Parados en España: Esta generación busca un plan B
Madrid, El País
Sienten que están en el lugar y en el sitio equivocados. Han caído nada más empezar a andar. A Iván Miguel, de 23 años, le despidieron de su puesto de camarero al día siguiente de que España ganara el Mundial. Lorena, de 30, tiene dos carreras y emigra a Londres después de un año y medio en paro. David vuelve a estudiar para tener alguna opción. Coral es doctora y vive la pesadilla del eterno retorno: cuando estudiaba trabajó de cajera; ahora no encuentra empleo y le aterroriza verse a sí misma vestida con el mismo uniforme del supermercado diez años después. Otros nunca consiguieron trabajo. La crisis, que alguna vez creyeron que era cosa de los banqueros, se ha cruzado en su camino y, dos años después de hacer saltar los diques de Wall Street, ha llamado a sus puertas y quebrado sus expectativas.
Toda una generación de jóvenes españoles, azotada por el paro más alto de Europa, improvisa un 'plan B' mientras ve cómo se agranda la brecha generacional, cómo el paraíso intuido se aleja, cómo empiezan a vivir peor que sus hermanos mayores, cómo se limita su acceso al trabajo, la casa o el coche, cómo se esfuerzan pero no avanzan. Y con ellos el futuro de España y de su economía. EL PAÍS arranca hoy, con las historias de Iván, Coral, Lorena, David y muchos otros una serie sobre una generación de jóvenes que sufre el paro y la precariedad. Su retrato se ofrecerá diariamente y a lo largo de las próximas semanas en las páginas del periódico y en la web.
En www.elpais.com/especial/preparados se publicarán más reportajes, se organizarán debates con expertos y se difundirán vídeos con testimonios. Los lectores pueden participar enviando su opinión a yosoyunjovenencrisis@elpais.es y en Eskup, la red social de EL PAÍS, hay un espacio abierto al intercambio entre lectores en el que también intervendrán los diez periodistas, menores de 35 años, que trabajan en la serie.
Este verano, Lorena Núñez era la socorrista de una piscina en Lugo. Leía un libro a ratos, cuando no había nadie en el agua. Dice que muchos bañistas se acercaban a preguntarle "por la novela". Se ríe al acordarse de la cara de sorpresa que se les quedaba al ver que era un manual de energía fotovoltaica. La cara de más sorpresa la ponían luego, cuando ella les contaba que está haciendo un máster en energías renovables, que tiene otro de prevención de riesgos laborales, y que es licenciada en Químicas e ingeniera técnica industrial. Tiene 30 años y busca trabajo. Cualquier trabajo
La noche en que Iniesta convirtió a España en campeona del mundo, Iván Miguel, de 23 años, salió a la calle a celebrarlo. Las cosas volvían a irle a bien: tras pasar dos años en el paro, llevaba un mes trabajando de camarero. El contrato debía acabar en octubre. Pero a la mañana siguiente, con la euforia aún en el cuerpo, recibió un SMS: "Tengo que hablar contigo". "Era el encargado. Me despidió. Pasé de estar feliz a que se me cayera el mundo encima. Ya no me quedaba paro, que no dura siempre". Indemnización y otra vez a pensar qué hacer.
Iván está sentado en una terraza de la plaza de su pueblo, Barajas, en Madrid. Vive con sus padres y su hermano de 11 años. "Ellos ya tienen lo suyo", cuenta algo incómodo. "Ya no tengo 14 años para decirle: papá, dame 20 euros para salir... aunque a veces les pido. Quieres hacer tu vida y no puedes. Ahora tengo que pagar el coche y un dinero que le debo a mis padres". Desde que en el verano de 2008 perdió su empleo de electricista -solo participó durante un año del festín inmobiliario-, el ambiente en casa no es el mejor. "Me apoyan, pero también me dicen que encuentre algo ya. Estudiar, ni me lo planteo por ahora. Estoy asfixiado, necesito trabajar. Lo suyo sería estar pagando ya un piso, o estar apuntado para ver si me toca uno de protección oficial. Pero no puede ser. Y tampoco puedo vender el coche porque en muchos trabajos me lo piden".
A finales de 2007, España parecía ir bien. Mientras Iván disfrutaba del coche comprado a plazos a golpe de obra (a unos 1.200 euros cada una), el mayor tsunami financiero de la historia avanzaba en su dirección. No lo vio venir. Ni él, ni los ministros de Economía de la UE, ni quienes tenían que tomar decisiones políticas. En octubre de aquel año, la tasa de paro de los menores de 25 en España era del 18,5%.
Once meses más tarde, en Nueva York se cocinaba la quiebra de Lehman Brothers, el gigante de inversión. Los Gobiernos empezaron a rescatar bancos, los créditos se endurecieron, la burbuja inmobiliaria estalló... y el paro, aquí, empezó a sumar puntos. El de los jóvenes también: 22,3% (octubre 2008), 34,8% (febrero 2009), 39,5% (enero 2010)... hasta el 42% de julio, último dato publicado. En tres años, se han esfumado 2,5 millones de puestos de trabajo de menores de 25 años en toda Europa. Uno de cada cuatro estaban en España, cuya tasa de desempleo duplica la de la UE.
