudo en su empeño en aferrarse al poder, más lo somos nosotros".
¿Cómo podían contenerse las riadas humanas que hoy han ocupado las calles de las principales ciudades egipcias? Sólo una matanza de proporciones descomunales, una matanza nunca vista en vivo y en directo en la historia de la humanidad, podía intentar contener hoy al movimiento egipcio, y aún así era improbable que consiguiera su objetivo. La salida en falso de anoche de Mubarak no tenía el menor futuro.
A partir del momento en que el Ejército egipcio, la institución más prestigiosa del país y de la que han salido los presidentes Nasser, Sadat y Mubarak, se había negado a disparar contra las masas, afirmando incluso que comprendía y aprobaba sus motivaciones, la revolución democrática egipcia ya estaba en vías de ganar. Ahora acaba de conseguir su primer objetivo directo: la salida del autócrata. Y es momento para el regocijo. De los egipcios, los pueblos árabes y todos los demócratas del planeta.
Tahrir significa en árabe "liberación". Y para la gente que ha hecho de esa plaza el corazón palpitante de la lucha por la libertad, de lo primero que cabía liberarse era de ese general de rostro pétreo que ha gobernado el valle del Nilo con mano de hierro durante más de treinta años. Ya habrá tiempo para discutir si Omar Suleiman es o no el hombre de la transición; si es, como todo lo indica, el Arias Navarro de Egipto o si puede dar la sorpresa y ser el Adolfo Suárez. Para insistir en la necesidad de un gobierno de concentración en el que los demócratas desempeñen un papel relevante y que aborde las tareas de elaborar una nueva constitución y preparar unas elecciones libres. Para analizar los méritos y las posibilidades de personalidades alternativas como El Baradei o Amr Mussa. Y hasta para especular sobre el destino de los Hermanos Musulmanes.
Acaba de triunfar la primera, y decisiva, fase de una revolución democrática. La humanidad no había vivido nada semejante desde la caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético. Y es que esta primavera de los pueblos árabes tiene poco o nada que ver con Teherán 1979. Sólo cabe entroncarla en Berlín 1989. Es la historia en movimiento, es, en plena crisis económica, el regreso al primer plano de la política internacional de la lucha contra las dictaduras y por la democracia y los derechos humanos.
Ya son dos los autócratas árabes caídos, el tunecino Ben Ali y el egipcio Mubarak, en esta revolución democrática árabe que arrambla con tantos estúpidos prejuicios occidentales, como ese que afirma que lo árabe y lo musulmán son intrínsecamente incompatibles con la democracia. Que demuestra que las cautelas gubernamentales en Occidente no son sólo cobardes traiciones a los principios y valores democráticos, sino también fruto de la pereza intelectual, de no haber hecho los deberes, de no haberse enterado de que el gran protagonista del mundo árabe en este siglo XXI no son los islamistas, sino los jóvenes, esos más de 100 millones de jóvenes árabes que desean libertad, dignidad y justicia.
Y ahora, ¿quieren saber cuál es el próximo autócrata árabe que podría ser derrocado como resultado de una revolución popular? La respuesta es fácil: mire donde pasaron sus vacaciones de Navidad los ministros del Gobierno de Sarkozy.
La broma circula estos días en Francia a propósito del bochornoso hecho de la ministra Alliot-Marie pasara, gratis total, sus vacaciones en el Túnez de Ben Alí y el primer ministro Fillon, con la misma agencia de viajes, en el Egipto de Mubarak.
Y es que esto no ha terminado. El próximo día 12 hay convocada una jornada de protesta en Argelia, el 17 en Libia y el 20 en Marruecos.
Ha sido duro, muy duro, y hermoso, muy hermoso. El pueblo egipcio, liderado por su ciberjuventud democrática, ha dado al mundo una inmensa lección de claridad de ideas, valentía y tenacidad. La inmensa multitud de la plaza de Tahrir, jóvenes y mayores, de clase media y pobres de solemnidad, hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, insistía en la salida del autócrata Mubarak antes de contemplar siquiera la posibilidad de una transición a la democracia más o menos negociada entre el régimen y la oposición, y tenía toda la razón del mundo. Nada de lo que se le prometiera tenía el menor viso de credibilidad si seguía en el trono un faraón convertido en momia, un cadáver político testarudamente aferrado al cargo.
