Los colegas de 'Mad Max'
Fernando Savater
Haciéndose eco de una aspiración eterna y universal, escribió Borges: "Creo que un día los hombres merecerán no tener Gobiernos". Y tampoco leyes, reglamentos y cortapisas de cualquier tipo a la libertad. Si todos tuviésemos buena voluntad, nos coordinaríamos sin coacción ni sanción. No hay generación que no haya apetecido ese día sin Gobiernos ni leyes. Después, hartos de esperar, esos mismos aprenden a contentarse con Gobiernos menos malos y leyes mejores. Les fuerzan a tal resignación los desmanes cometidos por quienes en cada momento saben aprovecharse del aplazamiento de esas beatas ilusiones.
Cada nuevo horizonte para la actividad humana reaviva el libertario sueño ancestral. Volvemos al origen, al paraíso intacto: ¡desoíremos a la serpiente y no comeremos de la manzana! Rechacemos por aguafiestas a los que quieren organizar lo inédito con instrucciones y prohibiciones. Que todo comience. Como pasó en el Oeste americano, esa tierra de promisión y por tanto sin ley cuya épica romántica tanto hemos disfrutado en el cine. Claro que hubo víctimas: aparte de los apaches y los sioux, padecieron la alegalidad los granjeros, los comerciantes, los hijos de quienes preferían los arados a las pistolas. Y se beneficiaron de ella terratenientes y ganaderos sin escrúpulos, los más rápidos en desenfundar, los propietarios de garitos y los asaltantes de diligencias. No prosperaron los creadores de lo nuevo hasta que viejas leyes y viejas instituciones reinventadas les libraron de los bandoleros.
Hoy el mundo casi intacto por explorar es Internet. Y vuelve a oírse reivindicar un paraíso no manipulado por Gobiernos, jueces ni agiotistas. Prometen libertad para todos pero no ven o minimizan a los bucaneros y hermandades teleoperadoras de la costa que se aprovechan del desmadre reinante. Los mismos que se niegan a que las instituciones estatales tengan secretos exigen que se borren sus datos personales de Google, anonimato para mí y transparencia para el resto del universo, intercambio libre de descargas... aunque ello perpetúe las redes de abuso de menores o de actividades terroristas que queremos combatir, etcétera... Es la anarquía, por fin, pero no aquella bendita anarquía del apoyo mutuo del príncipe Kropotkin, sino la del futuro desolador de Mad Max, hecha de pillaje, espectáculos brutales y gente asustada que huye de las bandas de matones depredadores. Todo virtual, claro... afortunadamente.
Nos dicen muy ufanos que quienes pretenden proteger la propiedad intelectual con la ley Sinde o cualquiera de sus variantes tienen perdida la batalla de la opinión pública. ¿Por qué será? En primer lugar, desde luego, porque nos gusta coger sin pagar: si los Rolex pudieran bajarse de Internet, nadie pisaría una relojería.
Después, muchos guardan un inconfesable rencor a los artistas, gente que cobra por hacer lo que les gusta. ¡Que trabajen aperreados como los demás o que se jodan! Más complejos -y con mayores complejos- están los artistas no rentables, que prefieren renunciar a cobrar con tal de saber que Pérez-Reverte o Alejandro Sanz perderán millones. Y luego vienen los justicieros que denuncian la cultura establecida, como aquel iconoclasta que me dijo que en su época había muchos pintores mejores que Velázquez aunque este predominó porque contaba con el amparo de los reyes. En el Marat/Sade de Peter Weiss, el cruel marqués ya ironiza sobre los malos poetas o los pescadores sin capturas que confían en la revolución para cambiar su suerte y luego la maldicen al ver que tras ella siguen escribiendo ripios o sacando del mar latas y botas viejas. Ahora los hay convencidos de que en cuanto artistas y escritores reputados queden desprotegidos ellos alcanzarán por fin la gloria que merecen. Lo dudo mucho. Lichtenberg dice en un aforismo que "un libro es como un espejo: si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol". Internet es el espejo donde se reflejan incontables apóstoles y todos ¡qué monos son!
Se pretende derogar las actitudes legalistas asegurando que son simple y puro miedo. Cierto temor es muy razonable en quien tiene algo que perder: los padres se inquietan porque sus hijos adolescentes desaparecen durante toda la noche, los obreros tiemblan cuando la multinacional anuncia que va a deslocalizar los puestos de trabajo y también el vendedor de discos en un mundo de la música bajada sin coste... No es tranquilizador que sea signo de los tiempos: muchas cosas cambian para peor. Es cierto que las neveras de barras de hielo y las farolas de gas han sido desplazadas por la electricidad o las máquinas de escribir por los ordenadores. Pero algo tienen en común los instrumentos y las fuentes de energía pasadas y presentes: ninguna es gratis. De modo que es normal que uno se pregunte quién va a beneficiarse de las posibilidades de Internet... y a costa de quién.