Los veinteañeros tardarán una década en recuperar la tasa de empleo anterior al desplome. La crisis no solo ha mermado las expectativas de los que tienen entre 16 y 35 años. Sin solemnidades, tener a la mitad de una generación atrapada en el paro, frustrada y desmotivada es un lastre para la economía, que tendrá un enorme coste para España. Y si una generación se estanca, será difícil salir de la crisis, lo que a su vez dificultará que estos se integren. Un triste bucle. Y eso se parece bastante a la definición de problema de Estado. Aunque no esté en el debate político.
La crisis también ha abierto una brecha entre ellos y sus padres. Aquí y ahora existe una fisura entre trabajadores de un mismo nivel pero de generaciones distintas. Conviven dos realidades. "Los menores de 35 años, laboralmente tienen poco que ver con los de más de 40", dice el sociólogo Esteban Sánchez, que ha dirigido varios estudios sobre jóvenes y precariedad. "Hay una doble escala salarial. Y no es solo cuestión de cuánto se cobra. También tienen peores horarios, menos derechos...".
Mientras Lorena Núñez repasa los muchos cursos que ha hecho (el CAP para ser profesora de secundaria, el carné de operador de calderas...), cae en la ironía: solo el de salvamento acuático y primeros auxilios la rescató del paro. Por un par de meses. "De ingeniera prefieren contratar a alguien de los ciclos formativos, que cobran menos. Es muy difícil meter la patita. Aunque tengas prácticas y hayas trabajado de lo tuyo". Seguían sin llamar -tic-tac-, y Lorena se tragó sus expectativas y se puso a mandar currículos a todas partes: profesora de academia, camarera, limpiadora... "No me llaman ni para entrevistas. Vivo con mi hermana, que me mantiene con ayuda de mis padres, y de mis ahorros de dar clases sueltas o lo de la piscina... Siento que estoy en el momento y lugar equivocados".
Puede que toda una generación lo esté. "Más que perdida, está encontrando su lugar", dice Ceferí Soler, de la escuela de negocios ESADE, refiriéndose a la frase que pronunció el lunes pasado el director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Khan, en la Conferencia del Empleo de Oslo: "Si no se adoptan las medidas adecuadas para hacer frente a esta tragedia, el coste económico y social será tremendo porque estamos hablando de una generación perdida". Y no miro a nadie, podía haber añadido. Todo el mundo entendió que hablaba de España.
Lorena se ha comprado un billete de avión -tic-tac, tic-tac-. En octubre emigra a Londres. "Si no me voy, me estanco. Peor ya no puedo estar. Y no quiero que mis padres sigan preocupándose por mí", musita. Es consciente de que en Inglaterra las cosas tampoco serán fáciles. Allí el paro juvenil ronda el 19,7%, la tasa más alta desde 2005. Después de tres años de crisis, a la mayoría ya no le vale con resistir y esperar tiempos mejores. Ven cada vez más lejos la vida que tenían o que esperaban conseguir. La nueva realidad les ha obligado a improvisar un plan B sobre la marcha. Todos se preguntan, ¿cuánto va a durar esto?
La experiencia de las anteriores crisis económicas en España, la de 1976-1985 y la de 1991-1993, nos enseña que los efectos negativos sobre cada cohorte de edad (los nacidos en un periodo de cinco años) persisten en el tiempo. Hasta siete años después de que los economistas decreten que se acabó la recesión.
Luis Garrido, catedrático de Sociología de la UNED experto en el mercado laboral español, ha analizado estos datos para EL PAÍS. El objetivo era saber qué les sucedió a los jóvenes que vivieron otras crisis. En total son diez años perdidos colectivamente, tres de caída del empleo y siete para llegar al punto de partida. Eso si logran llegar. Porque algunos no consiguen recuperarse. Entre los que solo tienen estudios primarios, las sucesivas crisis han ido convirtiendo a un 7% en desocupados crónicos. "Es muy distinto lo que les sucede a los universitarios, que sí, también tardan 10 años, pero se recuperan. Alcanzan la situación anterior de empleo e incluso la mejoran".
¿Qué les va a pasar ahora a los que tienen entre 17 y 21 años, los últimos en llegar? "Todo indica que esos tres años de caída que se repiten en otras crisis están a punto de acabar", explica Garrido. "A partir de ahora, si todo va igual, les quedan siete años para volver a la casilla de salida".
Iván Miguel no pensaba que España fuera a ganar el Mundial de fútbol. Ni que la crisis fuera "esto". "Mi trabajo era un lujazo. Estudié un grado medio de FP de electricidad porque era lo que me gustaba. Antes, un electricista ganaba más que un universitario. Eso seguro. Fui el último en llegar y me sacaba entre 1.200 y 1.500 euros por obra. Me compré el coche, me pasé a contrato de teléfono móvil, y como a las seis de la tarde ya estaba en casa, podía jugar con mi equipo de fútbol, y tres veces a la semana entrenaba a chavales del colegio. Los fines de semana siempre libres, y los festivos, también".
