Un siglo sin Tolstoi
El 22 de diciembre de 1858 una osa mordió a León Tolstoi en la cara. Más allá del escalofriante suceso (¡qué cerca estuvo el mejor cerebro de la literatura de hibernar en el estómago de un oso pardo!), llama la atención la poca importancia que el joven Tolstoi concede en su diario a este insólito episodio, que aconteció durante una cacería en la región de Vyshni Volochok.
"Fui a cazar osos, el día 21 maté uno; el 22 otro me mordió". Ya está. Y lo dice como de pasada, como quien consigna la picadura de un mosquito en la nariz. Uno tiene la sensación de que sólo el ataque sorpresa de una manada de morsas habría animado al joven escritor a consignar al menos un par de párrafos en su diario. En el resto del diario no hay rastro del plantígrado, más perdido que Mitrofán en una destilería.
El 1 de enero de 1859 Tolstoi, de cuya muerte se cumplieron cien años el sábado y que por entonces contaba 30, apunta en su diario: "Todavía me duele la cabeza", y en una nota al pie el traductor sugiere que el origen de la cefalea se debe a la citada mordedura de la osa; pero ¿sería ese realmente ese es el motivo? Lo dudo. Probablemente fuera una herida más profunda, un zarpazo en el alma, lo que le comía la cabeza y no la osa (por entonces Tolstoi andaba enredado con una campesina de Yasnaia Poliana).
Valle Inclán solía contar que el brazo que le faltaba se lo había comido un león cuando en realidad le fue amputado tras una pelea de café. Si llega a atacarle la osa de Tolstoi (o la osa del madroño al menos), el gallego genial habría escrito una trilogía ilustrada. Sin embargo, Tolstoi se limitó a consignar la mordedura de la osa con la misma emoción que un dolor de muelas.
El escritor ruso acumuló vivencias épicas (combatió en el Cáucaso y en Sebastopol) pero su vida interior bulló aún con más fuerza. Como buen ruso, Tolstoi se comía la vida a mordiscos (igual que la osa) pero a la vez gustaba de comerse la olla.
Tolstoi fue un hombre de vitalidad carnívora y alma rumiante. Vivía con los pies en la tierra pero a la vez en las nubes, cazando preferiblemente las Osas del firmamento. Era mitad acción, mitad cavilación. Sobre todo a partir de los años 70 del siglo XIX, cuando escribe 'Anna Karenina' donde el coprotagonista de la novela, Konstantin Levin, se convierte en su alter ego mientras busca a Dios ras de suelo, convencido de que el bien moral sólo puede echar raíces en el campo, alejado de las tentaciones urbanas entre sus ocho mil manzanos que tenía plantados en aqiel paraíso terrenal de Yasnaia Poliana. "No todos somos iguales, Konstantin Dimitrich. Hay unos que no viven más que para llenar la panza, y otros que piensan en Dios y en su alma", le espeta un campesino a Levin, revelándole con el ello el sentido de la vida que llevaba buscando durante más de novecientas páginas.
Cuando le mordió la osa en la cara, Tolstoi aún no se había convertido en el monstruo literario que llegaría a ser en unos años, y que cerró el final de su biografía con un rugido más elocuente que el felino de la Goldywn Mayer: "En el mundo hay tantos Leones, y ustedes sólo piensan en un León". Eso fue lo que le dijo en su lecho de muerte a su médico eslovaco de cabecera, Dusan Makovitski, en la habitación del jefe de la estación ferroviaria del poblado de Astapovo donde Rusia recuerda a su autor más universal en el centenario de su muerte. Hoy arranca el siglo II después de Tolstoi.
Hace cien años los corresponsales se subían como macacos a los árboles de Yasnaia Poliana para ver por última vez al 'Rey León' de las letras. Ni cortos ni perezosos (aunque colgados de la ramas parecían ciertamente perezosos) los periodistas se encaramaban a los pinos y abedules para ver, anotar, fotografiar e inmortalizar el entierro multitudinario del genio inmortal en el claro azul de Yasnaia Poliana (llamado así por el color de las flores nomeolvides), en la región de Tula, a 200 kilómetros de Moscú.
La foto que refleja aquel periodismo arborícola se conserva aún hoy en la casa del jefe de estación de Astapovo, donde hace un siglo murió Tolstoi aquejado por pulmonía tras huir desesperado de su casa de Yasnaia Poliana, epicentro de su universo natal, matrionial y narrativo.
La multitud que arropó su cadáver durante su traslado en tren desde Astapovo a Yasnaia Poliana (130 kilómetros), se arracimó en torno a su tumba, un sencillo túmulo en el claro del bosque donde Tolstoi jugaba de pequeño a buscar la ramita verde que contenía el secreto de la felicidad.
"Que me entierren [...] como se entierra a los pobres. Que no se coloquen flores ni coronas, ni se pronuncien discursos. Que no se publique la noticia de mi muerte en la prensa y que no se escriban artículos necrológicos", escribió Tolstoi en su diario. Pedía demasiado el genio de la literatura.
Era noviembre pero incluso la nieve caía tímida, como no atreviéndose a dibujar epitafios sobre la sencilla tumba del autor de 'Guerra y Paz'. La muerte de Tolstoi por pulmonía doble dejó fría a Rusia en el umbral de aquel invierno de 1910.
En su deliciosa obra 'El viaje' (Anagrama, 2001) el escritor mexicano Sergio Pitol asegura que "uno de los momentos más líricos" de su vida fue su encuentro en Moscú (donde fue consejero cultural) con Viktor Shklovski, un escritor octogenario que en 1910 estudiaba en San Petersburgo cuando fue testigo del silencio majestuoso y sagrado ("como si el mundo se hubiera detenido") que sobrevino con la muerte de Tolstoi en las calles, donde los negocios cerraban y los coches de caballos de detenían; un silencio que vino seguido por "una multitud desolada que lloraba", huérfana porque "su Padre" la había abandonado. La procesión no fue por dentro.
