Las masivas protestas dejan a Mubarak al borde de la caída
Los muertos por la represión llegan al centenar. - El vacío de poder dispara los saqueos. -El país se pone en manos de los militares con el nombramiento del jefe del espionaje como vicepresidente
El Cairo, El País
Las protestas masivas y las concentraciones en El Cairo y otras ciudades egipcias han dado paso a los saqueos y el vandalismo. Al caer la noche, la población armada de palos y cuchillos se ha organizado para defender sus viviendas, sobre todo en las zonas de clase media y alta, después de que se desatara una ola de saqueos. En parte es consecuencia de la falta de policía. Los agentes han sido retirados de las calles, poniendo en su lugar al Ejército con sus tanques.
Cuando comienza la sexta jornada consecutiva de protesta contra el Gobierno de Mubarak miles de manifestantes en El Cairo y Alejandría siguen desafiando el toque de queda que comenzó a las 16.00 (una hora menos en la España peninsular). Cientos de ellos se encuentran pacíficamente reunidos en la céntrica plaza Tahrir en clara muestra de que no les basta el mensaje del viernes del presidente egipcio, Hosni Mubarak, anunciando la destitución del Gobierno pero su permanencia en el poder. El Ministerio de Defensa egipcio llamó ayer a la población -en un intento desesperado por hacer cumplir el toque de queda- para que se organice contra los saqueos y resguarde su propiedad.
"Es el día más feliz de mi vida", gritaba un hombre encaramado a un tanque. Durante toda la jornada de ayer la victoria de la revolución pareció al alcance de la mano. La multitud de la plaza Tahrir seguía exigiendo la dimisión de Mubarak y el fin de la dictadura. Pero Mubarak no se va. Al contrario, lucha por su supervivencia política. Nombró un vicepresidente, Omar Suleimán, hasta ahora jefe de los servicios secretos y presunto hombre de transición, y un nuevo Gobierno. Mientras el desorden se extiende por un país sin policía y se acumulan los muertos, la felicidad de la mañana se combinaba al anochecer con la incertidumbre y el miedo al caos. El Ejército se mantiene mudo, pero los jefes de Estado de Reino Unido, Francia y Alemania piden a Mubarak que evite la violencia.
El destino de Egipto parece depender del Ejército, la única institución respetada. Y la imagen del Ejército que contemplaban ayer los ciudadanos estaba compuesta por soldados que se abrazaban a los manifestantes, camiones militares en cuyo lateral había pintadas frases como "Mubarak, dictador" o "Mubarak y familia, ilegales", blindados cargados de gente exultante. "En ningún caso dispararemos contra el pueblo; si nos dieran esa orden, la desobedeceríamos", aseguraba, a las diez de la mañana, el comandante de las fuerzas desplegadas en la plaza Tahrir y sus alrededores.
Influencia militar
En un proceso revolucionario abundante en contradicciones, ésa parece la más flagrante. ¿Puede el Ejército desobedecer las órdenes de su jefe supremo, Hosni Mubarak, presidente de la república y general de Aviación? ¿Mantiene realmente Mubarak el control de la situación? ¿Intenta solo ganar tiempo? ¿Es el descenso hacia el caos una táctica premeditada para que los egipcios pidan la vuelta de la policía y el orden, aunque haya que soportar también la vuelta de la represión y la tortura? Ningún general se pronuncia sobre la situación. Los tres presidentes egipcios (Nasser, Sadat, Mubarak) desde la caída de la monarquía, 60 años atrás, han salido del Ejército, lo cual da una idea de la influencia militar.
El vacío de poder, real o aparente, resulta clamoroso. Tras su alocución televisiva del viernes por la noche, en la que advirtió de que la línea que separaba la libertad del caos es muy fina, Mubarak volvió al silencio de su palacio. Solo reapareció brevemente en televisión para mostrarse nombrando a Omar Suleimán como vicepresidente, una novedad en un régimen en el que durante 30 años solo ha existido el faraón Mubarak y, por debajo de él, súbditos. Suleimán se perfila como el hombre de recambio, el encargado de pilotar una hipotética transición. A algunos ciudadanos les parece bien, aunque se hubiera encargado de los servicios secretos y, en último extremo, de la represión. El odio popular se concentra en Mubarak, el Ministerio del Interior y la policía.