Aquello duró un año. Hoy se muere por un trabajo de camarero por 900 euros brutos, 11 horas de trabajo diarias y un día libre a la semana. "Si no te gustaba tu trabajo, conseguías otro. Le decías al jefe que te pagara más... y ahora se lo dices y te responde que ahí está la puerta y que hay 800 como tú que trabajan por menos. Ahora te achicas a lo que sea".
El mercado laboral español es cruel con los extremos. No absorbe a quienes no estudian y frustra a los más formados. La sobrecualificación es uno de los viejos problemas estructurales que padecen los jóvenes. "Supone un derroche de talento que apenas se corrige, tampoco con la edad", dice Almudena Moreno, coautora del informe Juventud 2008. En Panorama de la educación 2010, la OCDE constata que un 40% de universitarios españoles se tienen que conformar con puestos que no requieren título superior.
Nada que sorprenda a Andreu López, sociólogo y colaborador habitual del Instituto de la Juventud. "Cada vez que voy al banco le pregunto a la persona que atiende en la ventanilla por su nivel de estudios. Las últimas cinco veces, la respuesta ha sido licenciado en Economía, Administración y Dirección de Empresas... Antes con un módulo bastaba. Es lo que llamamos el down pushing o presión hacia empleos de menor cualificación".
Uno de cada cinco licenciados menor de 30 años no encuentra trabajo (uno de cada tres, en los menores de 24). Ningún tipo de trabajo. El 3,7% de los doctores, tampoco. Para los menos formados, la cosa pinta mucho peor. Quienes se quedaron en la ESO sufren ahora un paro del 52%, que se dice pronto (62% si acotamos a los menores de 25). El riesgo de que muchos queden excluidos del mercado laboral es real. "Ese es EL problema", dice un experto del Ministerio de Trabajo. "La mayoría dejó de estudiar durante los años de crecimiento para emplearse en la construcción. Trabajando a destajo ganaron sus buenas pesetas, y hace mucho que se fueron del sistema educativo sin ninguna preparación". En 2008, la tasa de abandono escolar temprano (antes de terminar la ESO) era del 32% (17 puntos por encima de la media europea). "Recuperar a esas personas es el gran reto de este país", afirma. ¿Se están tomando medidas? "No muchas", confiesa.
Miércoles 15 de septiembre. En esta sala gris, de techos altos y llena de máquinas, todo el mundo está ocupado en algo. Algunos llevan guantes y mono de trabajo. Las aulas de este centro de formación para el empleo en Moratalaz, un barrio obrero de Madrid, parecen fábricas. Pero aquí no trabaja nadie. "Se aprende a ser frigorista", aclara David M., de 20 años.
"¿Currículo?". La pregunta provoca risas en el grupo de los que salen en la foto de portada de este suplemento. Estamos en el patio del centro de formación, adonde llega la cola del paro de la oficina de empleo que está justo al lado. "Yo nunca había tenido que enseñar un currículum. Iba a la obra y mostraba lo que sabía. Eso es lo que me exigían", dice Eduardo Cerrillo, de 33 años. Él siempre ha sido fontanero, desde los 16 años, y estudió la EGB. Vive con su novia, que también se ha quedado en paro. "El banco quiere lo suyo por la casa. Al final le he tenido que pedir un préstamo a mi padre". Otro compañero del curso de formación, Hernán García, de 31 años, ha tenido que volver a casa de sus padres. Lleva un año en paro. Ha trabajado desde los 16 de albañil, de administrativo, de montador de escenarios para eventos, de repartidor de comida a domicilio... y recuerda cuando "podías elegir en qué obra trabajar y si te interesaba o no".
Hace dos años de eso. Y aunque los expertos y mucha gente sospechaba que aquello era insostenible, tuvo que desplomarse para que viéramos lo absurdamente hinchada que llegó a estar. Solo después Hernán empezó a "hacer polígonos": repartir currículos por las empresas. Mañanas enteras. Ahora toca reciclarse.
David empezó este curso hace dos semanas, harto de no tener "el papel", dice. "El diploma de que has hecho una formación en condiciones, que es lo que te piden". Además le gusta. Tras acabar la ESO -"repetí dos veces, vas pasando de curso, acabas y te dices: ¿y ahora qué?"-, trabajó un año de mozo de almacén. "Mira, 540 euros por cuatro horas me venían perfecto. Me saqué el carné de conducir con mis ahorros, que eso lo hace poquita gente. Me entraba dinero por la cuenta, dejaba algo en casa, sin derroche, y tenía mi autonomía". En enero de 2009, cuando volvió a las ETT a buscar trabajo, se empezó a dar cuenta de que ya no valía con decir "yo sé hacer eso". "Si no llevas un título, ni en los Carrefour, ni en los Día, ni nada".