"Las iglesias habían cerrado las puertas para que nadie entrara en ellas; a Tolstoi lo habían excomulgado muchos años atrás . Pero la multitud las rodeaba, las ahogaba, las convertía en algo trivial ante el roble que había caído, la tierra había muerto y Rusia lloraba", transcribe Pitol las palabras de Shklovsko. Mucho tiempo después Pitol sintió en su pecho una réplica de aquel terremoto emocional cuando repetía aquellas palabras ante sus alumnos: "No pude terminarlas. Se me nublaron los ojos, se me rompió la voz y tuve que sacar el pañuelo y fingir que me sonaba, carraspear, echándole la culpa a un resfrío, a una alergia, porque me parecía grotesco anunciarles que había muerto el escrito ruso y ponerme a llorar".
El escritor Maxim Gorki reconoce en sus recuerdos (Nortesur, 2009) que la muerte de Tolstoi lo dejó tocado. "He roto en un llanto iracundo y angustioso", reconoce antes de proseguir con su lamento: "Siento una orfandad total, escribo y lloro, nunca antes en mi vida había llorado tan amarga e inconsolablemente. No sé si le amaba, ¿pero acaso importa si era amor u odio lo que sentía hacia él?".
En Moscú, donde estos días se proyecta la película norteamericana 'La última estación' sobre los últimos días de Tolstoi (interpretado por un enorme Christopher Plummer) he visto a moscovitas moqueantes que lloraban emocionados ante la muerte recreada del escritor y que aplaudían emocionados al final de la película. No sé por qué, pero me cuesta imaginar una reacción similar en un cine de Madrid ante una película biográfica sobre Miguel de Cervantes. Quizá porque en Rusia el escritor siempre fue además de novelista guía moral, "maestro de vida" o "buscador de la verdad", como algunos entusiastas escribieron en 1910 en el empapelado de la habitación donde murió Tolstoi y que aún hoy pueden apreciarse.
Transcurridos sus primeros cien años de soledad en el claro azul del bosque de Yasnaia Poliana, Tolstoi sigue vivo. Un siglo después de la muerte de este autor troncal de la historia de la literatura universal seguimos enredados en el follaje de sus hojas (180.000 páginas manuscritas) como aquellos periodistas que presenciaron su entierro a vista de ardilla hace cien años.
A pocos metros de su humilde parcela ultraterrena (ultraterruña) se levanta su casa, donde nació, escribió y compartió 48 de matrimonio con Sofia Andreyevna, cuyas intrigas para cambiar la letra de su testamento (Tolstoi quería legar al pueblo los derechos de sus obras) precipitaron su fuga y su muerte. A diferencia de los héroes clásicos de la épica homérica (tradición a la que George Steiner unce 'Guerra y Paz'), Tolstoi no regresó a casa al final de su odisea vital, sino que huyó de ella.
Por la alameda y los senderos que conducen hasta su casa, los animales salen hoy al encuentro del visitante como en orden de fábula: un caballo blanco, una oca, un perro labrador, un erizo seguido de cerca por un gato... A las cinco de la mañana del 10 de noviembre de 2010 por este mismo lugar surgió de repente León Tolstoi, que rasgó el telón de la noche con el el haz de su linterna, y alcanzó la caballeriza con mirada febril.
Durante el camino se extravió y perdió el gorro. Estaba nervioso. Aquella casa era todo su universo, y pese a sus puntuales viajes de juventud por el extranjero (conoció a Charles Dickens en Londres), en su alejamiento final de Yasnaia Poliana debió de sentirse tan solo y exhultante como Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la historia, cuando despegó en la nave Vostok el 12 de abril de 1961.
"Despertó al cochero y le pidió únicamente aparejar al caballo", explica Nina Nikitina, jefa de investigación del museo de Yasnaia Poliana, en la casa Volkonski (donde vivió el abuelo del escritor). Frente a ella se levantan hoy las cuadras de donde Tolstoi escapó a caballo como un Don Qujiote trasnochado camino del sur. Le quedaban diez días de vida. Su médico Makovitski y su hija menor Alexandra fueron sus escuderos.
Cuando el viejo León decidió escapar de su leonera (el desorden del escritorio fue su hábitat natural y fuente de inspiración) lo hizo impelido tanto por sus constantes trifulcas con Sofia en torno al testamento, como por el ambiente opresivo formado por su hijos ociosos, periodistas y discípulos encabezados por Vladimir Chertkov, su editor y más fiel amigo del que Sofía sentía celos.
En los últimos meses a Tolstoi se le atravesaron todas las comidillas familiares de Yasnaia Poliana, incluida la tarta de hojaldre con sabor limón que Sofía preparaba como símbolo de unidad familiar, un postre demasiado burgués para Tolstoi con el que temía atragantarse. La receta de aquel postre se ha conservado, y hoy los visitantes pueden degustarlo en el pequeño café que hay frente a las dos torrecilla de entrada de Yasnaia Poliana. "No nos sale igual", reconoce con humildad Nikitina.
"A sus 82 años Tolstoi tenía aún muchas cosas inacabadas, muchas ideas, pensamientos, que el quería plasmar en papel, pero aquella atmósfera no le permitía trabajar, y por eso tomó la decisión de huir", explica Vladimir Tolstoi, tataranieto del autor y director de Yasnaia Poliana desde 1994.
"Me es enormemente difícil vivir en esta casa de locos", escribió Tolstoi pocos días antes de su partida, que consumó un día después de oír a Sofía hurgar como un ratoncito entre sus papeles en busca de su testamento.
Nikitina añade una chispa irracional a la ignición (largamente larvada) que motivó el vuelo del león y que entusiasmará a los cabalistas: su obsesión por el número 28: precisamente ese fue el día de octubre que escapó de Yasnaia Poliana (según el calendario juliano vigente entonces en Rusia).
Tolstoi había nacido un 28 de junio de 1828 y lo hizo en el mismo diván de cuero negro sobre el que depositaría después las hojas de 'Guerra y Paz' recién nacidas de su puño y letra, que su esposa Sofía transcribía luego con devoción. Tolstoi suplicó a los cielos para que su primogénito naciera un día 28 (lo que finalmente ocurrió).
