Un recuerdo contra Mario Vargas Llosa
Matías Escalera Cordero, Diagonal
“…Creí que se habían olvidado de mí…” Con estas palabras, según los periódicos, recibió Mario Vargas Llosa la noticia del Nobel. Y a medida que las veía repetidas en todos los medios iba cayendo en la cuenta de que ésas eran exactamente las palabras que mejor definían, en efecto, al tipo de escritor e intelectual que es Mario Vargas Llosa; al tiempo que me traían a la memoria, cual madalena proustiana, la causa, las circunstancias y los matices del desencuentro que tuve con él, hace ya algo más de veinte años, en uno de los círculos burgueses de la ciudad italiana de Trieste, a propósito del estreno de su obra Kathie y el hipopótamo, y tras una charla cuyo título, pensado ahora, resulta más que significativo, "La mentira y su función en la vida y en la literatura"… Y es que detrás de esas palabras, leídas una y otra vez, volvía a ver a ese escritor e intelectual maniobrero y vergonzante que vi entonces; aquel que abandonó un día el compromiso con la escritura y con el desentrañamiento de las auténticas tramas del mundo real para irse por las ramas y echarse en manos de la impostura y del lucro –esto es, de la industria literaria y de sus dueños–, y que demandaba –y exigía, desde hacía tiempo ya– el pago definitivo de su servicio diferido tan incomprensiblemente, para él y los suyos, en el tiempo. Que al fin ha llegado.
Fue en la primavera de 1988 cuando, en efecto, se me presentó la ocasión de encontrarme –e incluso la posibilidad cierta de compartir mesa y mantel– con el autor de Los cachorros, uno de los relatos que más había contribuido, durante mi adolescencia, a atizar esta pasión mía por la escritura; pero también –y al mismo tiempo– la ocasión de enfrentarme al político que acababa de fundar el Frente Democrático (FREDEMO), una amalgama conservadora y neoliberal –entre reaganiana y thatcheriana–, con la que se había enfrentado a Alán García y con la que trataría de alcanzar, luego, la presidencia peruana, defendiendo un programa político y económico tan radicalmente antisocial, que, de puro rechazo, abriría las puertas de par en par a la victoria de un indeseable populista como fue Alberto Fujimori.
Había, pues, mucho de contradictorio y de paradójico en la emoción que me embargaba mientras me dirigía en automóvil desde Ljubljana, en cuya universidad trabajaba por esos días, hasta la cercana ciudad de Trieste, acompañado por de algunas de mis colegas del Departamento de Lengua española y Literatura. No sabía a qué Vargas Llosa me encontraría, si al extraordinario escritor que tanto me había marcado, o al detestable político neoliberal que había traicionado y traicionaba, de modo tan flagrante, el sentido profundo de su propia escritura, tal como yo la había recibido y comprendido.
Aunque, debo reconocerlo, me sentía más predispuesto a entender y a comprender que a reconvenir e increpar, a pesar incluso de que la sede inicialmente prevista para la conferencia había sido trasladada desde los locales de la Universidad triestina al de una sociedad cultural burguesa de la ciudad, por el miedo de los organizadores del acto a que le sucediese lo mismo que le había acontecido, unos días antes, en la Universidad de Bolonia, en la que, según me contaron, los profesores y los estudiantes de la misma le habían puesto en más de un brete y dificultad mayúscula con sus insistentes preguntas acerca de su compromiso político y de las nefastas consecuencias que su intervención había tenido finalmente para su país.
Sin embargo, para mi completa decepción y sorpresa, no me encontré con ninguno de los dos, sino con una lamentable especie de híbrido de los dos Vargas Llosa que se arrastró durante más de una hora ante un auditorio compuesto por esas señoras de abrigo de visón y collar de perlas, tan típicas de determinados actos de “alta cultura”, por una parte; y unos cuantos profesores –entre los que nos encontrábamos nosotros– con algún estudiante de español, quizás, perdido entre tanto derroche de piel y de inteligencia, por otra; con un discurso manido y anticuado ya, a esas alturas, sobre el valor genésico de la mentira, sobre la autonomía del arte y de la literatura, y contra el compromiso en la escritura y en el ejercicio de la literatura, que encantó a las primeras, pero que dejó fríos y frustrados a la mayor parte de los segundos.