La educación es el sitio al que volver cuando en la calle hace frío. Este año, la FP ha tocado techo: se han inscrito 34.000 personas más que el año pasado (otros 40.000 se han quedado fuera por falta de plazas). También la Universidad lo ha notado: se han matriculado en Selectividad 230.000 alumnos más, el mayor aumento de los últimos 15 años. Y la Universidad Nacional de Educación a Distancia ha visto aumentar sus alumnos el 37%.
Pero por mucho que estudien, hay un factor contra el que es difícil luchar: cuando las cosas se ponen feas, el precario es el primero en salir. "Cuando hay una intensa destrucción de empleo, los jóvenes son los más vulnerables", explica Santos Ruesga, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid. "El mercado español tiene una capacidad de generación de empleo muy rápida, y en una crisis expulsa igual de rápido a los que se acaban de incorporar. Son los más baratos y prescindibles". Y a estos jóvenes que han sido expelidos de su puesto se suman los que luchan por conseguir el primer empleo. Porque si ya era difícil "meter la patita", ahora lo es muchísimo más. "Los que se incorporan al mercado laboral en un periodo recesivo sufren más precariedad, mayor sobrecualificación y peores salarios a lo largo de su vida que los que entran en un periodo expansivo", advierte José García-Calvo, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Coral Herrera, de 32 años, a veces piensa que se equivocó. En estudiar letras y en empeñarse en ser doctora en Estudios de Género. "Ya he tomado la decisión de buscar trabajo de lo que sea. Este verano he comprendido que tenía que rendirme, aunque sea solo en parte. Al principio te resistes mucho, piensas en lo que te costó escribir la tesis, en cómo te vendieron la carrera de Humanidades, que si iba a trabajar en un museo, o en la Universidad, o en un organismo tipo la Unesco". La semana pasada, cuando estaba enviando currículos a supermercados, se topó con una imagen-bucle que le provocó "horror". "Me vi a mí misma otra vez sentada en la caja, vestida con el mismo uniforme pasando latas por la cinta... diez años después, una carrera después, una tesis después. En ese supermercado no echo el currículo. Aunque solo sea por no sentir que es exactamente la misma situación".
Su plan de acción consiste en diseñar cinco tipos de currículo distintos, "porque para algunos trabajos ser doctora provoca rechazo. Así que lo he quitado". Y ahí anda, con su currículo de Coral la investigadora (con su doctorado sobre la construcción sociocultural del amor, su web, sus artículos en revistas, su trabajo en dos editoriales, su tesis), el de Coral la profesora (donde aparecen todas las academias en las que ha dado clase, en varias sin contrato ni Seguridad Social), Coral la conferenciante (con las charlas que ha dado sobre su tesis), Coral la actriz (lleva años haciendo teatro y tiene experiencia en producción) y Coral la valeparatodo. Ahí resalta todos los empleos que ha desempeñado mientras estudiaba: grabadora de datos, teleoperadora, camarera, encuestadora. "Llevo trabajando desde los 18 años y solo tengo un año cotizado", explica.
La famosa brecha. El joven que llega ahora al mercado laboral se encuentra un escenario totalmente distinto al que se encontraron sus padres. "Cuando los mayores les dicen que ellos también pasaron por lo mismo, no mienten, pero sí pasan por alto algunas cosas", dice Esteban Sánchez. "Ellos también sufrieron la temporalidad, pero esa situación no se prolongaba tanto. Era algo transitorio que ahora se ha convertido en un sistema laboral en sí mismo. Y esto puede crear una ruptura generacional. Porque el menor de 35 años no se identifica con nada relacionado con lo laboral, como sí lo hacen sus mayores. Ni con los sindicatos ni con la propia empresa. Si esta no le garantiza nada, ellos no sienten ninguna gratitud ni obligación hacia ella".
El resultado de esta realidad, es que solo uno de los entrevistados para este reportaje ha podido emanciparse. La falta de control sobre el trabajo acaba en una falta de control sobre la propia vida. "Si no saben dónde trabajarán en seis meses, no se compran una casa ni tienen hijos, y en la mayoría de casos, ni siquiera dejan el hogar paterno", continúa Sánchez.
Coral pudo salir de casa durante cuatro años, mientras escribía la tesis, porque recibió una beca doctoral y se fue a vivir a una casa que le prestaron sus abuelos. Ahora ha tenido que volver con sus padres y se siente "como una adolescente, no como una mujer de 32 años. Me han educado para ser independiente y valerme por mí misma. Estoy agradecida a mis padres, pero la convivencia es complicada. Llega un sábado, ligas por ahí y tienes que llamar a casa para decir que esa noche no vuelves a dormir. Otras veces no salgo, o salgo más tarde porque estoy harta de que mis amigos me paguen la cena, de heredar ropa de mis amigas, de no poder viajar, de poder ir solo a conciertos y exposiciones del circuito gratuito, de deberle dinero a mi familia y a algunos amigos".