Asaltos generalizados
En la calle no existe otro poder que el de la multitud revolucionaria, que grita y grita y grita contra Mubarak, y el de los grupos, crecientes, que aprovechan el vacío para incendiar y saquear. El viernes los asaltos se dirigieron contra la sede del Partido Nacional Democrático y las comisarías de policía, de donde los manifestantes liberaron a los detenidos y prendieron fuego. Esa noche, algunos grupos violentos se dirigieron hacia el Museo Egipcio (que sufrió daños, pero no fue saqueado gracias a la reacción de otros ciudadanos) y hacia centenares de comercios y negocios. Bares y clubes nocturnos quedaron arrasados, acaso por grupos de orientación islamista. En general, los robos afectaron a negocios comunes: zapaterías, restaurantes, joyerías, farmacias. Lo mismo ocurrió en Alejandría y otras ciudades. De la cárcel de Fayoum, situada en un area desértica cercana a la capital, han escapado miles de reclusos que, según la televisión estatal, tras matar al alcaide y a varios guardias están sembrando el caos en las calles.
El único signo de normalidad fue el retorno de la telefonía móvil; las líneas, sobrecargadas, solo funcionaban a veces, pero funcionaban. Internet, en cambio, permaneció cerrado.
La euforia y la tragedia únicamente se distanciaban unos metros. En la plaza Tahrir se gritaba, se reía, se compadreaba con los soldados; hombres, mujeres y niños disfrutaban del momento. En esa misma plaza se registraban ocasionales disparos de francotiradores desde el Ministerio del Interior. Y en el patio de una mezquita que casi se asoma a la plaza se acumulaban los heridos, varios de ellos de bala. La plaza Tahrir era un microcosmos de una ciudad de 20 millones de habitantes y de un país de 80 millones, balanceándose entre la sensación de libertad y el horror del caos, entre la esperanza y el temor, zarandeados por los rumores más diversos.
Es imposible conocer el número de muertos y heridos. La televisión oficial hablaba ayer de unos 40 muertos y de más de un millar de heridos. Fuentes médicas elevaban la cifra hasta el centenar de fallecidos. Ante la ausencia de Gobierno (el antiguo había sido destituido, el nuevo aún no se había incorporado y, de todas formas, a nadie le importa), ningún organismo ni institución oficial llevaba recuentos ni ofrecía datos.
"Da igual el precio que haya que pagar porque ya nos han golpeado mucho y han muerto muchos. No abandonaremos la calle hasta que Mubarak se vaya, no es posible dar marcha atrás", aseguraban dos hombres de mediana edad, farmacéutico uno, ingeniero el otro. ¿Daba igual el precio? Horas después, al anochecer y al comenzar un nuevo toque de queda que, como el del viernes, nadie se preocupó por respetar, afloraban síntomas de que el precio, al final, sí podía ser importante.
Situación enrarecida
La muchedumbre empezaba a degenerar con el paso de las horas. Jóvenes que el día antes se habían enfrentado con la policía se adueñaban de la situación, provistos de palos, navajas y armas de fuego. Según la televisión Al Yazira, podían ser provocadores relacionados con las fuerzas de seguridad. Surgían grupos más o menos armados que decían estar dispuestos a defender sus familias y sus propiedades ante la amenaza de los otros grupos más o menos armados que se dedicaban al saqueo. Un 20% de la población egipcia vive con dos dólares al día. Eso da una idea de que el robo impune puede resultar tentador para muchos.
El desenlace de la revolución todavía es impredecible. ¿Ahora, qué? Esa era la gran pregunta sin respuesta. La de ayer fue una jornada peculiar, porque los sábados son semifestivos: el sector público trabaja, pero no el privado. Los funcionarios se quedaron en casa o en la calle. "Nos ha llamado el director y nos ha dicho que no fuéramos", explicaba un maestro que tomaba té y fumaba una pipa de agua en uno de los raros cafés abiertos. El domingo, sin embargo, es laborable. La televisión oficial anunció que la Bolsa, que no dejó de caer en los últimos días, los bancos y las universidades permanecerán hoy cerrados.
La paralización del país por un tiempo indefinido entraña una cierta ambivalencia: puede favorecer el ímpetu revolucionario y quebrar por completo la aparentemente frágil conexión de Mubarak con el poder real, pero también agravar el desorden y el miedo de las clases altas y medias y favorecer una contrarrevolución aún más rápida que la revolución misma.
Una cosa parece clara: a Mubarak no le han abandonado sus aliados. EE UU, primero. El presidente Barak Obama reclamó reformas, no la caída del régimen, y fue significativo que Mubarak nombrara a Suleimán como vicepresidente tras conferenciar por teléfono con el inquilino de la Casa Blanca. Israel no ha dicho nada, pero no cabe duda de que sigue prefiriendo a Mubarak (o a Suleimán) antes que cualquier otra opción. El presidente palestino, Mahmud Abbas, envió un mensaje de respaldo a "la estabilidad y el orden en Egipto".
