Contrastes del Lejano y Próximo Oriente

PAUL KENNEDY
Mientras escribo este artículo estoy volando hacia lo que los europeos, desde su punto de observación centrado en el meridiano de Greenwich, tradicionalmente han llamado "Lejano Oriente". Los franceses, siempre inclinados a exagerar las cosas, llaman a esta región del este de Asia "Extremo Oriente" (lógicamente, supongo que una descripción justa de California podría ser la de "Extremo Occidente").

Cuando, hace ya bastantes años, volé por primera vez a Seúl, la capital de Corea del Sur, a otros delegados de la conferencia y a mí no se nos permitió abandonar el hotel debido a los disturbios estudiantiles que tenían lugar en la calle. Cuando fui a Tokio por vez primera tampoco nos dejaron salir, y esta vez los disturbios corrían a cargo de agricultores que se oponían a la ampliación del aeropuerto de Narita, y que, por cierto, demostraron tener razón.

Pero hoy día todo parece discurrir plácidamente en el "Lejano Oriente". Está, por supuesto, el régimen lunático de Corea del Norte, del que nadie es capaz de imaginar qué hacer con él. Pero China parece estar contenta con su menú político de estabilidad, confianza y continuo crecimiento de su economía y de su poderío militar.

Japón ha cedido su puesto a China como número dos en la economía mundial sin reacción alguna de furor nacionalista y ahora trata de conciliar su impresionante base industrial con su tremenda demografía. Singapur, Malasia, Corea del Sur, Hong Kong y Taiwán insisten en su imperturbable tarea de hacerse ricos o, mejor dicho, más ricos. ¿Dónde, si no, se venden más Bentley en estos tiempos?

Pero mientras vuelo hacia ese arco de prosperidad, los periódicos que me acompañan -The Financial Times, The Wall Street Journal, The Economist- me hablan de convulsión tras convulsión en "el Próximo Oriente". El dique se rompió, algo, en Túnez. Se derrumbó de modo estrepitoso en Egipto, el Estado medular del mundo árabe, con reverberaciones que hacen estremecerse desde Argelia hasta Yemen y Bahréin. Y ahora llega el turno del segundo gran actor, Irán. Los estudiantes están en las calles, las redes electrónicas de apoyo ocupan el éter, los juristas, médicos, ingenieros y mujeres cultas de Persia están esperando entre bastidores. Indignados mulás y sus fanáticos seguidores llaman a la ejecución de los que encabezan las protestas. Nada podría ser más estúpido, lo que no significa que no pueda suceder. Un centenar, tal vez incluso un millar de mártires decapitados llevarían a esta extraña teocracia de Irán, propia del siglo XVI, a su final. Hoy día uno no puede permitirse dar la orden de "cortadles la cabeza", como hizo el tirano rey Enrique VIII de Inglaterra con tanta frecuencia.

Nos encontramos, como Shakespeare podría haber dicho (lo hizo), en un mundo descoyuntado. En América Latina, si los Gobiernos, los Parlamentos y las élites cultas saben aprovecharlas, se ofrecen señales claras de una tentadora posibilidad de prosperidad, estabilidad y bienestar futuros. Incluso la que es con mucho la más pobre de las regiones, el África subsahariana, muestra algunas señales prometedoras. Australasia se revuelca en los beneficios de sus exportaciones de materias primas y productos alimenticios. Europa serpentea, como el bajo Danubio, entre la prosperidad escandinavo-bávara y las penalidades de sus componentes célticos y meridionales (Grecia, Portugal, Irlanda, quizá incluso España e Italia).

Estados Unidos, francamente, no tiene ni idea de adónde va. Es un gran poder militar que tiene los mayores déficits presupuestarios de toda su historia y que ha situado a sus tropas en lugares inadecuados en el momento menos oportuno. Tiene un presidente brillante e inteligente que es vituperado cada vez que dice algo sensato y algo realista. El ascenso del llamado Tea Party no es un indicador prometedor, es un presagio de posibles futuras estupideces por parte de un Congreso que, cada vez en mayor medida, vive inmerso en su propio mundo, ignorando, con su comportamiento autista, que la época de Truman y Eisenhower ya ha pasado.

En resumen, en la segunda década del siglo XXI el mundo da tumbos y muestra demasiadas señales de que no todo va bien. Egipto puede muy bien caer en manos de los Hermanos Musulmanes. Irán podría enzarzarse en una sangrienta guerra civil. Argelia podría tambalearse hacia... dondequiera que Argelia pueda ir. Por supuesto que todo ello podría mejorar de repente. Todo el mundo árabe-musulmán podría despertarse la semana próxima pareciéndose, digamos, a Dinamarca. Los habitantes de Teherán y El Cairo quizá se suban a un autobús rojo de dos pisos con un rótulo donde ponga "Euston Station" o "Tottenham Court Road", donde paguen sus billetes y se quejen del tiempo, como hacen los londinenses... Cuando las ranas críen pelo.

La verdad es que estas enormes contradicciones no admiten un apaño rápido. La economía china creció a un asombroso 10% en el último trimestre. La economía egipcia, arrastrada por las convulsiones políticas internas, se estancó y cayó. Los manifestantes de El Cairo ya no persiguen a la camarilla de Mubarak; persiguen unos precios de los alimentos estables y baratos, mejores salarios y más trabajos, nada de lo que un régimen en bancarrota, por desgracia, puede darles. Los nuevos líderes de Egipto, por supuesto, podrían hacer imprimir muchos más de sus coloridos billetes de banco. Pero lo mismo hicieron los reyes de la España imperial, y los políticos de la alemana República de Weimar.

Realmente no sé qué pensar de todo esto, y quienquiera que se arrogue conocer de modo indiscutible el futuro del mundo es un charlatán; como dijo George Bernard Shaw, pon tu mano en la billetera, ya que estás a punto de ser estafado. Las naciones de esta Tierra se ven dirigidas en direcciones muy diferentes, como he tratado de sugerir más arriba. Pero, ahora mismo, la brecha mayor, sin duda, se da entre el "Lejano Oriente" y el "Próximo Oriente". Suponiendo (aunque quizá yo vaya descaminado) que los Gobiernos de China, Rusia, Japón y Corea del Sur tengan el buen juicio de atemperar sus disputas sobre fronteras marítimas y sobre intercambios de territorios en la Segunda Guerra Mundial, todos ellos habitan lo que, esencialmente, es una zona de prosperidad mutua.

Los países de Oriente Próximo no tienen tanta suerte. Sin duda que un grupo de serios tecnócratas del Banco Mundial o del Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas están preparando un brillante informe con un título como, por ejemplo, Reforma y recuperación en el mundo árabe, que subrayará la importancia de la transparencia, de la democracia, del Estado de derecho y cosas por el estilo, o sea, el criterio de "pague su billete a Euston Station". Visto desde las placenteras orillas del lago de Ginebra, o incluso desde los despachos de los sótanos del Departamento de Estado en Washington, todo parece posible.

Qué bonito sería pensar que el Próximo Oriente pudiera, sin grandes convulsiones ni derramamientos de sangre, moverse hacia algo parecido al Lejano Oriente: políticamente estable, abundantemente próspero, forcejeando sobre todo con su propia inclinación interna hacia el modernismo. Ese día podría llegar, pero si yo fuera jugador (y lo soy), apostaría claramente en contra. La región árabe está sumida en un periodo de turbulencias y Occidente puede que no escape a sus muchas y no planeadas consecuencias. No preguntes por quién tañen las campanas... pues podrían tañer por ti.

Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia y es director de Estudios de Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de Juan Ramón Azaola. © Tribune Media Services, Inc. 2011

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