A pesar de que el mercado laboral les ha fallado, los menores de 35 años han disfrutado de protección y apoyo familiar y, por lo general, de una vida cómoda. Han crecido disfrutando de unos derechos adquiridos por los que antes lucharon sus abuelos y sus padres. Pero los pilares del Estado del bienestar, que parecían intocables, en el nombre del déficit empiezan a no parecerlo tanto. La reforma laboral (contra la que el próximo 29 de septiembre hay convocada una huelga general) favorece el despido. Las pensiones, de las que el Gobierno ya no oculta que planea una reforma, posiblemente serán las próximas en salir mermadas.
Clara Fernández sabe que su futuro será distinto al de su madre. Tiene 25 años y vive con ella en Usera, un barrio obrero de Madrid. Ambas ilustran el cambio que ha vivido una generación. Su madre, Felipa Gil (57 años) es la cuarta de ocho hermanos y creció en un pueblo famoso por sus chorizos, Cantimpalos (Segovia). Llegó a la capital cuando su padre, que fue sereno, abrió una casa de huéspedes. "Pude estudiar porque una monja me seleccionó para hacer magisterio", cuenta Feli. Ya en Madrid, encontró trabajo en un colegio. A los 20 años la hicieron indefinida (conserva su primera nómina: 9.273 pesetas). A los 25, se casó. Años más tarde se separó y tiró para delante con sus dos hijas. A finales de los setenta compró en el humilde barrio de Usera un piso pequeño por dos millones de pesetas (12.000 euros) a un 14% de interés. En 1999 lo vendió "en tres días" y con lo que obtuvo más un crédito se compró otro de tres habitaciones por 15 millones (90.000 euros).
Y ahí vive con su hija menor, licenciada en Educación Social y Psicopedagogía. "Trabajo desde que tengo 18 años, pero solo me han pagado dos veces", explica Clara. "He cuidado de niños autistas, de adultos con discapacidad intelectual, he sido voluntaria en la planta de Oncología infantil del Hospital 12 de Octubre... Siempre gratis. La única vez que me pagaron cobré 300 euros por un mes de trabajo en un campamento para niños discapacitados. Y con responsabilidades: tenía que repartir medicamentos, algo completamente ilegal. En fin. Que, visto lo visto, he decidido apostar por mi otra gran pasión y estoy preparando las pruebas de acceso a la Real Escuela de Arte Dramático".
En Reino Unido, donde la crisis ha destruido 400.000 puestos de jóvenes (solo les supera España, con 644.000 empleos menos), hay quien ya avecina una lucha entre generaciones. El diputado conservador David Willetts, secretario de Estado de Universidades y Ciencia, publicó en enero un libro cuyo título deja clara su tesis: El robo. De cómo los 'baby boomers' robaron el futuro de sus hijos. Y de por qué deberían devolvérselo. La de los baby boomers es la generación de Felipa, nacidos en los cincuenta y sesenta. Y los hijos a los que habrían "robado el futuro", la de Clara. Willetts se apoya en un cálculo: los mayores de 50 años, los grandes beneficiados de la burbuja inmobiliaria, acumulan el 80% de la riqueza personal del país, dejando a sus hijos y nietos las migajas hasta que hereden, cosa que sucederá muy tarde gracias a la mayor longevidad.
El lunes pasado, Diana Díaz, una cacereña de 27 años, estaba comiendo con sus padres mientras veían el telediario cuando Strauss-Kahn dijo aquello de la "generación perdida". A Diana, licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas, con un MBA, dos años de experiencia en agencias por 300 o 500 euros al mes y en paro desde febrero, se le cayó una lágrima. "Perdido es negativo, es un punto de no retorno, es quedarse en el camino", cuenta por teléfono. "Si hasta el FMI te pone la etiqueta, es que estás acabado. Y ya es lo que nos faltaba. Que lo hemos pasado fatal en casa".
Igual que en la de David, de Coral, de Iván, de Lorena, de Hernán, de Eduardo. Cuando Diana apagó la tele, escribió una carta al director que EL PAÍS publicó el viernes. Acaba así: "(...) Dominique, déjeme decirle que, en la cocina de mi casa, su generación perdida rumia los días interminables de un sistema financiero en el que apenas se ha visto involucrada. En la cocina de mi casa, Dominique, la mía, mañana, seguirá siendo la 'generación esperanzada"
Sienten que están en el lugar y en el sitio equivocados. Han caído nada más empezar a andar. A Iván Miguel, de 23 años, le despidieron de su puesto de camarero al día siguiente de que España ganara el Mundial. Lorena, de 30, tiene dos carreras y emigra a Londres después de un año y medio en paro. David vuelve a estudiar para tener alguna opción. Coral es doctora y vive la pesadilla del eterno retorno: cuando estudiaba trabajó de cajera; ahora no encuentra empleo y le aterroriza verse a sí misma vestida con el mismo uniforme del supermercado diez años después. Otros nunca consiguieron trabajo. La crisis, que alguna vez creyeron que era cosa de los banqueros, se ha cruzado en su camino y, dos años después de hacer saltar los diques de Wall Street, ha llamado a sus puertas y quebrado sus expectativas.
