Carlos Mamani, el minero boliviano más famoso de la historia, mudó de vida
La Paz, Abi
Carlos Mamani no tenía ni la más peregrina idea de lo que el destino le deparaba el 1 de agosto pasado cuando se lanzó, con el optimismo de alumno distraído de parvulario, por los senderos de la mina chilena San José, a 64 km de la ciudad de Copiapó y 800 km de Santiago, patrocinado por el padre de su esposa.
Mamani caminaba aquella mañana por las entrañas de la montaña inmutable que, nadie lo sospechaba, estaba al borde de paroxismo.
El boliviano de 23 años que salió de su natal Oruro en busca de mejores días para Verónica y la pequeña Emily, su esposa e hija respectivamente, se montó, junto a su suegro, Eloy Quispe, que ya había caminado esos parajes, en una camioneta que lo internó por los vericuetos de la mina.
El motorizado comenzó el descenso a la cota 600.
Cuatro días más tarde, la montaña desprendió, en sus entrañas, un estentor.
Un operario chileno llegó cerca del nivel 300 y desmesuró los ojos, productor del terror. El nivel que contemplaba ya indiferente todos los días, había desaparecido.
Tomó el radio y le habló, desesperado, a uno de sus compañeros en la superficie. "Sácame, huevón, que esta huevada se fue a la cresta (a la mierda)", rugió.
La montaña estaba a esa hora indigestada, era presa de cólicos. Se movía.
En la cota 600, el boliviano Eloy Quispe sintió, de repente, una sed ingobernable y se devolvió para apagarla.
La vida le proporcionó 600 segundos para salir. Agobiado por el calor de interior mina, donde cada 30 metros hacia abajo la temperatura aumenta un grado celsius, Eloy se acercó a un dispensario y dejó resbalar por el garguero gran parte del contenido de una cantimplora.
Ese mismo momento la montaña evacuaba sus males. Miles de toneladas cedían y dejaban un manto de polvillo en las obscuridades del refugio donde 33 mineros quedaban atrapados a 622 m de profundidad.
Diez y siete días después, un pequeño trépano horadó hasta ese nivel y desde la profundidad salió una palomilla: "Estamos bien en el refugio lo 33".
Entre ellos se encontraba Mamani, el único extranjero en ese equipo de 33 operarios chilenos.
Como la inmensa mayoría de los mineros bolivianos, Mamani era, a secas, un carenciado, cuando dejó Oruro, con una mano atrás y otra adelante, y puso dirección hacia el norte de Chile, determinado por una promisoria y potente industria minera.
Mamani salió con un morral en la espalda y marchó resuelto a hacerse del dorado.
El boliviano como sus compañeros debía embolsar, por concepto de salario a fines de agosto, un piso de 900 euros, más menos 9.000 bolivianos o algo menos de 1.300 dólares.
En Bolivia las platas, en el mejor de los casos, superaban la mitad de ese montante por un trabajo como el que se propuso hacer Mamani en el yacimiento minero de San José.
A las 2h10 locales del miércoles último, 70 días después del monumental derrumbe interior mina, una polea que tiraba una piola de acero soldada a la ya legendaria Cápsula Fénix II, sacó a Mamani de las profundidades.
Nomás de entrada, lo convirtió en el trabajador minero boliviano más conocido internacionalmente, tanto como el quechua Diego Huallpa que un día del siglo XVI quiso combatir el frío glacial de los Andes y encendió una fogata en el emporio argentífero que la humanidad conocería, por siempre, como el Cerro Rico de Potosí.
La vida tenía ya, ese momento en que, de rodillas dio gracias al Altísimo, otro color y campo de profundidad.
Mamani contaba ya en una cuenta bancaria 10.000 dólares que el potentado empresario Leonardo Farkas había depositado hacía días en las cuentas individuales de los 33.
Mamani, a quien el presidente Evo Morales prometió un puesto en la principal empresa boliviana, Yacimientos Petrolíferos Fiscales y también una vivienda es, de lejos, el minero insignia de Bolivia.
Su vida ha dado un giro copernicano.
Apenas le den alta en el hospital general de Copiapó, que funge nada más de estación y donde es evaluado desde el momento en que fue sacado del vientre de la tierra, le esperan viajes, por lo pronto, a Madrid y Atenas.
También pensiones vitalicias, trabajos más generosos y, celebridad a granel.
De hecho la salud y educación de su familia corren por cuenta del Estado chileno.
El estado de necesidad de este hombre joven ha sido ya revertido.
Los mineros que protagonizaron la mayor operación de salvamento de la historia de la humanidad, entraron anónimos y salieron héroes tras 70 días soterrados.
Mamani y sus 32 compañeros tienen la vida virtualmente asegurada.
Por sus testimonios las grandes cadenas de televisión internacional están dispuestas a pagar miles de dólares.
Los apellidos Mamani Soliz de Carlos se perpetuarán en libros películas y documentales.
Mamani, de acuerdo con sus compañeros para crear un fondo de ayuda a los mineros, siempre pobres y vulnerables, vendrá en dos semanas a Bolivia, lo espera Evo Morales, pero su vida parece enraizarse en Chile.