"Creo que no habrían aparecido los siguientes doce niños si el primer no hubiera nacido un 28 de junio", afirma Nikitina, que recuerda cómo el autor abría los libros de autores que comentaba siempre por la página 28. "Pensaba que no era necesario mirar otras páginas para decir algo importante y profundo sobre este artista", añade la experta, que hace notar que Tolstoi tenía 82 años cuando huyó, "que es el 28 al revés". ¿Se juegan algo a que febrero era el mes preferido del escritor?
Su naturaleza supersticiosa se manifiestó de forma profética un día de 1857 cuando, después de romper un espejo (presagio fatal entre rusos), Tolstoi -que entonces tenía precisamete 28 años- decidió consultar su futuro en un diccionario con el mismo criterio azaroso con que los surreailstas ensamblaron en 1925 su "cadáver exquisito" y otros binomios imposibles: de aquella ruleta rusa cargada de balas léxicas Tostoi se descerrajó a la sien las siguientes: "suelas, agua, catarro, tumba". Así lo recoge en su diario.
Aún faltaban 53 años para que Tolstoi saliera por su propio pie de Yasnaia Poliana y encontrara la muerte tras contraer una pulmonía doble en un tren de tercera. La única palabra que no parece encajar en la lista profética es "agua". Sin embargo, Nikitina, la insigne 'tolstóloga', cuenta que la víspera de su huida Tolstoi dio un largo paseo a caballo en compañía de su médico que perjudicó a su salud, pues se bajó del caballo y anduvo por el hielo. Pese a todo, el diagnóstico de Makovitski no admite duda: el tren fue lo que lo mató.
El escritor gallego Alvaro Cunqueiro dijo una vez que toda la literatura rusa esta atravesada por un pitido de tren en la noche. Dicho así, desde luego (desde Lugo) suena muy bonito, pero los pitidos hay que vivirlos atrapado en un tren regional, con fisuras en las ventana por las que se filtraba un aire helador. Si el traslado aún sigue resultando incómodo en los trenes de fabricación soviética, ¿cuanto frío no pasó Tolstoi en aquel tren de madera de hace cien años?
"Compraron billetes a trayectos cortos para no llamar la atención, y en tercera clase, la más baja, para perderse entre el pueblo. Por su aspecto Tolstoi parecía un campesino, pero de cualquier modo la gente lo reconocía. Él hablaba, la gente escuchaba y la muchedumbre se arremolinaba junto a él", cuenta Raisa Krilova, directora de la casa-museo del pueblo Astapovo (rebautizado León Toltsoi en 1918).
Tolstoi era el jedi del alma rusa y su ‘sable de luz’ era una bastón-silla plegable, una especie de muleta con la parte superior convertible en asiento. Aquel curioso bastón que se conserva en la casa de Yasnaia Poliana y que parece diseñado por 'Q' el proveedor de artefactos de James Bond, lo acompañó en su escapada. Ahogado por el humo de cigarro y por el hedor de las zamarras de los campesinos, Tolstoi salía a sentarse sobre su bastón a la plataforma que separa los vagones, donde al parecer contrajo la pulmonía fatal. Aquel tren apenas se movía a 30 kilómetros por hora, pero las corrientes de aire lo acuchillaban como cajón de mago.
Hoy las calabazas flotan como boyas en medio del oleaje de la siembra, de donde afloran campesinos que podría ser él, cabritas blancas y cientos de postes eléctricos clavados como compases enormes que demarcan el sprint final del gigante de la literatura. A medida que nos acercamos en tren a Astapovo, la monotonía verde impone su dictadura, tan sólo interrumpida por los troncos blancos de los abedules, que se intercalan como entretejiendo una camiseta infinita del Betis (esta va por ti, Eduardo).
Su médico decidió que debían apearse en Astapovo porque era la única estación que contaba con ambulatorio. "Estaba enfermo cuando llegó, pero caminaba por su propio pie. Lo sujetaban del codo", explica Krilova. Llegó en el tren número 12 (no, no fue el 28). Se había corrido la voz de su llegada y la gente lo esparaba como se espera a los mesías, a los extraterrestres y a los americanos.
En aquel pueblo sin historia, Tolstoi cayó como un meteorito incandescente. Tras su paso por allí ya nada fue igual, ni siquiera el nombre del pueblo, rebautizado León Toltsoi en 1918.
A través de una pequeña alameda que aún hoy se mantiene en pie, la gente lo acompañó hasta la casilla de madera del jefe de estación de Astapovo, Ivan Ozolin, que le cedió su cama. "Aquel fue un gesto valiente porque en aquella época Tolstoi había sido excomulgado por la Iglesia Ortodoxa y era considerado enemigo de la autocracia zarista", sostiene Krilova.
Esta semana Serguei Stepashin, ex primer ministro ruso (1999) y jefe de la Cámara de Comercio, ha pedido en vano al patriarca Kiril que perdone a Tolstoi en una carta abierta publicada por el diario 'Rossiskaya Gazeta'. La Iglesia Ortodoxa rusa sigue condenando hoy a Tolstoi, cuyos choques con zar y sus ataques a la religión oficial, así como su adicción a los diarios, lo habrían convertido hoy en un bloguero antisistema. Así lo cree Pavel Basisnsky, autor del libro ‘Huida del Paraíso’, sobre los diez últimos días de Tolstoi, que sostiene que "la blogosfera habría sido una buena plataforma para Tolstoi". No sólo porque le gustaban las innovaciones tecnológicas (aunque repudiaba el cinematógrafo), sino porque le agradaba “la interacción con la gente”. Otros van más allá, como el director teatral Mijail Ugarov, para quien Tostoi sería hoy "un bloguero de oposición enfrentado al poder y a la Iglesia" cuyo anarquismo cristiano y su pacifismo lo habrían condenado a prisión.
El corazón de Tolstoi se paró a las 6.05 del 20 de noviembre de 1910, como marcan desde entonces los relojes de la estación de Astapovo. El autor de ‘Anna Karenina’ se apeó para morir en este lugar, pero su literatura siguió su camino al encuentro con los lectores del futuro. "Es el único escritor que conozco cuyo reloj está puesto en hora con los innumerables relojes de sus lectores", explicaba Vladimir Nabokov a sus alumnos norteamericanos. Para el padre de 'Lolita' (que prefería cazar mariposas antes que osas) los personajes de Tolstoi "parecen moverse con el mismo andar de la gente que pasa bajo nuestra ventana mientras estamos leyendo el libro".