Toda una generación de jóvenes españoles, azotada por el paro más alto de Europa, improvisa un 'plan B' mientras ve cómo se agranda la brecha generacional, cómo el paraíso intuido se aleja, cómo empiezan a vivir peor que sus hermanos mayores, cómo se limita su acceso al trabajo, la casa o el coche, cómo se esfuerzan pero no avanzan. Y con ellos el futuro de España y de su economía. EL PAÍS arranca hoy, con las historias de Iván, Coral, Lorena, David y muchos otros una serie sobre una generación de jóvenes que sufre el paro y la precariedad. Su retrato se ofrecerá diariamente y a lo largo de las próximas semanas en las páginas del periódico y en la web.
En www.elpais.com/especial/preparados se publicarán más reportajes, se organizarán debates con expertos y se difundirán vídeos con testimonios. Los lectores pueden participar enviando su opinión a yosoyunjovenencrisis@elpais.es y en Eskup, la red social de EL PAÍS, hay un espacio abierto al intercambio entre lectores en el que también intervendrán los diez periodistas, menores de 35 años, que trabajan en la serie.
Este verano, Lorena Núñez era la socorrista de una piscina en Lugo. Leía un libro a ratos, cuando no había nadie en el agua. Dice que muchos bañistas se acercaban a preguntarle "por la novela". Se ríe al acordarse de la cara de sorpresa que se les quedaba al ver que era un manual de energía fotovoltaica. La cara de más sorpresa la ponían luego, cuando ella les contaba que está haciendo un máster en energías renovables, que tiene otro de prevención de riesgos laborales, y que es licenciada en Químicas e ingeniera técnica industrial. Tiene 30 años y busca trabajo. Cualquier trabajo
La noche en que Iniesta convirtió a España en campeona del mundo, Iván Miguel, de 23 años, salió a la calle a celebrarlo. Las cosas volvían a irle a bien: tras pasar dos años en el paro, llevaba un mes trabajando de camarero. El contrato debía acabar en octubre. Pero a la mañana siguiente, con la euforia aún en el cuerpo, recibió un SMS: "Tengo que hablar contigo". "Era el encargado. Me despidió. Pasé de estar feliz a que se me cayera el mundo encima. Ya no me quedaba paro, que no dura siempre". Indemnización y otra vez a pensar qué hacer.
Iván está sentado en una terraza de la plaza de su pueblo, Barajas, en Madrid. Vive con sus padres y su hermano de 11 años. "Ellos ya tienen lo suyo", cuenta algo incómodo. "Ya no tengo 14 años para decirle: papá, dame 20 euros para salir... aunque a veces les pido. Quieres hacer tu vida y no puedes. Ahora tengo que pagar el coche y un dinero que le debo a mis padres". Desde que en el verano de 2008 perdió su empleo de electricista -solo participó durante un año del festín inmobiliario-, el ambiente en casa no es el mejor. "Me apoyan, pero también me dicen que encuentre algo ya. Estudiar, ni me lo planteo por ahora. Estoy asfixiado, necesito trabajar. Lo suyo sería estar pagando ya un piso, o estar apuntado para ver si me toca uno de protección oficial. Pero no puede ser. Y tampoco puedo vender el coche porque en muchos trabajos me lo piden".
A finales de 2007, España parecía ir bien. Mientras Iván disfrutaba del coche comprado a plazos a golpe de obra (a unos 1.200 euros cada una), el mayor tsunami financiero de la historia avanzaba en su dirección. No lo vio venir. Ni él, ni los ministros de Economía de la UE, ni quienes tenían que tomar decisiones políticas. En octubre de aquel año, la tasa de paro de los menores de 25 en España era del 18,5%.
Once meses más tarde, en Nueva York se cocinaba la quiebra de Lehman Brothers, el gigante de inversión. Los Gobiernos empezaron a rescatar bancos, los créditos se endurecieron, la burbuja inmobiliaria estalló... y el paro, aquí, empezó a sumar puntos. El de los jóvenes también: 22,3% (octubre 2008), 34,8% (febrero 2009), 39,5% (enero 2010)... hasta el 42% de julio, último dato publicado. En tres años, se han esfumado 2,5 millones de puestos de trabajo de menores de 25 años en toda Europa. Uno de cada cuatro estaban en España, cuya tasa de desempleo duplica la de la UE.
Los veinteañeros tardarán una década en recuperar la tasa de empleo anterior al desplome. La crisis no solo ha mermado las expectativas de los que tienen entre 16 y 35 años. Sin solemnidades, tener a la mitad de una generación atrapada en el paro, frustrada y desmotivada es un lastre para la economía, que tendrá un enorme coste para España. Y si una generación se estanca, será difícil salir de la crisis, lo que a su vez dificultará que estos se integren. Un triste bucle. Y eso se parece bastante a la definición de problema de Estado. Aunque no esté en el debate político.
