La revuelta de los descamisados
SAMI NAÏR
Debemos tomarnos en serio la revuelta de los jóvenes que sacude el Magreb desde hace varias semanas. Está llena de lecciones sobre la inversión de los valores y de las relaciones de fuerza en estos países. De entrada, los manifestantes sostienen en todas partes las mismas reivindicaciones: quieren trabajo, alojamientos, oportunidades de movilidad social que se correspondan con sus cualificaciones, a la vez que la libertad de poder expresarse sobre la situación en sus propios países.
Estas aspiraciones se manifiestan con actos violentos porque justamente estos jóvenes no tienen derecho a hacerlo democráticamente. Lo que está en el origen de la violencia es, pues, la falta de democracia, y no una manipulación cualquiera o la maldad innata de unos "gamberros" desesperados.
Los regímenes dominantes en estos países se apoyaron, desde hace más de 25 años, en las clases medias que se formaron desde mediados de los años ochenta del siglo pasado. Pero el proceso de formación de estas clases dirigentes está bloqueado desde principios de los años 2000, y la gran mayoría de las generaciones nacidas en los años noventa se halla ahora en la imposibilidad de acceder al mercado de trabajo y, por tanto, a una mínima integración socio-profesional. De manera más general, incluso las viejas clases medias de los años ochenta han sufrido estos últimos años unos procesos de erosión y de empobrecimiento muy importantes. Pero a diferencia de las nuevas generaciones, esas viejas clases ya se benefician de un puesto, aunque sea precario, dentro del sistema social, mientras que a unos jóvenes diplomados y preparados para entrar en el mercado laboral se les niega incluso la situación de precariedad. Dicho de otro modo, la economía de estos países, tradicionalmente dividida entre un sector más o menos legal (en el que la corrupción, el enchufismo y el nepotismo son mayoritarios al lado de una delgada red de legalidad administrativa) y un vasto campo de marginalidad donde las clases pobres y populares van tirando gracias a actividades generalmente informales o regulares pero muy mal remuneradas, se ha hecho ahora insoportable y parece incluso más peligrosa que la muerte a la que unos jóvenes pueden exponerse, destrozando todo lo que tienen delante y alrededor suyo.
El hecho de que algunos prefieran quemarse antes que seguir viviendo en este infierno de lo imposible es enormemente significativo. Revela a la vez la desesperación y el rechazo absoluto a la injusticia, expresado con un acto que trasciende toda violencia y que remite al poder la imagen radical de su propia crueldad: la de la negación radical de toda vida humana.
El segundo punto importante es que estas revueltas abren un nuevo periodo en la protesta colectiva en el Magreb. En pocas palabras, desde principios de los años ochenta, hemos visto el islamismo constituirse como la caja de resonancia del rechazo a la dualización social y a la marginación política. Al confesionalizar la conflictividad social, su estrategia consistía en organizar prestaciones sociales paralelas desarrollando formas de solidaridad y de apoyo con vocación caritativa: hospitales, escuelas de barrio, pequeños empleos, etcétera. El objetivo era volver a ocupar un espacio social abandonado por el Estado, creando a la vez una organización parapolítica y una contrasociedad, que supuestamente prefiguraba la sociedad religiosa prometida. Pero esta estrategia ya no logra aparentemente captar las aspiraciones elementales de las jóvenes generaciones. Las reivindicaciones sostenidas por estos jóvenes encolerizados están totalmente laicizadas: quieren derechos sociales, civiles y políticos para asegurarse ellos mismos su vida aquí abajo.
El islamismo ya no se presenta como una solución, puesto que no ha logrado cambiar la situación en estos últimos 20 años. Es más, muchos jóvenes, concretamente en Argelia, se quejan de que están atrapados entre dos sistemas, en efecto, antagónicos pero de hecho cómplices: el del poder y el igualmente cerrado y corrompido de la contrasociedad islamista. Su principal reivindicación es clara: democracia y libertad de expresión.
Este es un momento crucial, que vacía de sustancia el argumento sostenido por los regímenes autoritarios según el cual toda contestación a su dominación le hace el juego a los islamistas. Harán por supuesto todo lo posible para "islamizar" esta protesta con el fin de reprimirla más fácilmente a ojos de las clases medias y de Occidente. Pues su temor es que esas clases medias se unan a la revuelta de los jóvenes desheredados. Estarán de todas maneras obligados a hacer volver al Ejército a primera línea y nadie sabe lo que este hará, pero nada nos dice que vaya a apoyar a unos regímenes autoritarios tan gravemente deslegitimados. Pase lo que pase, esta revuelta de los descamisados marca el surgimiento de un nuevo ciclo político en el Magreb.