La cama de colcha negra donde murió Tolstoi y todos los objetos que rodearon al escritor en sus últimos días se convirtieron en reliquias de santo, incluso en la Rusia soviética (que los evacuó a los Urales durante la invasión nazi como hizo con la momia de Lenin). La vela consumida de su mesilla, la bomba de oxigeno bajo la camara, el vaso azul con algodones (los siete médicos llegados de Moscú le ponían inyecciones de alcanfor), la tacita y el plato donde Makovitski le servía la papilla de avena y el café, una cajita con papeles rostos por él, y varias piezas de su equipaje (una camisa, un chaquetón, un gorrito de tipo 'yarmulke' y calcetines); todo fue trasladado a Siberia como si fuera el menaje de Jesucristo. "Y yo, que no creo en Dios, sin saber por qué le miro cauteloso y un poco acogotado; le miro y pienso: '¡Este hombre se asemeja a Dios!'", escribió Maxim Gorki sobre Tolstoi cuando lo visitó en 1901 en Crimea, donde se repuso de una grave crisis de paludismo.
Con un trozo de carbón de la vía, alguien se molestó en siluetear en la pared de aquella habitación la sombra del perfi yaciente del escritor, que proyectaba la lámpara de la mesilla contra la pared. "Si se fija bien a la altura de la almohada se puede ver en la pared el perfil de Tolstoi: la frente, la nariz y la barba. Yo lo veo porque sé a donde hay que mirar", me decía Krilova viendo que me desojo en vano en busca del perfil del faraón.
Delimitar el perfil poliédrico de Tolstoi a los cien años de su muerte resulta tan complicado como detectar su silueta centenaria en el papel estampado de la casa de Astapovo.
"En el alma del ruso incluyo su energía, su identificación con la naturaleza y la excentricidad" escribe Pitol cuando habla del ama rusa, sin percatarse que dibuja a la perfección el carácter de Tolstoi, el más ruso entre los rusos. Un rasgo permanente en el escritor fue su naturaleza contradictoria, su alma bicéfala como águila imperial rusa. En 1858 Tolstoi escribe en su diario "No se puede no amar a la gente: son todos, somos todos tan dignos de compasión", para días despues confesar que ha ordenado castigar a látigo limpio a Rezun, un campesino de Yasnaia Poliana.
En una de las incontables 'escenas' que componen el largometraje de su matrimonio, Sofía le llamó un día la atención sobre la contradicción que parecía haber entre su llamamientos a la sencillez y su pasión por los espárragos (podemos imaginar exactamente qué fue lo que Tolstoi le mandó a freír a su mujer tras este reproche). Cuando Tolstoi escribe 'Sonata a Kreutzer', novela corta que constituye un alegato contra la sexualidad, su esposa Sofia está embaraza de su hijo número 14. "Tolstoi podía sentirse occidentalista por la mañana y eslavófilo por la tarde", comenta Nikitina.
Muchos han comparado a Tolstoi con un árbol por su naturaleza de roble (con casi 70 años decubrió la bicicleta y se aficionó a pedalear), e incluso con seres mitológicos (Gorki llamó la atención sobre "sus velludas cejas de silvano"). Su planta agigantada (1,83 metros) queda amplificada por los ecos grasosos de su apellido ('tolsti' significa ‘gordo’ en ruso).
En solidaridad con aquellos corresponsales que hace cien años cubrieron el entierro de Tolstoi subidos a los árboles, me van a permitir que me vaya yo también hoy por las ramas y les cuente una anécdota protagonizada por mi sobrina Paula de siete años, a la que no hace mucho regalé un libro de cuentos infantiles que Tolstoi escribió para niños ('Relatos de Yasnaia Poliana', editorial Rey Lear): el otro día hablé con ella por teléfono, le pregunté si se acordaba cómo se llamaba el autor de libro y, tras pensar un rato, me espetó contenta: "¡Toy Story!". Por los pelos. A Nabokov seguro que le habría gustado las resonancias juguetonas del juego de palabras.
Sus rasgos de trasgo y su barba de Panoramix convierten a Tolstoi en un personaje de cuento, en un icono 'tolkiniano', sobre todo en esas fotografías donde posa ante la escuela de Yasnaia Poliana rodeado de niños campesinos empequeñecidos a su lado como si fueran hobbits. El escritor Mauricio Wiesenthal compara al viejo León con un oso. "Los Tolstoi nacían como oseznos: las extremidades grandes, la boca golosa, el corazón enardecido, el abrazo fácil, la sangre brava, y la mirada misteriosa como la bruma del bosque" escribe en su fantástico ensayo 'El Viejo León' (Edhasa, 2010).
Sin embargo, bajo su perfil íntegro de estatua de isla de Pascua palpitaba un corazón inquieto en erupción permanente. Así lo demuestra su apasionado fervor literaro ("detestaba a los escritores que trabajan sin pasión y sin una idea obsesiva" recuerda Wiesenthal), pero sobre todo su obsesivo miedo a la muerte. Desde que en 1857 vio una decapitación pública en París, no se pudo sacarse la muerte de la cabeza.
El fallecimiento de su hermano Nikolai en 1860 por tuberculosis, episodio que desentierra en un capítulo 'Anna Karenina', lo obsesiona definitivamente. Entre dos armarios de la bibioteca de la planta baja de su casa en Yasnaia Poliana había una viga que siempre le tentó con el sucidio. "El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo" piensa Tolstoi por boca del personaje de Pierre en 'Guerra y Paz'. Tolstoi temía a la muerte (en concreto a morir de pulmonía) pero los cañones de Sebastopol o a la mordedura de las fieras (críticos incluidos) nunca le pusieron la carne de gallina.
"Tolstoi no fue a ninguna parte" titula esta semana la revista cultural 'Russki Mir'. Efectivamente, cien años después, Tolstoi sigue con nosotros. Porque el guadañazo que le propinó la muerte en 1910 tuvo para su obra el mismo efecto insignificante que para su cabeza tuvo la mordedura de aquella osa que lo ‘besó’ en su boca golosa un día de diciembre de 1858.