La crisis también ha abierto una brecha entre ellos y sus padres. Aquí y ahora existe una fisura entre trabajadores de un mismo nivel pero de generaciones distintas. Conviven dos realidades. "Los menores de 35 años, laboralmente tienen poco que ver con los de más de 40", dice el sociólogo Esteban Sánchez, que ha dirigido varios estudios sobre jóvenes y precariedad. "Hay una doble escala salarial. Y no es solo cuestión de cuánto se cobra. También tienen peores horarios, menos derechos...".
Mientras Lorena Núñez repasa los muchos cursos que ha hecho (el CAP para ser profesora de secundaria, el carné de operador de calderas...), cae en la ironía: solo el de salvamento acuático y primeros auxilios la rescató del paro. Por un par de meses. "De ingeniera prefieren contratar a alguien de los ciclos formativos, que cobran menos. Es muy difícil meter la patita. Aunque tengas prácticas y hayas trabajado de lo tuyo". Seguían sin llamar -tic-tac-, y Lorena se tragó sus expectativas y se puso a mandar currículos a todas partes: profesora de academia, camarera, limpiadora... "No me llaman ni para entrevistas. Vivo con mi hermana, que me mantiene con ayuda de mis padres, y de mis ahorros de dar clases sueltas o lo de la piscina... Siento que estoy en el momento y lugar equivocados".
Puede que toda una generación lo esté. "Más que perdida, está encontrando su lugar", dice Ceferí Soler, de la escuela de negocios ESADE, refiriéndose a la frase que pronunció el lunes pasado el director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Khan, en la Conferencia del Empleo de Oslo: "Si no se adoptan las medidas adecuadas para hacer frente a esta tragedia, el coste económico y social será tremendo porque estamos hablando de una generación perdida". Y no miro a nadie, podía haber añadido. Todo el mundo entendió que hablaba de España.
Lorena se ha comprado un billete de avión -tic-tac, tic-tac-. En octubre emigra a Londres. "Si no me voy, me estanco. Peor ya no puedo estar. Y no quiero que mis padres sigan preocupándose por mí", musita. Es consciente de que en Inglaterra las cosas tampoco serán fáciles. Allí el paro juvenil ronda el 19,7%, la tasa más alta desde 2005. Después de tres años de crisis, a la mayoría ya no le vale con resistir y esperar tiempos mejores. Ven cada vez más lejos la vida que tenían o que esperaban conseguir. La nueva realidad les ha obligado a improvisar un plan B sobre la marcha. Todos se preguntan, ¿cuánto va a durar esto?
La experiencia de las anteriores crisis económicas en España, la de 1976-1985 y la de 1991-1993, nos enseña que los efectos negativos sobre cada cohorte de edad (los nacidos en un periodo de cinco años) persisten en el tiempo. Hasta siete años después de que los economistas decreten que se acabó la recesión.
Luis Garrido, catedrático de Sociología de la UNED experto en el mercado laboral español, ha analizado estos datos para EL PAÍS. El objetivo era saber qué les sucedió a los jóvenes que vivieron otras crisis. En total son diez años perdidos colectivamente, tres de caída del empleo y siete para llegar al punto de partida. Eso si logran llegar. Porque algunos no consiguen recuperarse. Entre los que solo tienen estudios primarios, las sucesivas crisis han ido convirtiendo a un 7% en desocupados crónicos. "Es muy distinto lo que les sucede a los universitarios, que sí, también tardan 10 años, pero se recuperan. Alcanzan la situación anterior de empleo e incluso la mejoran".
¿Qué les va a pasar ahora a los que tienen entre 17 y 21 años, los últimos en llegar? "Todo indica que esos tres años de caída que se repiten en otras crisis están a punto de acabar", explica Garrido. "A partir de ahora, si todo va igual, les quedan siete años para volver a la casilla de salida".
Iván Miguel no pensaba que España fuera a ganar el Mundial de fútbol. Ni que la crisis fuera "esto". "Mi trabajo era un lujazo. Estudié un grado medio de FP de electricidad porque era lo que me gustaba. Antes, un electricista ganaba más que un universitario. Eso seguro. Fui el último en llegar y me sacaba entre 1.200 y 1.500 euros por obra. Me compré el coche, me pasé a contrato de teléfono móvil, y como a las seis de la tarde ya estaba en casa, podía jugar con mi equipo de fútbol, y tres veces a la semana entrenaba a chavales del colegio. Los fines de semana siempre libres, y los festivos, también".
Aquello duró un año. Hoy se muere por un trabajo de camarero por 900 euros brutos, 11 horas de trabajo diarias y un día libre a la semana. "Si no te gustaba tu trabajo, conseguías otro. Le decías al jefe que te pagara más... y ahora se lo dices y te responde que ahí está la puerta y que hay 800 como tú que trabajan por menos. Ahora te achicas a lo que sea".