Mi rabia y frustración, sin embargo, no procedían tanto de lo afectado, de lo superficial y lo manoseado del discurso, sino de ver cómo un gigante de la auténtica literatura se convertía, se había convertido ya definitivamente, delante de mis ojos, en un remedo de sí mismo, en un penoso monstruo de la feria cultural que trataba, mostrando sus llagas de puntual arrepentido, congraciarse con los amos del circo pensando ya, estoy seguro, en lo que diría cuando recibiese el premio y la recompensa prometida.
¿Cómo podía pretender aquel hombre que optaba a la presidencia de su país, con el fin de implantar en él las recetas más lesivas y criminales del Fondo Monetario Internacional y de la inteligencia económica neoliberal, pretender que su escritura no estaba ya contaminada por el compromiso? ¿Cómo podía pretender aquel hombre una literatura y un arte desligados de cualquier compromiso con las tensiones y los conflictos que jalonan y constituyen el mundo real? Y esa fue, según recuerdo, mi pregunta…
Cuando se refería al compromiso desbaratador de la literatura y del arte puros –le pregunté–, se estaba refiriendo, por lo que podía deducir, sólo a un tipo de compromiso concreto, el que se dirige a la raíz de los procesos históricos y de los fenómenos, aquél que posibilita una literatura y una escritura críticas: vamos, un compromiso social “de izquierda”, ¿no era eso lo que había dicho? Ya que el compromiso con las élites y con el dinero o el lucro no contamina la literatura; ¿había entendido bien, o no, sus palabras? Más tarde, una vez finalizado el acto, ése fue también, más o menos, el contenido de la breve conversación que mantuve con él a las puertas de la institución; que aquel Vargas Llosa que había escuchado hacía un rato, y el contenido de su discurso, eran las razones por las que su escritura había dejado de interesarme a partir de un cierto punto…
Cuestión y actitud, la mía, que juzgó literalmente “extremadamente prejuiciosa”. Huelga decir que finalmente no compartimos mesa y mantel. Recuerdo también el baboso servilismo de los que lo rodeaban, tan semejante al baboseo mediático de estos días. Sí, así mueren nuestros héroes, entre babas, pero resulta realmente impresionante y doloroso verlos caer delante de ti. A veces, no obstante, percibo destellos del escritor que una vez fue, en su escritura reciente, y me inclino a recuperar entonces la memoria de aquel emocionante y cortante relato que marcó mi actitud frente a la escritura; y me olvido, por un instante, del fantoche que vi en Trieste, o de este patético ser que dice “…Creí que se habían olvidado de mí…”.
Y, mientras redacto esta breve memoria de aquel momento de hace más de veinte años, Oliver Stone, de visita en Madrid para promocionar su última película, e interlocutor alejado de la general pleitesía hispano/mediática en torno al Nobel, en una entrevista radiofónica, aun reconociendo que es cierto que sólo ha leído en inglés la obra del autor peruano, y que “a lo mejor, quizás por ello, se ha perdido algo”, esboza de él un retrato que representa a la perfección aquella impresión que tuve y que mantengo aún de aquella tarde en Trieste. “...Conocí a Mario, y lo veo torcido, reprimido, conservador y con la mentalidad de las jerarquías que impiden los cambios necesarios en Sudamérica…”, afirma contundente, Stone. “…Pero eso no impide que escriba bien…”, protesta la locutora, con ese tono de rancio y dulzón liberalismo biempensante, tan sabihondo y tan encantado de conocerse a sí mismo, marca de la casa (de la Ser y del grupo Prisa, en general), que odio hasta el extremo. “…Eso es verdad, pero Vargas Llosa ha construido un lobby, porque es un político, y ha estado planeándolo durante mucho tiempo, no entiendo que no se lo hayan dado a Carlos Fuentes…”, le responde el director norteamericano. Sobran los comentarios. Y compruebo que no son sólo mis prejuicios los que escriben.