Mubarak se acaba de ir . El pueblo le ha ganado el pulso. Anoche Mubarak aún insistía en quedarse, en aguantar hasta septiembre, en liderar en persona la transición. Era un disparate monumental, por mucho que le apoyaran los halcones israelíes, otros déspotas árabes, los elementos más conservadores del establishment norteamericano y la pusilanimidad de los dirigentes europeos. Era un despropósito porque el pueblo de Tahrir no se iba a ir, no iba a abandonar el combate. Al contrario, iba a redoblarlo, aún más decepcionado y frustrado, con el refuerzo, además, de otros cientos de miles de egipcios en este viernes de las plegarias en las mezquitas. En los últimos días su lema venía a ser éste: "Si el rais es testarudo en su empeño en aferrarse al poder, más lo somos nosotros".
¿Cómo podían contenerse las riadas humanas que hoy han ocupado las calles de las principales ciudades egipcias? Sólo una matanza de proporciones descomunales, una matanza nunca vista en vivo y en directo en la historia de la humanidad, podía intentar contener hoy al movimiento egipcio, y aún así era improbable que consiguiera su objetivo. La salida en falso de anoche de Mubarak no tenía el menor futuro.
A partir del momento en que el Ejército egipcio, la institución más prestigiosa del país y de la que han salido los presidentes Nasser, Sadat y Mubarak, se había negado a disparar contra las masas, afirmando incluso que comprendía y aprobaba sus motivaciones, la revolución democrática egipcia ya estaba en vías de ganar. Ahora acaba de conseguir su primer objetivo directo: la salida del autócrata. Y es momento para el regocijo. De los egipcios, los pueblos árabes y todos los demócratas del planeta.
Tahrir significa en árabe "liberación". Y para la gente que ha hecho de esa plaza el corazón palpitante de la lucha por la libertad, de lo primero que cabía liberarse era de ese general de rostro pétreo que ha gobernado el valle del Nilo con mano de hierro durante más de treinta años. Ya habrá tiempo para discutir si Omar Suleiman es o no el hombre de la transición; si es, como todo lo indica, el Arias Navarro de Egipto o si puede dar la sorpresa y ser el Adolfo Suárez. Para insistir en la necesidad de un gobierno de concentración en el que los demócratas desempeñen un papel relevante y que aborde las tareas de elaborar una nueva constitución y preparar unas elecciones libres. Para analizar los méritos y las posibilidades de personalidades alternativas como El Baradei o Amr Mussa. Y hasta para especular sobre el destino de los Hermanos Musulmanes.
Acaba de triunfar la primera, y decisiva, fase de una revolución democrática. La humanidad no había vivido nada semejante desde la caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético. Y es que esta primavera de los pueblos árabes tiene poco o nada que ver con Teherán 1979. Sólo cabe entroncarla en Berlín 1989. Es la historia en movimiento, es, en plena crisis económica, el regreso al primer plano de la política internacional de la lucha contra las dictaduras y por la democracia y los derechos humanos.
Ya son dos los autócratas árabes caídos, el tunecino Ben Ali y el egipcio Mubarak, en esta revolución democrática árabe que arrambla con tantos estúpidos prejuicios occidentales, como ese que afirma que lo árabe y lo musulmán son intrínsecamente incompatibles con la democracia. Que demuestra que las cautelas gubernamentales en Occidente no son sólo cobardes traiciones a los principios y valores democráticos, sino también fruto de la pereza intelectual, de no haber hecho los deberes, de no haberse enterado de que el gran protagonista del mundo árabe en este siglo XXI no son los islamistas, sino los jóvenes, esos más de 100 millones de jóvenes árabes que desean libertad, dignidad y justicia.
Y ahora, ¿quieren saber cuál es el próximo autócrata árabe que podría ser derrocado como resultado de una revolución popular? La respuesta es fácil: mire donde pasaron sus vacaciones de Navidad los ministros del Gobierno de Sarkozy.
La broma circula estos días en Francia a propósito del bochornoso hecho de la ministra Alliot-Marie pasara, gratis total, sus vacaciones en el Túnez de Ben Alí y el primer ministro Fillon, con la misma agencia de viajes, en el Egipto de Mubarak.
Y es que esto no ha terminado. El próximo día 12 hay convocada una jornada de protesta en Argelia, el 17 en Libia y el 20 en Marruecos.