Carlos Mamani no tenía ni la más peregrina idea de lo que el destino le deparaba el 1 de agosto pasado cuando se lanzó, con el optimismo de alumno distraído de parvulario, por los senderos de la mina chilena San José, a 64 km de la ciudad de Copiapó y 800 km de Santiago, patrocinado por el padre de su esposa.
Mamani caminaba aquella mañana por las entrañas de la montaña inmutable que, nadie lo sospechaba, estaba al borde de paroxismo.
El boliviano de 23 años que salió de su natal Oruro en busca de mejores días para Verónica y la pequeña Emily, su esposa e hija respectivamente, se montó, junto a su suegro, Eloy Quispe, que ya había caminado esos parajes, en una camioneta que lo internó por los vericuetos de la mina.
El motorizado comenzó el descenso a la cota 600.
Cuatro días más tarde, la montaña desprendió, en sus entrañas, un estentor.
Un operario chileno llegó cerca del nivel 300 y desmesuró los ojos, productor del terror. El nivel que contemplaba ya indiferente todos los días, había desaparecido.
Tomó el radio y le habló, desesperado, a uno de sus compañeros en la superficie. "Sácame, huevón, que esta huevada se fue a la cresta (a la mierda)", rugió.
La montaña estaba a esa hora indigestada, era presa de cólicos. Se movía.
En la cota 600, el boliviano Eloy Quispe sintió, de repente, una sed ingobernable y se devolvió para apagarla.
La vida le proporcionó 600 segundos para salir. Agobiado por el calor de interior mina, donde cada 30 metros hacia abajo la temperatura aumenta un grado celsius, Eloy se acercó a un dispensario y dejó resbalar por el garguero gran parte del contenido de una cantimplora.
Ese mismo momento la montaña evacuaba sus males. Miles de toneladas cedían y dejaban un manto de polvillo en las obscuridades del refugio donde 33 mineros quedaban atrapados a 622 m de profundidad.
Diez y siete días después, un pequeño trépano horadó hasta ese nivel y desde la profundidad salió una palomilla: "Estamos bien en el refugio lo 33".
Entre ellos se encontraba Mamani, el único extranjero en ese equipo de 33 operarios chilenos.
Como la inmensa mayoría de los mineros bolivianos, Mamani era, a secas, un carenciado, cuando dejó Oruro, con una mano atrás y otra adelante, y puso dirección hacia el norte de Chile, determinado por una promisoria y potente industria minera.
Mamani salió con un morral en la espalda y marchó resuelto a hacerse del dorado.
El boliviano como sus compañeros debía embolsar, por concepto de salario a fines de agosto, un piso de 900 euros, más menos 9.000 bolivianos o algo menos de 1.300 dólares.
En Bolivia las platas, en el mejor de los casos, superaban la mitad de ese montante por un trabajo como el que se propuso hacer Mamani en el yacimiento minero de San José.
A las 2h10 locales del miércoles último, 70 días después del monumental derrumbe interior mina, una polea que tiraba una piola de acero soldada a la ya legendaria Cápsula Fénix II, sacó a Mamani de las profundidades.
Nomás de entrada, lo convirtió en el trabajador minero boliviano más conocido internacionalmente, tanto como el quechua Diego Huallpa que un día del siglo XVI quiso combatir el frío glacial de los Andes y encendió una fogata en el emporio argentífero que la humanidad conocería, por siempre, como el Cerro Rico de Potosí.
La vida tenía ya, ese momento en que, de rodillas dio gracias al Altísimo, otro color y campo de profundidad.
Mamani contaba ya en una cuenta bancaria 10.000 dólares que el potentado empresario Leonardo Farkas había depositado hacía días en las cuentas individuales de los 33.
Mamani, a quien el presidente Evo Morales prometió un puesto en la principal empresa boliviana, Yacimientos Petrolíferos Fiscales y también una vivienda es, de lejos, el minero insignia de Bolivia.
Su vida ha dado un giro copernicano.
Apenas le den alta en el hospital general de Copiapó, que funge nada más de estación y donde es evaluado desde el momento en que fue sacado del vientre de la tierra, le esperan viajes, por lo pronto, a Madrid y Atenas.
También pensiones vitalicias, trabajos más generosos y, celebridad a granel.
De hecho la salud y educación de su familia corren por cuenta del Estado chileno.
El estado de necesidad de este hombre joven ha sido ya revertido.
Los mineros que protagonizaron la mayor operación de salvamento de la historia de la humanidad, entraron anónimos y salieron héroes tras 70 días soterrados.
Mamani y sus 32 compañeros tienen la vida virtualmente asegurada.
Por sus testimonios las grandes cadenas de televisión internacional están dispuestas a pagar miles de dólares.
Los apellidos Mamani Soliz de Carlos se perpetuarán en libros películas y documentales.
Mamani, de acuerdo con sus compañeros para crear un fondo de ayuda a los mineros, siempre pobres y vulnerables, vendrá en dos semanas a Bolivia, lo espera Evo Morales, pero su vida parece enraizarse en Chile.