Las protestas masivas y las concentraciones en El Cairo y otras ciudades egipcias han dado paso a los saqueos y el vandalismo. Al caer la noche, la población armada de palos y cuchillos se ha organizado para defender sus viviendas, sobre todo en las zonas de clase media y alta, después de que se desatara una ola de saqueos. En parte es consecuencia de la falta de policía. Los agentes han sido retirados de las calles, poniendo en su lugar al Ejército con sus tanques.
Cuando comienza la sexta jornada consecutiva de protesta contra el Gobierno de Mubarak miles de manifestantes en El Cairo y Alejandría siguen desafiando el toque de queda que comenzó a las 16.00 (una hora menos en la España peninsular). Cientos de ellos se encuentran pacíficamente reunidos en la céntrica plaza Tahrir en clara muestra de que no les basta el mensaje del viernes del presidente egipcio, Hosni Mubarak, anunciando la destitución del Gobierno pero su permanencia en el poder. El Ministerio de Defensa egipcio llamó ayer a la población -en un intento desesperado por hacer cumplir el toque de queda- para que se organice contra los saqueos y resguarde su propiedad.
"Es el día más feliz de mi vida", gritaba un hombre encaramado a un tanque. Durante toda la jornada de ayer la victoria de la revolución pareció al alcance de la mano. La multitud de la plaza Tahrir seguía exigiendo la dimisión de Mubarak y el fin de la dictadura. Pero Mubarak no se va. Al contrario, lucha por su supervivencia política. Nombró un vicepresidente, Omar Suleimán, hasta ahora jefe de los servicios secretos y presunto hombre de transición, y un nuevo Gobierno. Mientras el desorden se extiende por un país sin policía y se acumulan los muertos, la felicidad de la mañana se combinaba al anochecer con la incertidumbre y el miedo al caos. El Ejército se mantiene mudo, pero los jefes de Estado de Reino Unido, Francia y Alemania piden a Mubarak que evite la violencia.
El destino de Egipto parece depender del Ejército, la única institución respetada. Y la imagen del Ejército que contemplaban ayer los ciudadanos estaba compuesta por soldados que se abrazaban a los manifestantes, camiones militares en cuyo lateral había pintadas frases como "Mubarak, dictador" o "Mubarak y familia, ilegales", blindados cargados de gente exultante. "En ningún caso dispararemos contra el pueblo; si nos dieran esa orden, la desobedeceríamos", aseguraba, a las diez de la mañana, el comandante de las fuerzas desplegadas en la plaza Tahrir y sus alrededores.
Influencia militar
En un proceso revolucionario abundante en contradicciones, ésa parece la más flagrante. ¿Puede el Ejército desobedecer las órdenes de su jefe supremo, Hosni Mubarak, presidente de la república y general de Aviación? ¿Mantiene realmente Mubarak el control de la situación? ¿Intenta solo ganar tiempo? ¿Es el descenso hacia el caos una táctica premeditada para que los egipcios pidan la vuelta de la policía y el orden, aunque haya que soportar también la vuelta de la represión y la tortura? Ningún general se pronuncia sobre la situación. Los tres presidentes egipcios (Nasser, Sadat, Mubarak) desde la caída de la monarquía, 60 años atrás, han salido del Ejército, lo cual da una idea de la influencia militar.
El vacío de poder, real o aparente, resulta clamoroso. Tras su alocución televisiva del viernes por la noche, en la que advirtió de que la línea que separaba la libertad del caos es muy fina, Mubarak volvió al silencio de su palacio. Solo reapareció brevemente en televisión para mostrarse nombrando a Omar Suleimán como vicepresidente, una novedad en un régimen en el que durante 30 años solo ha existido el faraón Mubarak y, por debajo de él, súbditos. Suleimán se perfila como el hombre de recambio, el encargado de pilotar una hipotética transición. A algunos ciudadanos les parece bien, aunque se hubiera encargado de los servicios secretos y, en último extremo, de la represión. El odio popular se concentra en Mubarak, el Ministerio del Interior y la policía.