“…Creí que se habían olvidado de mí…” Con estas palabras, según los periódicos, recibió Mario Vargas Llosa la noticia del Nobel. Y a medida que las veía repetidas en todos los medios iba cayendo en la cuenta de que ésas eran exactamente las palabras que mejor definían, en efecto, al tipo de escritor e intelectual que es Mario Vargas Llosa; al tiempo que me traían a la memoria, cual madalena proustiana, la causa, las circunstancias y los matices del desencuentro que tuve con él, hace ya algo más de veinte años, en uno de los círculos burgueses de la ciudad italiana de Trieste, a propósito del estreno de su obra Kathie y el hipopótamo, y tras una charla cuyo título, pensado ahora, resulta más que significativo, "La mentira y su función en la vida y en la literatura"… Y es que detrás de esas palabras, leídas una y otra vez, volvía a ver a ese escritor e intelectual maniobrero y vergonzante que vi entonces; aquel que abandonó un día el compromiso con la escritura y con el desentrañamiento de las auténticas tramas del mundo real para irse por las ramas y echarse en manos de la impostura y del lucro –esto es, de la industria literaria y de sus dueños–, y que demandaba –y exigía, desde hacía tiempo ya– el pago definitivo de su servicio diferido tan incomprensiblemente, para él y los suyos, en el tiempo. Que al fin ha llegado.
Fue en la primavera de 1988 cuando, en efecto, se me presentó la ocasión de encontrarme –e incluso la posibilidad cierta de compartir mesa y mantel– con el autor de Los cachorros, uno de los relatos que más había contribuido, durante mi adolescencia, a atizar esta pasión mía por la escritura; pero también –y al mismo tiempo– la ocasión de enfrentarme al político que acababa de fundar el Frente Democrático (FREDEMO), una amalgama conservadora y neoliberal –entre reaganiana y thatcheriana–, con la que se había enfrentado a Alán García y con la que trataría de alcanzar, luego, la presidencia peruana, defendiendo un programa político y económico tan radicalmente antisocial, que, de puro rechazo, abriría las puertas de par en par a la victoria de un indeseable populista como fue Alberto Fujimori.
Había, pues, mucho de contradictorio y de paradójico en la emoción que me embargaba mientras me dirigía en automóvil desde Ljubljana, en cuya universidad trabajaba por esos días, hasta la cercana ciudad de Trieste, acompañado por de algunas de mis colegas del Departamento de Lengua española y Literatura. No sabía a qué Vargas Llosa me encontraría, si al extraordinario escritor que tanto me había marcado, o al detestable político neoliberal que había traicionado y traicionaba, de modo tan flagrante, el sentido profundo de su propia escritura, tal como yo la había recibido y comprendido.
Aunque, debo reconocerlo, me sentía más predispuesto a entender y a comprender que a reconvenir e increpar, a pesar incluso de que la sede inicialmente prevista para la conferencia había sido trasladada desde los locales de la Universidad triestina al de una sociedad cultural burguesa de la ciudad, por el miedo de los organizadores del acto a que le sucediese lo mismo que le había acontecido, unos días antes, en la Universidad de Bolonia, en la que, según me contaron, los profesores y los estudiantes de la misma le habían puesto en más de un brete y dificultad mayúscula con sus insistentes preguntas acerca de su compromiso político y de las nefastas consecuencias que su intervención había tenido finalmente para su país.
Sin embargo, para mi completa decepción y sorpresa, no me encontré con ninguno de los dos, sino con una lamentable especie de híbrido de los dos Vargas Llosa que se arrastró durante más de una hora ante un auditorio compuesto por esas señoras de abrigo de visón y collar de perlas, tan típicas de determinados actos de “alta cultura”, por una parte; y unos cuantos profesores –entre los que nos encontrábamos nosotros– con algún estudiante de español, quizás, perdido entre tanto derroche de piel y de inteligencia, por otra; con un discurso manido y anticuado ya, a esas alturas, sobre el valor genésico de la mentira, sobre la autonomía del arte y de la literatura, y contra el compromiso en la escritura y en el ejercicio de la literatura, que encantó a las primeras, pero que dejó fríos y frustrados a la mayor parte de los segundos.
