La luz en el túnel
Andrés Soliz Rada, Rebelión
Las tragedias de la humanidad no disminuirán en tanto no se contenga la expoliación de las naciones oprimidas por un puñado de naciones opresoras. Casi todas las colonias se transformaron en semicolonias, incapaces de retener sus excedentes económicos. Algunas se convirtieron en potencias emergentes. La atomización es el arma favorita de los poderosos, los que acaban de crear el Estado de Sudán del Sur.
El continente negro tiene ahora a medio centenar de países. Kwame Nkrumah decía: “Prefiero que Ghana (del que era Presidente), sea la última República de una África unida y no la primera de una África astillada”. Pese a su neoliberalismo, Mario Vargas Llosa ha escrito un admirable testimonio de la crueldad del colonialismo, sobre la que Europa edificó su desarrollo. “El Sueño del Celta” recuerda que los civilizados no exportan su civilización a las colonias, sino que impiden que los colonizados se civilicen, sin dejar de aniquilar sus culturas, desde las que podrían defenderse. ¿Cuanto más duraría el imperio estadounidense si se estructura un ente asiático entre China, Japón, Indonesia y las dos Coreas?
Sólo la construcción de las naciones continente de los pueblos oprimidos (el pan eslavismo africano, la nación árabe o la nación latinoamericana) pueden enfrentar con éxito al poder omnímodo de los banqueros, quienes califican de “fascista” al estatismo de los países oprimidos, mientras sus agentes, conscientes o inconsciente, los fracturas mediante el ultra indigenismo y el “foquismo” o exigiendo la dictadura del proletariado. El capitalismo de Estado puede estructurar bloques defensivos como UNASUR (el que necesita poner fin a sus debilidades estructurales), construir nuevas categorías de pensamiento (las que rescatarán lo bueno de lo foráneo), detener el demencial armamentismo, equilibrar los gastos de mitigación ambiental y pergeñar nuevas sociedades en las que el lucro no sea el motor suicida de la humanidad. La primera condición para que ello suceda reside, como es obvio, en no tener regímenes sometidos a los centros de poder mundial, sus organismos financieros (FMI, Banco Mundial, CAF y BID) y sus ONG.
La idea de “Nación Continente” latinoamericana, cuyo más acabado exponente fue Alberto Methol Ferré, es una culminación de la ruptura de Lenin con la social democracia, a la que descalificó en el Congreso de Stuttgart, de 1905, por considerar compatible la existencia de gobiernos socialistas con la succión de colonias y semi colonias. León Trotsky, al respaldar la nacionalización del petróleo mexicano, decretada por el general Lázaro Cárdenas, y respaldar el sueño bolivariano, puso otro cimiento de la unidad ibero americana, impulsada por Manuel Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre o Jorge Abelardo Ramos. Nuestra “Nación Continente” estará basada, en lo ideológico, en la articulación entre el nacionalismo popular y el socialismo, aún inédito. La meta socialista adquiere consistencia al reivindicar a movimientos nacionales (pese a su frustración), como la revolución méxicana, la Revolución boliviana de 1952 o los gobiernos de Busch, Ovando, Torres, Velasco Alvarado, Arbenz, Torrijos, Perón o Getúlio Vargas.
El capitalismo de Estado en sectores estratégicos debe coexistir con economías comunitarias, cooperativas, mixtas, autogestionarias y privadas, a fin de delinear la nueva sociedad con experiencias cotidianas. Nuestra Nación Continente necesita, sin embargo, corregir abusivos desequilibrios económicos, como los que impone Brasil a Bolivia, y reparar injusticias históricas como el enclaustramiento geográfico al que nos somete Chile. Cada integrante de la Nación Continente requiere cohesionar su estructuración interna, defender sus culturas y erradicar el colonialismo interno. En esta última tarea, Evo Morales dio importantes pasos. Fracasó, en cambio, en detener a consorcios petroleros, a los que, infelizmente, se apresta a otorgar antiguos y nuevos privilegios, sin recordar que fueron los artífices de la separatista Nación Camba.