"Fui a cazar osos, el día 21 maté uno; el 22 otro me mordió". Ya está. Y lo dice como de pasada, como quien consigna la picadura de un mosquito en la nariz. Uno tiene la sensación de que sólo el ataque sorpresa de una manada de morsas habría animado al joven escritor a consignar al menos un par de párrafos en su diario. En el resto del diario no hay rastro del plantígrado, más perdido que Mitrofán en una destilería.
El 1 de enero de 1859 Tolstoi, de cuya muerte se cumplieron cien años el sábado y que por entonces contaba 30, apunta en su diario: "Todavía me duele la cabeza", y en una nota al pie el traductor sugiere que el origen de la cefalea se debe a la citada mordedura de la osa; pero ¿sería ese realmente ese es el motivo? Lo dudo. Probablemente fuera una herida más profunda, un zarpazo en el alma, lo que le comía la cabeza y no la osa (por entonces Tolstoi andaba enredado con una campesina de Yasnaia Poliana).
Valle Inclán solía contar que el brazo que le faltaba se lo había comido un león cuando en realidad le fue amputado tras una pelea de café. Si llega a atacarle la osa de Tolstoi (o la osa del madroño al menos), el gallego genial habría escrito una trilogía ilustrada. Sin embargo, Tolstoi se limitó a consignar la mordedura de la osa con la misma emoción que un dolor de muelas.
El escritor ruso acumuló vivencias épicas (combatió en el Cáucaso y en Sebastopol) pero su vida interior bulló aún con más fuerza. Como buen ruso, Tolstoi se comía la vida a mordiscos (igual que la osa) pero a la vez gustaba de comerse la olla.
Tolstoi fue un hombre de vitalidad carnívora y alma rumiante. Vivía con los pies en la tierra pero a la vez en las nubes, cazando preferiblemente las Osas del firmamento. Era mitad acción, mitad cavilación. Sobre todo a partir de los años 70 del siglo XIX, cuando escribe 'Anna Karenina' donde el coprotagonista de la novela, Konstantin Levin, se convierte en su alter ego mientras busca a Dios ras de suelo, convencido de que el bien moral sólo puede echar raíces en el campo, alejado de las tentaciones urbanas entre sus ocho mil manzanos que tenía plantados en aqiel paraíso terrenal de Yasnaia Poliana. "No todos somos iguales, Konstantin Dimitrich. Hay unos que no viven más que para llenar la panza, y otros que piensan en Dios y en su alma", le espeta un campesino a Levin, revelándole con el ello el sentido de la vida que llevaba buscando durante más de novecientas páginas.
Cuando le mordió la osa en la cara, Tolstoi aún no se había convertido en el monstruo literario que llegaría a ser en unos años, y que cerró el final de su biografía con un rugido más elocuente que el felino de la Goldywn Mayer: "En el mundo hay tantos Leones, y ustedes sólo piensan en un León". Eso fue lo que le dijo en su lecho de muerte a su médico eslovaco de cabecera, Dusan Makovitski, en la habitación del jefe de la estación ferroviaria del poblado de Astapovo donde Rusia recuerda a su autor más universal en el centenario de su muerte. Hoy arranca el siglo II después de Tolstoi.
Hace cien años los corresponsales se subían como macacos a los árboles de Yasnaia Poliana para ver por última vez al 'Rey León' de las letras. Ni cortos ni perezosos (aunque colgados de la ramas parecían ciertamente perezosos) los periodistas se encaramaban a los pinos y abedules para ver, anotar, fotografiar e inmortalizar el entierro multitudinario del genio inmortal en el claro azul de Yasnaia Poliana (llamado así por el color de las flores nomeolvides), en la región de Tula, a 200 kilómetros de Moscú.
La foto que refleja aquel periodismo arborícola se conserva aún hoy en la casa del jefe de estación de Astapovo, donde hace un siglo murió Tolstoi aquejado por pulmonía tras huir desesperado de su casa de Yasnaia Poliana, epicentro de su universo natal, matrionial y narrativo.
La multitud que arropó su cadáver durante su traslado en tren desde Astapovo a Yasnaia Poliana (130 kilómetros), se arracimó en torno a su tumba, un sencillo túmulo en el claro del bosque donde Tolstoi jugaba de pequeño a buscar la ramita verde que contenía el secreto de la felicidad.
"Que me entierren [...] como se entierra a los pobres. Que no se coloquen flores ni coronas, ni se pronuncien discursos. Que no se publique la noticia de mi muerte en la prensa y que no se escriban artículos necrológicos", escribió Tolstoi en su diario. Pedía demasiado el genio de la literatura.
Era noviembre pero incluso la nieve caía tímida, como no atreviéndose a dibujar epitafios sobre la sencilla tumba del autor de 'Guerra y Paz'. La muerte de Tolstoi por pulmonía doble dejó fría a Rusia en el umbral de aquel invierno de 1910.
En su deliciosa obra 'El viaje' (Anagrama, 2001) el escritor mexicano Sergio Pitol asegura que "uno de los momentos más líricos" de su vida fue su encuentro en Moscú (donde fue consejero cultural) con Viktor Shklovski, un escritor octogenario que en 1910 estudiaba en San Petersburgo cuando fue testigo del silencio majestuoso y sagrado ("como si el mundo se hubiera detenido") que sobrevino con la muerte de Tolstoi en las calles, donde los negocios cerraban y los coches de caballos de detenían; un silencio que vino seguido por "una multitud desolada que lloraba", huérfana porque "su Padre" la había abandonado. La procesión no fue por dentro.
"Las iglesias habían cerrado las puertas para que nadie entrara en ellas; a Tolstoi lo habían excomulgado muchos años atrás . Pero la multitud las rodeaba, las ahogaba, las convertía en algo trivial ante el roble que había caído, la tierra había muerto y Rusia lloraba", transcribe Pitol las palabras de Shklovsko. Mucho tiempo después Pitol sintió en su pecho una réplica de aquel terremoto emocional cuando repetía aquellas palabras ante sus alumnos: "No pude terminarlas. Se me nublaron los ojos, se me rompió la voz y tuve que sacar el pañuelo y fingir que me sonaba, carraspear, echándole la culpa a un resfrío, a una alergia, porque me parecía grotesco anunciarles que había muerto el escrito ruso y ponerme a llorar".