Debemos tomarnos en serio la revuelta de los jóvenes que sacude el Magreb desde hace varias semanas. Está llena de lecciones sobre la inversión de los valores y de las relaciones de fuerza en estos países. De entrada, los manifestantes sostienen en todas partes las mismas reivindicaciones: quieren trabajo, alojamientos, oportunidades de movilidad social que se correspondan con sus cualificaciones, a la vez que la libertad de poder expresarse sobre la situación en sus propios países.
Estas aspiraciones se manifiestan con actos violentos porque justamente estos jóvenes no tienen derecho a hacerlo democráticamente. Lo que está en el origen de la violencia es, pues, la falta de democracia, y no una manipulación cualquiera o la maldad innata de unos "gamberros" desesperados.
Los regímenes dominantes en estos países se apoyaron, desde hace más de 25 años, en las clases medias que se formaron desde mediados de los años ochenta del siglo pasado. Pero el proceso de formación de estas clases dirigentes está bloqueado desde principios de los años 2000, y la gran mayoría de las generaciones nacidas en los años noventa se halla ahora en la imposibilidad de acceder al mercado de trabajo y, por tanto, a una mínima integración socio-profesional. De manera más general, incluso las viejas clases medias de los años ochenta han sufrido estos últimos años unos procesos de erosión y de empobrecimiento muy importantes. Pero a diferencia de las nuevas generaciones, esas viejas clases ya se benefician de un puesto, aunque sea precario, dentro del sistema social, mientras que a unos jóvenes diplomados y preparados para entrar en el mercado laboral se les niega incluso la situación de precariedad. Dicho de otro modo, la economía de estos países, tradicionalmente dividida entre un sector más o menos legal (en el que la corrupción, el enchufismo y el nepotismo son mayoritarios al lado de una delgada red de legalidad administrativa) y un vasto campo de marginalidad donde las clases pobres y populares van tirando gracias a actividades generalmente informales o regulares pero muy mal remuneradas, se ha hecho ahora insoportable y parece incluso más peligrosa que la muerte a la que unos jóvenes pueden exponerse, destrozando todo lo que tienen delante y alrededor suyo.
El hecho de que algunos prefieran quemarse antes que seguir viviendo en este infierno de lo imposible es enormemente significativo. Revela a la vez la desesperación y el rechazo absoluto a la injusticia, expresado con un acto que trasciende toda violencia y que remite al poder la imagen radical de su propia crueldad: la de la negación radical de toda vida humana.
El segundo punto importante es que estas revueltas abren un nuevo periodo en la protesta colectiva en el Magreb. En pocas palabras, desde principios de los años ochenta, hemos visto el islamismo constituirse como la caja de resonancia del rechazo a la dualización social y a la marginación política. Al confesionalizar la conflictividad social, su estrategia consistía en organizar prestaciones sociales paralelas desarrollando formas de solidaridad y de apoyo con vocación caritativa: hospitales, escuelas de barrio, pequeños empleos, etcétera. El objetivo era volver a ocupar un espacio social abandonado por el Estado, creando a la vez una organización parapolítica y una contrasociedad, que supuestamente prefiguraba la sociedad religiosa prometida. Pero esta estrategia ya no logra aparentemente captar las aspiraciones elementales de las jóvenes generaciones. Las reivindicaciones sostenidas por estos jóvenes encolerizados están totalmente laicizadas: quieren derechos sociales, civiles y políticos para asegurarse ellos mismos su vida aquí abajo.
El islamismo ya no se presenta como una solución, puesto que no ha logrado cambiar la situación en estos últimos 20 años. Es más, muchos jóvenes, concretamente en Argelia, se quejan de que están atrapados entre dos sistemas, en efecto, antagónicos pero de hecho cómplices: el del poder y el igualmente cerrado y corrompido de la contrasociedad islamista. Su principal reivindicación es clara: democracia y libertad de expresión.
Este es un momento crucial, que vacía de sustancia el argumento sostenido por los regímenes autoritarios según el cual toda contestación a su dominación le hace el juego a los islamistas. Harán por supuesto todo lo posible para "islamizar" esta protesta con el fin de reprimirla más fácilmente a ojos de las clases medias y de Occidente. Pues su temor es que esas clases medias se unan a la revuelta de los jóvenes desheredados. Estarán de todas maneras obligados a hacer volver al Ejército a primera línea y nadie sabe lo que este hará, pero nada nos dice que vaya a apoyar a unos regímenes autoritarios tan gravemente deslegitimados. Pase lo que pase, esta revuelta de los descamisados marca el surgimiento de un nuevo ciclo político en el Magreb.