Las tragedias de la humanidad no disminuirán en tanto no se contenga la expoliación de las naciones oprimidas por un puñado de naciones opresoras. Casi todas las colonias se transformaron en semicolonias, incapaces de retener sus excedentes económicos. Algunas se convirtieron en potencias emergentes. La atomización es el arma favorita de los poderosos, los que acaban de crear el Estado de Sudán del Sur.
El continente negro tiene ahora a medio centenar de países. Kwame Nkrumah decía: “Prefiero que Ghana (del que era Presidente), sea la última República de una África unida y no la primera de una África astillada”. Pese a su neoliberalismo, Mario Vargas Llosa ha escrito un admirable testimonio de la crueldad del colonialismo, sobre la que Europa edificó su desarrollo. “El Sueño del Celta” recuerda que los civilizados no exportan su civilización a las colonias, sino que impiden que los colonizados se civilicen, sin dejar de aniquilar sus culturas, desde las que podrían defenderse. ¿Cuanto más duraría el imperio estadounidense si se estructura un ente asiático entre China, Japón, Indonesia y las dos Coreas?
Sólo la construcción de las naciones continente de los pueblos oprimidos (el pan eslavismo africano, la nación árabe o la nación latinoamericana) pueden enfrentar con éxito al poder omnímodo de los banqueros, quienes califican de “fascista” al estatismo de los países oprimidos, mientras sus agentes, conscientes o inconsciente, los fracturas mediante el ultra indigenismo y el “foquismo” o exigiendo la dictadura del proletariado. El capitalismo de Estado puede estructurar bloques defensivos como UNASUR (el que necesita poner fin a sus debilidades estructurales), construir nuevas categorías de pensamiento (las que rescatarán lo bueno de lo foráneo), detener el demencial armamentismo, equilibrar los gastos de mitigación ambiental y pergeñar nuevas sociedades en las que el lucro no sea el motor suicida de la humanidad. La primera condición para que ello suceda reside, como es obvio, en no tener regímenes sometidos a los centros de poder mundial, sus organismos financieros (FMI, Banco Mundial, CAF y BID) y sus ONG.
La idea de “Nación Continente” latinoamericana, cuyo más acabado exponente fue Alberto Methol Ferré, es una culminación de la ruptura de Lenin con la social democracia, a la que descalificó en el Congreso de Stuttgart, de 1905, por considerar compatible la existencia de gobiernos socialistas con la succión de colonias y semi colonias. León Trotsky, al respaldar la nacionalización del petróleo mexicano, decretada por el general Lázaro Cárdenas, y respaldar el sueño bolivariano, puso otro cimiento de la unidad ibero americana, impulsada por Manuel Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre o Jorge Abelardo Ramos. Nuestra “Nación Continente” estará basada, en lo ideológico, en la articulación entre el nacionalismo popular y el socialismo, aún inédito. La meta socialista adquiere consistencia al reivindicar a movimientos nacionales (pese a su frustración), como la revolución méxicana, la Revolución boliviana de 1952 o los gobiernos de Busch, Ovando, Torres, Velasco Alvarado, Arbenz, Torrijos, Perón o Getúlio Vargas.
El capitalismo de Estado en sectores estratégicos debe coexistir con economías comunitarias, cooperativas, mixtas, autogestionarias y privadas, a fin de delinear la nueva sociedad con experiencias cotidianas. Nuestra Nación Continente necesita, sin embargo, corregir abusivos desequilibrios económicos, como los que impone Brasil a Bolivia, y reparar injusticias históricas como el enclaustramiento geográfico al que nos somete Chile. Cada integrante de la Nación Continente requiere cohesionar su estructuración interna, defender sus culturas y erradicar el colonialismo interno. En esta última tarea, Evo Morales dio importantes pasos. Fracasó, en cambio, en detener a consorcios petroleros, a los que, infelizmente, se apresta a otorgar antiguos y nuevos privilegios, sin recordar que fueron los artífices de la separatista Nación Camba.