Asaltos generalizados
En la calle no existe otro poder que el de la multitud revolucionaria, que grita y grita y grita contra Mubarak, y el de los grupos, crecientes, que aprovechan el vacío para incendiar y saquear. El viernes los asaltos se dirigieron contra la sede del Partido Nacional Democrático y las comisarías de policía, de donde los manifestantes liberaron a los detenidos y prendieron fuego. Esa noche, algunos grupos violentos se dirigieron hacia el Museo Egipcio (que sufrió daños, pero no fue saqueado gracias a la reacción de otros ciudadanos) y hacia centenares de comercios y negocios. Bares y clubes nocturnos quedaron arrasados, acaso por grupos de orientación islamista. En general, los robos afectaron a negocios comunes: zapaterías, restaurantes, joyerías, farmacias. Lo mismo ocurrió en Alejandría y otras ciudades. De la cárcel de Fayoum, situada en un area desértica cercana a la capital, han escapado miles de reclusos que, según la televisión estatal, tras matar al alcaide y a varios guardias están sembrando el caos en las calles.
El único signo de normalidad fue el retorno de la telefonía móvil; las líneas, sobrecargadas, solo funcionaban a veces, pero funcionaban. Internet, en cambio, permaneció cerrado.
La euforia y la tragedia únicamente se distanciaban unos metros. En la plaza Tahrir se gritaba, se reía, se compadreaba con los soldados; hombres, mujeres y niños disfrutaban del momento. En esa misma plaza se registraban ocasionales disparos de francotiradores desde el Ministerio del Interior. Y en el patio de una mezquita que casi se asoma a la plaza se acumulaban los heridos, varios de ellos de bala. La plaza Tahrir era un microcosmos de una ciudad de 20 millones de habitantes y de un país de 80 millones, balanceándose entre la sensación de libertad y el horror del caos, entre la esperanza y el temor, zarandeados por los rumores más diversos.
Es imposible conocer el número de muertos y heridos. La televisión oficial hablaba ayer de unos 40 muertos y de más de un millar de heridos. Fuentes médicas elevaban la cifra hasta el centenar de fallecidos. Ante la ausencia de Gobierno (el antiguo había sido destituido, el nuevo aún no se había incorporado y, de todas formas, a nadie le importa), ningún organismo ni institución oficial llevaba recuentos ni ofrecía datos.
"Da igual el precio que haya que pagar porque ya nos han golpeado mucho y han muerto muchos. No abandonaremos la calle hasta que Mubarak se vaya, no es posible dar marcha atrás", aseguraban dos hombres de mediana edad, farmacéutico uno, ingeniero el otro. ¿Daba igual el precio? Horas después, al anochecer y al comenzar un nuevo toque de queda que, como el del viernes, nadie se preocupó por respetar, afloraban síntomas de que el precio, al final, sí podía ser importante.
Situación enrarecida
La muchedumbre empezaba a degenerar con el paso de las horas. Jóvenes que el día antes se habían enfrentado con la policía se adueñaban de la situación, provistos de palos, navajas y armas de fuego. Según la televisión Al Yazira, podían ser provocadores relacionados con las fuerzas de seguridad. Surgían grupos más o menos armados que decían estar dispuestos a defender sus familias y sus propiedades ante la amenaza de los otros grupos más o menos armados que se dedicaban al saqueo. Un 20% de la población egipcia vive con dos dólares al día. Eso da una idea de que el robo impune puede resultar tentador para muchos.
El desenlace de la revolución todavía es impredecible. ¿Ahora, qué? Esa era la gran pregunta sin respuesta. La de ayer fue una jornada peculiar, porque los sábados son semifestivos: el sector público trabaja, pero no el privado. Los funcionarios se quedaron en casa o en la calle. "Nos ha llamado el director y nos ha dicho que no fuéramos", explicaba un maestro que tomaba té y fumaba una pipa de agua en uno de los raros cafés abiertos. El domingo, sin embargo, es laborable. La televisión oficial anunció que la Bolsa, que no dejó de caer en los últimos días, los bancos y las universidades permanecerán hoy cerrados.
La paralización del país por un tiempo indefinido entraña una cierta ambivalencia: puede favorecer el ímpetu revolucionario y quebrar por completo la aparentemente frágil conexión de Mubarak con el poder real, pero también agravar el desorden y el miedo de las clases altas y medias y favorecer una contrarrevolución aún más rápida que la revolución misma.
Una cosa parece clara: a Mubarak no le han abandonado sus aliados. EE UU, primero. El presidente Barak Obama reclamó reformas, no la caída del régimen, y fue significativo que Mubarak nombrara a Suleimán como vicepresidente tras conferenciar por teléfono con el inquilino de la Casa Blanca. Israel no ha dicho nada, pero no cabe duda de que sigue prefiriendo a Mubarak (o a Suleimán) antes que cualquier otra opción. El presidente palestino, Mahmud Abbas, envió un mensaje de respaldo a "la estabilidad y el orden en Egipto".