Pero los que se oponen a la ley antidescargas lo hacen también en nombre del miedo: miedo a la censura en la Red, miedo a la pérdida de libertades, miedo a la pérdida de "democracia" que es un eufemismo por la pérdida de beneficios: las empresas asociadas contra la ley Sinde son meros negocios y claman por la amenaza a sus ganancias. No veo en qué son mejores o menos timoratas que los autores que reclaman sus derechos... Unos temen por la pérdida del fruto de su trabajo, otros por un control que disminuya la irresponsabilidad de sus juguetes o su rentabilidad. Cuestión de intereses contrapuestos, para cuya regulación se inventaron las leyes. La edad tiene poco que ver con este asunto, aunque haya ingenuos o aprovechados que quieran convertirlo en un choque generacional. Aunque no hay dogma más antiguo que tener a la juventud por un mérito moral o una vía de sabiduría: todas las generaciones han creído sucesivamente en él.
La ley llegó al lejano Oeste y con ella la prosperidad y la civilización: ejemplo, Las Vegas. No cabe duda de que las leyes contra las descargas ilegales se abrirán paso también, gradualmente, junto a otras que impidan abusos autoritarios de los censores. Con el tiempo, desaparecerán los "internautas", esa autoproclamada vanguardia neoleninista que considera que Internet es su cortijo. Dentro de unos años, decir "soy internauta" resultará tan raro como decir hoy "soy telefonista" porque se habla por el móvil. Y los políticos que se oponen a la corrupción dejarán de apoyar bobadas oportunistas como la "neutralidad de la Red". ¿Seremos todos entonces artistas creadores, gracias a la democracia online? Malas noticias. Seguirá habiendo suspensos, aprobados y unos pocos sobresalientes. Como le decía el señor de negro de Mingote a la beata inquieta por las novedades conciliares: "Descuide usted que al cielo, lo que se dice al cielo, iremos los de siempre".
Haciéndose eco de una aspiración eterna y universal, escribió Borges: "Creo que un día los hombres merecerán no tener Gobiernos". Y tampoco leyes, reglamentos y cortapisas de cualquier tipo a la libertad. Si todos tuviésemos buena voluntad, nos coordinaríamos sin coacción ni sanción. No hay generación que no haya apetecido ese día sin Gobiernos ni leyes. Después, hartos de esperar, esos mismos aprenden a contentarse con Gobiernos menos malos y leyes mejores. Les fuerzan a tal resignación los desmanes cometidos por quienes en cada momento saben aprovecharse del aplazamiento de esas beatas ilusiones.
Cada nuevo horizonte para la actividad humana reaviva el libertario sueño ancestral. Volvemos al origen, al paraíso intacto: ¡desoíremos a la serpiente y no comeremos de la manzana! Rechacemos por aguafiestas a los que quieren organizar lo inédito con instrucciones y prohibiciones. Que todo comience. Como pasó en el Oeste americano, esa tierra de promisión y por tanto sin ley cuya épica romántica tanto hemos disfrutado en el cine. Claro que hubo víctimas: aparte de los apaches y los sioux, padecieron la alegalidad los granjeros, los comerciantes, los hijos de quienes preferían los arados a las pistolas. Y se beneficiaron de ella terratenientes y ganaderos sin escrúpulos, los más rápidos en desenfundar, los propietarios de garitos y los asaltantes de diligencias. No prosperaron los creadores de lo nuevo hasta que viejas leyes y viejas instituciones reinventadas les libraron de los bandoleros.
Hoy el mundo casi intacto por explorar es Internet. Y vuelve a oírse reivindicar un paraíso no manipulado por Gobiernos, jueces ni agiotistas. Prometen libertad para todos pero no ven o minimizan a los bucaneros y hermandades teleoperadoras de la costa que se aprovechan del desmadre reinante. Los mismos que se niegan a que las instituciones estatales tengan secretos exigen que se borren sus datos personales de Google, anonimato para mí y transparencia para el resto del universo, intercambio libre de descargas... aunque ello perpetúe las redes de abuso de menores o de actividades terroristas que queremos combatir, etcétera... Es la anarquía, por fin, pero no aquella bendita anarquía del apoyo mutuo del príncipe Kropotkin, sino la del futuro desolador de Mad Max, hecha de pillaje, espectáculos brutales y gente asustada que huye de las bandas de matones depredadores. Todo virtual, claro... afortunadamente.