Mi rabia y frustración, sin embargo, no procedían tanto de lo afectado, de lo superficial y lo manoseado del discurso, sino de ver cómo un gigante de la auténtica literatura se convertía, se había convertido ya definitivamente, delante de mis ojos, en un remedo de sí mismo, en un penoso monstruo de la feria cultural que trataba, mostrando sus llagas de puntual arrepentido, congraciarse con los amos del circo pensando ya, estoy seguro, en lo que diría cuando recibiese el premio y la recompensa prometida.
¿Cómo podía pretender aquel hombre que optaba a la presidencia de su país, con el fin de implantar en él las recetas más lesivas y criminales del Fondo Monetario Internacional y de la inteligencia económica neoliberal, pretender que su escritura no estaba ya contaminada por el compromiso? ¿Cómo podía pretender aquel hombre una literatura y un arte desligados de cualquier compromiso con las tensiones y los conflictos que jalonan y constituyen el mundo real? Y esa fue, según recuerdo, mi pregunta…
Cuando se refería al compromiso desbaratador de la literatura y del arte puros –le pregunté–, se estaba refiriendo, por lo que podía deducir, sólo a un tipo de compromiso concreto, el que se dirige a la raíz de los procesos históricos y de los fenómenos, aquél que posibilita una literatura y una escritura críticas: vamos, un compromiso social “de izquierda”, ¿no era eso lo que había dicho? Ya que el compromiso con las élites y con el dinero o el lucro no contamina la literatura; ¿había entendido bien, o no, sus palabras? Más tarde, una vez finalizado el acto, ése fue también, más o menos, el contenido de la breve conversación que mantuve con él a las puertas de la institución; que aquel Vargas Llosa que había escuchado hacía un rato, y el contenido de su discurso, eran las razones por las que su escritura había dejado de interesarme a partir de un cierto punto…
Cuestión y actitud, la mía, que juzgó literalmente “extremadamente prejuiciosa”. Huelga decir que finalmente no compartimos mesa y mantel. Recuerdo también el baboso servilismo de los que lo rodeaban, tan semejante al baboseo mediático de estos días. Sí, así mueren nuestros héroes, entre babas, pero resulta realmente impresionante y doloroso verlos caer delante de ti. A veces, no obstante, percibo destellos del escritor que una vez fue, en su escritura reciente, y me inclino a recuperar entonces la memoria de aquel emocionante y cortante relato que marcó mi actitud frente a la escritura; y me olvido, por un instante, del fantoche que vi en Trieste, o de este patético ser que dice “…Creí que se habían olvidado de mí…”.
Y, mientras redacto esta breve memoria de aquel momento de hace más de veinte años, Oliver Stone, de visita en Madrid para promocionar su última película, e interlocutor alejado de la general pleitesía hispano/mediática en torno al Nobel, en una entrevista radiofónica, aun reconociendo que es cierto que sólo ha leído en inglés la obra del autor peruano, y que “a lo mejor, quizás por ello, se ha perdido algo”, esboza de él un retrato que representa a la perfección aquella impresión que tuve y que mantengo aún de aquella tarde en Trieste. “...Conocí a Mario, y lo veo torcido, reprimido, conservador y con la mentalidad de las jerarquías que impiden los cambios necesarios en Sudamérica…”, afirma contundente, Stone. “…Pero eso no impide que escriba bien…”, protesta la locutora, con ese tono de rancio y dulzón liberalismo biempensante, tan sabihondo y tan encantado de conocerse a sí mismo, marca de la casa (de la Ser y del grupo Prisa, en general), que odio hasta el extremo. “…Eso es verdad, pero Vargas Llosa ha construido un lobby, porque es un político, y ha estado planeándolo durante mucho tiempo, no entiendo que no se lo hayan dado a Carlos Fuentes…”, le responde el director norteamericano. Sobran los comentarios. Y compruebo que no son sólo mis prejuicios los que escriben.