El escritor Maxim Gorki reconoce en sus recuerdos (Nortesur, 2009) que la muerte de Tolstoi lo dejó tocado. "He roto en un llanto iracundo y angustioso", reconoce antes de proseguir con su lamento: "Siento una orfandad total, escribo y lloro, nunca antes en mi vida había llorado tan amarga e inconsolablemente. No sé si le amaba, ¿pero acaso importa si era amor u odio lo que sentía hacia él?".
En Moscú, donde estos días se proyecta la película norteamericana 'La última estación' sobre los últimos días de Tolstoi (interpretado por un enorme Christopher Plummer) he visto a moscovitas moqueantes que lloraban emocionados ante la muerte recreada del escritor y que aplaudían emocionados al final de la película. No sé por qué, pero me cuesta imaginar una reacción similar en un cine de Madrid ante una película biográfica sobre Miguel de Cervantes. Quizá porque en Rusia el escritor siempre fue además de novelista guía moral, "maestro de vida" o "buscador de la verdad", como algunos entusiastas escribieron en 1910 en el empapelado de la habitación donde murió Tolstoi y que aún hoy pueden apreciarse.
Transcurridos sus primeros cien años de soledad en el claro azul del bosque de Yasnaia Poliana, Tolstoi sigue vivo. Un siglo después de la muerte de este autor troncal de la historia de la literatura universal seguimos enredados en el follaje de sus hojas (180.000 páginas manuscritas) como aquellos periodistas que presenciaron su entierro a vista de ardilla hace cien años.
A pocos metros de su humilde parcela ultraterrena (ultraterruña) se levanta su casa, donde nació, escribió y compartió 48 de matrimonio con Sofia Andreyevna, cuyas intrigas para cambiar la letra de su testamento (Tolstoi quería legar al pueblo los derechos de sus obras) precipitaron su fuga y su muerte. A diferencia de los héroes clásicos de la épica homérica (tradición a la que George Steiner unce 'Guerra y Paz'), Tolstoi no regresó a casa al final de su odisea vital, sino que huyó de ella.
Por la alameda y los senderos que conducen hasta su casa, los animales salen hoy al encuentro del visitante como en orden de fábula: un caballo blanco, una oca, un perro labrador, un erizo seguido de cerca por un gato... A las cinco de la mañana del 10 de noviembre de 2010 por este mismo lugar surgió de repente León Tolstoi, que rasgó el telón de la noche con el el haz de su linterna, y alcanzó la caballeriza con mirada febril.
Durante el camino se extravió y perdió el gorro. Estaba nervioso. Aquella casa era todo su universo, y pese a sus puntuales viajes de juventud por el extranjero (conoció a Charles Dickens en Londres), en su alejamiento final de Yasnaia Poliana debió de sentirse tan solo y exhultante como Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la historia, cuando despegó en la nave Vostok el 12 de abril de 1961.
"Despertó al cochero y le pidió únicamente aparejar al caballo", explica Nina Nikitina, jefa de investigación del museo de Yasnaia Poliana, en la casa Volkonski (donde vivió el abuelo del escritor). Frente a ella se levantan hoy las cuadras de donde Tolstoi escapó a caballo como un Don Qujiote trasnochado camino del sur. Le quedaban diez días de vida. Su médico Makovitski y su hija menor Alexandra fueron sus escuderos.
Cuando el viejo León decidió escapar de su leonera (el desorden del escritorio fue su hábitat natural y fuente de inspiración) lo hizo impelido tanto por sus constantes trifulcas con Sofia en torno al testamento, como por el ambiente opresivo formado por su hijos ociosos, periodistas y discípulos encabezados por Vladimir Chertkov, su editor y más fiel amigo del que Sofía sentía celos.
En los últimos meses a Tolstoi se le atravesaron todas las comidillas familiares de Yasnaia Poliana, incluida la tarta de hojaldre con sabor limón que Sofía preparaba como símbolo de unidad familiar, un postre demasiado burgués para Tolstoi con el que temía atragantarse. La receta de aquel postre se ha conservado, y hoy los visitantes pueden degustarlo en el pequeño café que hay frente a las dos torrecilla de entrada de Yasnaia Poliana. "No nos sale igual", reconoce con humildad Nikitina.
"A sus 82 años Tolstoi tenía aún muchas cosas inacabadas, muchas ideas, pensamientos, que el quería plasmar en papel, pero aquella atmósfera no le permitía trabajar, y por eso tomó la decisión de huir", explica Vladimir Tolstoi, tataranieto del autor y director de Yasnaia Poliana desde 1994.
"Me es enormemente difícil vivir en esta casa de locos", escribió Tolstoi pocos días antes de su partida, que consumó un día después de oír a Sofía hurgar como un ratoncito entre sus papeles en busca de su testamento.
Nikitina añade una chispa irracional a la ignición (largamente larvada) que motivó el vuelo del león y que entusiasmará a los cabalistas: su obsesión por el número 28: precisamente ese fue el día de octubre que escapó de Yasnaia Poliana (según el calendario juliano vigente entonces en Rusia).
Tolstoi había nacido un 28 de junio de 1828 y lo hizo en el mismo diván de cuero negro sobre el que depositaría después las hojas de 'Guerra y Paz' recién nacidas de su puño y letra, que su esposa Sofía transcribía luego con devoción. Tolstoi suplicó a los cielos para que su primogénito naciera un día 28 (lo que finalmente ocurrió).
"Creo que no habrían aparecido los siguientes doce niños si el primer no hubiera nacido un 28 de junio", afirma Nikitina, que recuerda cómo el autor abría los libros de autores que comentaba siempre por la página 28. "Pensaba que no era necesario mirar otras páginas para decir algo importante y profundo sobre este artista", añade la experta, que hace notar que Tolstoi tenía 82 años cuando huyó, "que es el 28 al revés". ¿Se juegan algo a que febrero era el mes preferido del escritor?
