Segunda vida

JORGE EDWARDS
A José Donoso le gustaba mucho la idea del escritor longevo, que enriquece su obra hasta sus minutos finales, hasta el último suspiro. A veces me pareció que trataba de prolongar su vida en los ensayos teatrales de su última etapa, con Delfina Guzmán y con Nissim Sharim. A su modo, Joaquín Edwards Bello también consiguió estar vigente con el género de la crónica, que no lo abandonó en sus años más avanzados y desencantados. Gracias a sus crónicas, más que a sus novelas, o a novelas potenciadas y actualizadas por su prosa de periodista, los jóvenes de hoy lo descubren y lo leen a cada rato.

Pensando en todo esto, escojo un libro dentro de las tareas amables de un jurado francés, y lo hago por puro instinto, por "tincada" [presentimiento positivo]. Es la biografía de un novelista que en sus años de octogenario, en la década de los sesenta, cuando yo era joven y bastante indocumentado, se había pasado al periodismo. Es un grueso trabajo en dos volúmenes de 500 páginas cada uno escrito por el historiador Jean-Luc Barré sobre François Mauriac, el autor de Thérèse Desqueyroux, de Nudo de víboras, de algunos otros clásicos del siglo XX.
François Mauriac alcanzó una vigencia tardía a través de los famosos bloc-notes que publicaba en Le Figaro y después, durante muchos años, en la revista L'Express. Se convirtió en el cronista semanal de los finales de la IV República, del ascenso del general Charles de Gaulle, de la liquidación de la guerra de Argelia, de los procesos de descolonización de Marruecos y de Túnez. En épocas en que Jean-Paul Sartre hablaba de escritura comprometida, Mauriac, que era uno de sus más connotados adversarios, se había convertido en un seguidor apasionado de los sucesos, en un columnista incisivo, en un aliado indispensable de la política gaullista. A su modo, un escritor comprometido.

Los latinoamericanos que nos reuníamos en el París de esa década seguíamos las críticas despiadadas de Sartre, aceradas, burlonas, del adalid católico de la política del Gobierno, y pasábamos con notable soltura de cuerpo a otros temas. Que el viejo André Malraux, uno de nuestros ídolos literarios juveniles, fuera ministro de Cultura del Gobierno del general, nos tenía más bien sin cuidado. Nosotros leíamos a Faulkner, a Kafka, a James Joyce, al todavía joven Julio Cortázar, y lanzábamos una mirada distraída sobre los bloc-notes de Mauriac en las peluquerías o en las antesalas de los dentistas.

Ahora sigo los detalles de la lucha de Mauriac por la independencia del Magreb, los de su apoyo no siempre incondicional al gaullismo, me informo de los ataques peligrosos, amenazantes, que le prodigaba la extrema derecha nacionalista, y compruebo que nuestra visión generacional del personaje, como la de muchos intelectuales de esos años, era demasiado simplista. Descartábamos a personas, ideas, tendencias, de una sola plumada, de un papirotazo, para decirlo de algún modo, y sacralizábamos a otras, las convertíamos en ídolos intocables, en estatuas.

Nuestro problema de hoy consiste en hacer la crítica y la autocrítica necesarias de esas actitudes, y en hacerla en forma equilibrada, con auténtica libertad, sin reemplazar unas prisiones mentales por otras. Si estuviera comentando a Montaigne, lectura antigua y también reciente, agregaría: y con una sonrisa. Pero ni Mauriac, ni Malraux, ni el propio general, eran hombre de matices o de sonrisas. François Mauriac, por ejemplo, estuvo cerca de jugarse la vida en sus columnas sobre la relación de Francia con las ex colonias, en momentos de nacionalismo exacerbado, y habría sido interesante que nosotros, los latinoamericanos de París, dejáramos por un rato a Kafka a un lado y entendiéramos estas situaciones cotidianas, que se producían debajo de nuestras narices.

Quizá los problemas de mi generación, que planteaban nada menos que la transformación radical de las sociedades de América Latina, fueran, a pesar de las apariencias, menos urgentes que los de un viejo escritor periodista del estilo de Mauriac. Después de todo, la relación de la Francia cristiana, europea, con el islamismo magrebí, era reflejo, expresión, de uno de los nudos gordianos del siglo. Ahora sabemos, por ejemplo, detalles de la matanza de 21 cristianos a la salida de la iglesia de los Santos de Alejandría, en Egipto, en las primeras horas de este año. Es una historia ya larga, que no amaina. Y es conmovedor observar que los musulmanes de Francia, los de religión y los de cultura, se unen para manifestar su repudio de estos crímenes.

¿En qué radica la vigencia, la proyección de una escritura que se desarrolla en el ritmo de lo cotidiano? ¿Cómo entra en juego con la ficción pura, con el pensamiento abstracto, con la reflexión filosófica? Por ahora, solo podemos comprobar un fenómeno importante: el viejo maestro se la jugaba en cada página, en cada línea, sin atención al género que cultivaba: novela, ensayo, correspondencia, crónica. Lo que lo salvaba y lo mantenía vivo no eran los temas. Era una conciencia literaria apasionada, rigurosa, exigente. Por ahí comenzaba todo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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