Nos dicen muy ufanos que quienes pretenden proteger la propiedad intelectual con la ley Sinde o cualquiera de sus variantes tienen perdida la batalla de la opinión pública. ¿Por qué será? En primer lugar, desde luego, porque nos gusta coger sin pagar: si los Rolex pudieran bajarse de Internet, nadie pisaría una relojería.
Después, muchos guardan un inconfesable rencor a los artistas, gente que cobra por hacer lo que les gusta. ¡Que trabajen aperreados como los demás o que se jodan! Más complejos -y con mayores complejos- están los artistas no rentables, que prefieren renunciar a cobrar con tal de saber que Pérez-Reverte o Alejandro Sanz perderán millones. Y luego vienen los justicieros que denuncian la cultura establecida, como aquel iconoclasta que me dijo que en su época había muchos pintores mejores que Velázquez aunque este predominó porque contaba con el amparo de los reyes. En el Marat/Sade de Peter Weiss, el cruel marqués ya ironiza sobre los malos poetas o los pescadores sin capturas que confían en la revolución para cambiar su suerte y luego la maldicen al ver que tras ella siguen escribiendo ripios o sacando del mar latas y botas viejas. Ahora los hay convencidos de que en cuanto artistas y escritores reputados queden desprotegidos ellos alcanzarán por fin la gloria que merecen. Lo dudo mucho. Lichtenberg dice en un aforismo que "un libro es como un espejo: si un mono se mira en él, el reflejado no podrá ser un apóstol". Internet es el espejo donde se reflejan incontables apóstoles y todos ¡qué monos son!
Se pretende derogar las actitudes legalistas asegurando que son simple y puro miedo. Cierto temor es muy razonable en quien tiene algo que perder: los padres se inquietan porque sus hijos adolescentes desaparecen durante toda la noche, los obreros tiemblan cuando la multinacional anuncia que va a deslocalizar los puestos de trabajo y también el vendedor de discos en un mundo de la música bajada sin coste... No es tranquilizador que sea signo de los tiempos: muchas cosas cambian para peor. Es cierto que las neveras de barras de hielo y las farolas de gas han sido desplazadas por la electricidad o las máquinas de escribir por los ordenadores. Pero algo tienen en común los instrumentos y las fuentes de energía pasadas y presentes: ninguna es gratis. De modo que es normal que uno se pregunte quién va a beneficiarse de las posibilidades de Internet... y a costa de quién.
Pero los que se oponen a la ley antidescargas lo hacen también en nombre del miedo: miedo a la censura en la Red, miedo a la pérdida de libertades, miedo a la pérdida de "democracia" que es un eufemismo por la pérdida de beneficios: las empresas asociadas contra la ley Sinde son meros negocios y claman por la amenaza a sus ganancias. No veo en qué son mejores o menos timoratas que los autores que reclaman sus derechos... Unos temen por la pérdida del fruto de su trabajo, otros por un control que disminuya la irresponsabilidad de sus juguetes o su rentabilidad. Cuestión de intereses contrapuestos, para cuya regulación se inventaron las leyes. La edad tiene poco que ver con este asunto, aunque haya ingenuos o aprovechados que quieran convertirlo en un choque generacional. Aunque no hay dogma más antiguo que tener a la juventud por un mérito moral o una vía de sabiduría: todas las generaciones han creído sucesivamente en él.
La ley llegó al lejano Oeste y con ella la prosperidad y la civilización: ejemplo, Las Vegas. No cabe duda de que las leyes contra las descargas ilegales se abrirán paso también, gradualmente, junto a otras que impidan abusos autoritarios de los censores. Con el tiempo, desaparecerán los "internautas", esa autoproclamada vanguardia neoleninista que considera que Internet es su cortijo. Dentro de unos años, decir "soy internauta" resultará tan raro como decir hoy "soy telefonista" porque se habla por el móvil. Y los políticos que se oponen a la corrupción dejarán de apoyar bobadas oportunistas como la "neutralidad de la Red". ¿Seremos todos entonces artistas creadores, gracias a la democracia online? Malas noticias. Seguirá habiendo suspensos, aprobados y unos pocos sobresalientes. Como le decía el señor de negro de Mingote a la beata inquieta por las novedades conciliares: "Descuide usted que al cielo, lo que se dice al cielo, iremos los de siempre".
Fernando Savater es escritor.