Su naturaleza supersticiosa se manifiestó de forma profética un día de 1857 cuando, después de romper un espejo (presagio fatal entre rusos), Tolstoi -que entonces tenía precisamete 28 años- decidió consultar su futuro en un diccionario con el mismo criterio azaroso con que los surreailstas ensamblaron en 1925 su "cadáver exquisito" y otros binomios imposibles: de aquella ruleta rusa cargada de balas léxicas Tostoi se descerrajó a la sien las siguientes: "suelas, agua, catarro, tumba". Así lo recoge en su diario.
Aún faltaban 53 años para que Tolstoi saliera por su propio pie de Yasnaia Poliana y encontrara la muerte tras contraer una pulmonía doble en un tren de tercera. La única palabra que no parece encajar en la lista profética es "agua". Sin embargo, Nikitina, la insigne 'tolstóloga', cuenta que la víspera de su huida Tolstoi dio un largo paseo a caballo en compañía de su médico que perjudicó a su salud, pues se bajó del caballo y anduvo por el hielo. Pese a todo, el diagnóstico de Makovitski no admite duda: el tren fue lo que lo mató.
El escritor gallego Alvaro Cunqueiro dijo una vez que toda la literatura rusa esta atravesada por un pitido de tren en la noche. Dicho así, desde luego (desde Lugo) suena muy bonito, pero los pitidos hay que vivirlos atrapado en un tren regional, con fisuras en las ventana por las que se filtraba un aire helador. Si el traslado aún sigue resultando incómodo en los trenes de fabricación soviética, ¿cuanto frío no pasó Tolstoi en aquel tren de madera de hace cien años?
"Compraron billetes a trayectos cortos para no llamar la atención, y en tercera clase, la más baja, para perderse entre el pueblo. Por su aspecto Tolstoi parecía un campesino, pero de cualquier modo la gente lo reconocía. Él hablaba, la gente escuchaba y la muchedumbre se arremolinaba junto a él", cuenta Raisa Krilova, directora de la casa-museo del pueblo Astapovo (rebautizado León Toltsoi en 1918).
Tolstoi era el jedi del alma rusa y su ‘sable de luz’ era una bastón-silla plegable, una especie de muleta con la parte superior convertible en asiento. Aquel curioso bastón que se conserva en la casa de Yasnaia Poliana y que parece diseñado por 'Q' el proveedor de artefactos de James Bond, lo acompañó en su escapada. Ahogado por el humo de cigarro y por el hedor de las zamarras de los campesinos, Tolstoi salía a sentarse sobre su bastón a la plataforma que separa los vagones, donde al parecer contrajo la pulmonía fatal. Aquel tren apenas se movía a 30 kilómetros por hora, pero las corrientes de aire lo acuchillaban como cajón de mago.
Hoy las calabazas flotan como boyas en medio del oleaje de la siembra, de donde afloran campesinos que podría ser él, cabritas blancas y cientos de postes eléctricos clavados como compases enormes que demarcan el sprint final del gigante de la literatura. A medida que nos acercamos en tren a Astapovo, la monotonía verde impone su dictadura, tan sólo interrumpida por los troncos blancos de los abedules, que se intercalan como entretejiendo una camiseta infinita del Betis (esta va por ti, Eduardo).
Su médico decidió que debían apearse en Astapovo porque era la única estación que contaba con ambulatorio. "Estaba enfermo cuando llegó, pero caminaba por su propio pie. Lo sujetaban del codo", explica Krilova. Llegó en el tren número 12 (no, no fue el 28). Se había corrido la voz de su llegada y la gente lo esparaba como se espera a los mesías, a los extraterrestres y a los americanos.
En aquel pueblo sin historia, Tolstoi cayó como un meteorito incandescente. Tras su paso por allí ya nada fue igual, ni siquiera el nombre del pueblo, rebautizado León Toltsoi en 1918.
A través de una pequeña alameda que aún hoy se mantiene en pie, la gente lo acompañó hasta la casilla de madera del jefe de estación de Astapovo, Ivan Ozolin, que le cedió su cama. "Aquel fue un gesto valiente porque en aquella época Tolstoi había sido excomulgado por la Iglesia Ortodoxa y era considerado enemigo de la autocracia zarista", sostiene Krilova.
Esta semana Serguei Stepashin, ex primer ministro ruso (1999) y jefe de la Cámara de Comercio, ha pedido en vano al patriarca Kiril que perdone a Tolstoi en una carta abierta publicada por el diario 'Rossiskaya Gazeta'. La Iglesia Ortodoxa rusa sigue condenando hoy a Tolstoi, cuyos choques con zar y sus ataques a la religión oficial, así como su adicción a los diarios, lo habrían convertido hoy en un bloguero antisistema. Así lo cree Pavel Basisnsky, autor del libro ‘Huida del Paraíso’, sobre los diez últimos días de Tolstoi, que sostiene que "la blogosfera habría sido una buena plataforma para Tolstoi". No sólo porque le gustaban las innovaciones tecnológicas (aunque repudiaba el cinematógrafo), sino porque le agradaba “la interacción con la gente”. Otros van más allá, como el director teatral Mijail Ugarov, para quien Tostoi sería hoy "un bloguero de oposición enfrentado al poder y a la Iglesia" cuyo anarquismo cristiano y su pacifismo lo habrían condenado a prisión.
El corazón de Tolstoi se paró a las 6.05 del 20 de noviembre de 1910, como marcan desde entonces los relojes de la estación de Astapovo. El autor de ‘Anna Karenina’ se apeó para morir en este lugar, pero su literatura siguió su camino al encuentro con los lectores del futuro. "Es el único escritor que conozco cuyo reloj está puesto en hora con los innumerables relojes de sus lectores", explicaba Vladimir Nabokov a sus alumnos norteamericanos. Para el padre de 'Lolita' (que prefería cazar mariposas antes que osas) los personajes de Tolstoi "parecen moverse con el mismo andar de la gente que pasa bajo nuestra ventana mientras estamos leyendo el libro".
La cama de colcha negra donde murió Tolstoi y todos los objetos que rodearon al escritor en sus últimos días se convirtieron en reliquias de santo, incluso en la Rusia soviética (que los evacuó a los Urales durante la invasión nazi como hizo con la momia de Lenin). La vela consumida de su mesilla, la bomba de oxigeno bajo la camara, el vaso azul con algodones (los siete médicos llegados de Moscú le ponían inyecciones de alcanfor), la tacita y el plato donde Makovitski le servía la papilla de avena y el café, una cajita con papeles rostos por él, y varias piezas de su equipaje (una camisa, un chaquetón, un gorrito de tipo 'yarmulke' y calcetines); todo fue trasladado a Siberia como si fuera el menaje de Jesucristo. "Y yo, que no creo en Dios, sin saber por qué le miro cauteloso y un poco acogotado; le miro y pienso: '¡Este hombre se asemeja a Dios!'", escribió Maxim Gorki sobre Tolstoi cuando lo visitó en 1901 en Crimea, donde se repuso de una grave crisis de paludismo.
Con un trozo de carbón de la vía, alguien se molestó en siluetear en la pared de aquella habitación la sombra del perfi yaciente del escritor, que proyectaba la lámpara de la mesilla contra la pared. "Si se fija bien a la altura de la almohada se puede ver en la pared el perfil de Tolstoi: la frente, la nariz y la barba. Yo lo veo porque sé a donde hay que mirar", me decía Krilova viendo que me desojo en vano en busca del perfil del faraón.
Delimitar el perfil poliédrico de Tolstoi a los cien años de su muerte resulta tan complicado como detectar su silueta centenaria en el papel estampado de la casa de Astapovo.
"En el alma del ruso incluyo su energía, su identificación con la naturaleza y la excentricidad" escribe Pitol cuando habla del ama rusa, sin percatarse que dibuja a la perfección el carácter de Tolstoi, el más ruso entre los rusos. Un rasgo permanente en el escritor fue su naturaleza contradictoria, su alma bicéfala como águila imperial rusa. En 1858 Tolstoi escribe en su diario "No se puede no amar a la gente: son todos, somos todos tan dignos de compasión", para días despues confesar que ha ordenado castigar a látigo limpio a Rezun, un campesino de Yasnaia Poliana.
En una de las incontables 'escenas' que componen el largometraje de su matrimonio, Sofía le llamó un día la atención sobre la contradicción que parecía haber entre su llamamientos a la sencillez y su pasión por los espárragos (podemos imaginar exactamente qué fue lo que Tolstoi le mandó a freír a su mujer tras este reproche). Cuando Tolstoi escribe 'Sonata a Kreutzer', novela corta que constituye un alegato contra la sexualidad, su esposa Sofia está embaraza de su hijo número 14. "Tolstoi podía sentirse occidentalista por la mañana y eslavófilo por la tarde", comenta Nikitina.
Muchos han comparado a Tolstoi con un árbol por su naturaleza de roble (con casi 70 años decubrió la bicicleta y se aficionó a pedalear), e incluso con seres mitológicos (Gorki llamó la atención sobre "sus velludas cejas de silvano"). Su planta agigantada (1,83 metros) queda amplificada por los ecos grasosos de su apellido ('tolsti' significa ‘gordo’ en ruso).
En solidaridad con aquellos corresponsales que hace cien años cubrieron el entierro de Tolstoi subidos a los árboles, me van a permitir que me vaya yo también hoy por las ramas y les cuente una anécdota protagonizada por mi sobrina Paula de siete años, a la que no hace mucho regalé un libro de cuentos infantiles que Tolstoi escribió para niños ('Relatos de Yasnaia Poliana', editorial Rey Lear): el otro día hablé con ella por teléfono, le pregunté si se acordaba cómo se llamaba el autor de libro y, tras pensar un rato, me espetó contenta: "¡Toy Story!". Por los pelos. A Nabokov seguro que le habría gustado las resonancias juguetonas del juego de palabras.
Sus rasgos de trasgo y su barba de Panoramix convierten a Tolstoi en un personaje de cuento, en un icono 'tolkiniano', sobre todo en esas fotografías donde posa ante la escuela de Yasnaia Poliana rodeado de niños campesinos empequeñecidos a su lado como si fueran hobbits. El escritor Mauricio Wiesenthal compara al viejo León con un oso. "Los Tolstoi nacían como oseznos: las extremidades grandes, la boca golosa, el corazón enardecido, el abrazo fácil, la sangre brava, y la mirada misteriosa como la bruma del bosque" escribe en su fantástico ensayo 'El Viejo León' (Edhasa, 2010).
Sin embargo, bajo su perfil íntegro de estatua de isla de Pascua palpitaba un corazón inquieto en erupción permanente. Así lo demuestra su apasionado fervor literaro ("detestaba a los escritores que trabajan sin pasión y sin una idea obsesiva" recuerda Wiesenthal), pero sobre todo su obsesivo miedo a la muerte. Desde que en 1857 vio una decapitación pública en París, no se pudo sacarse la muerte de la cabeza.
El fallecimiento de su hermano Nikolai en 1860 por tuberculosis, episodio que desentierra en un capítulo 'Anna Karenina', lo obsesiona definitivamente. Entre dos armarios de la bibioteca de la planta baja de su casa en Yasnaia Poliana había una viga que siempre le tentó con el sucidio. "El hombre no puede ser dueño de nada mientras tenga miedo a la muerte. Quien no tiene miedo a la muerte lo posee todo" piensa Tolstoi por boca del personaje de Pierre en 'Guerra y Paz'. Tolstoi temía a la muerte (en concreto a morir de pulmonía) pero los cañones de Sebastopol o a la mordedura de las fieras (críticos incluidos) nunca le pusieron la carne de gallina.
"Tolstoi no fue a ninguna parte" titula esta semana la revista cultural 'Russki Mir'. Efectivamente, cien años después, Tolstoi sigue con nosotros. Porque el guadañazo que le propinó la muerte en 1910 tuvo para su obra el mismo efecto insignificante que para su cabeza tuvo la mordedura de aquella osa que lo ‘besó’ en su boca golosa un día de diciembre de 1858.