El mercado laboral español es cruel con los extremos. No absorbe a quienes no estudian y frustra a los más formados. La sobrecualificación es uno de los viejos problemas estructurales que padecen los jóvenes. "Supone un derroche de talento que apenas se corrige, tampoco con la edad", dice Almudena Moreno, coautora del informe Juventud 2008. En Panorama de la educación 2010, la OCDE constata que un 40% de universitarios españoles se tienen que conformar con puestos que no requieren título superior.
Nada que sorprenda a Andreu López, sociólogo y colaborador habitual del Instituto de la Juventud. "Cada vez que voy al banco le pregunto a la persona que atiende en la ventanilla por su nivel de estudios. Las últimas cinco veces, la respuesta ha sido licenciado en Economía, Administración y Dirección de Empresas... Antes con un módulo bastaba. Es lo que llamamos el down pushing o presión hacia empleos de menor cualificación".
Uno de cada cinco licenciados menor de 30 años no encuentra trabajo (uno de cada tres, en los menores de 24). Ningún tipo de trabajo. El 3,7% de los doctores, tampoco. Para los menos formados, la cosa pinta mucho peor. Quienes se quedaron en la ESO sufren ahora un paro del 52%, que se dice pronto (62% si acotamos a los menores de 25). El riesgo de que muchos queden excluidos del mercado laboral es real. "Ese es EL problema", dice un experto del Ministerio de Trabajo. "La mayoría dejó de estudiar durante los años de crecimiento para emplearse en la construcción. Trabajando a destajo ganaron sus buenas pesetas, y hace mucho que se fueron del sistema educativo sin ninguna preparación". En 2008, la tasa de abandono escolar temprano (antes de terminar la ESO) era del 32% (17 puntos por encima de la media europea). "Recuperar a esas personas es el gran reto de este país", afirma. ¿Se están tomando medidas? "No muchas", confiesa.
Miércoles 15 de septiembre. En esta sala gris, de techos altos y llena de máquinas, todo el mundo está ocupado en algo. Algunos llevan guantes y mono de trabajo. Las aulas de este centro de formación para el empleo en Moratalaz, un barrio obrero de Madrid, parecen fábricas. Pero aquí no trabaja nadie. "Se aprende a ser frigorista", aclara David M., de 20 años.
"¿Currículo?". La pregunta provoca risas en el grupo de los que salen en la foto de portada de este suplemento. Estamos en el patio del centro de formación, adonde llega la cola del paro de la oficina de empleo que está justo al lado. "Yo nunca había tenido que enseñar un currículum. Iba a la obra y mostraba lo que sabía. Eso es lo que me exigían", dice Eduardo Cerrillo, de 33 años. Él siempre ha sido fontanero, desde los 16 años, y estudió la EGB. Vive con su novia, que también se ha quedado en paro. "El banco quiere lo suyo por la casa. Al final le he tenido que pedir un préstamo a mi padre". Otro compañero del curso de formación, Hernán García, de 31 años, ha tenido que volver a casa de sus padres. Lleva un año en paro. Ha trabajado desde los 16 de albañil, de administrativo, de montador de escenarios para eventos, de repartidor de comida a domicilio... y recuerda cuando "podías elegir en qué obra trabajar y si te interesaba o no".
Hace dos años de eso. Y aunque los expertos y mucha gente sospechaba que aquello era insostenible, tuvo que desplomarse para que viéramos lo absurdamente hinchada que llegó a estar. Solo después Hernán empezó a "hacer polígonos": repartir currículos por las empresas. Mañanas enteras. Ahora toca reciclarse.
David empezó este curso hace dos semanas, harto de no tener "el papel", dice. "El diploma de que has hecho una formación en condiciones, que es lo que te piden". Además le gusta. Tras acabar la ESO -"repetí dos veces, vas pasando de curso, acabas y te dices: ¿y ahora qué?"-, trabajó un año de mozo de almacén. "Mira, 540 euros por cuatro horas me venían perfecto. Me saqué el carné de conducir con mis ahorros, que eso lo hace poquita gente. Me entraba dinero por la cuenta, dejaba algo en casa, sin derroche, y tenía mi autonomía". En enero de 2009, cuando volvió a las ETT a buscar trabajo, se empezó a dar cuenta de que ya no valía con decir "yo sé hacer eso". "Si no llevas un título, ni en los Carrefour, ni en los Día, ni nada".
La educación es el sitio al que volver cuando en la calle hace frío. Este año, la FP ha tocado techo: se han inscrito 34.000 personas más que el año pasado (otros 40.000 se han quedado fuera por falta de plazas). También la Universidad lo ha notado: se han matriculado en Selectividad 230.000 alumnos más, el mayor aumento de los últimos 15 años. Y la Universidad Nacional de Educación a Distancia ha visto aumentar sus alumnos el 37%.
Pero por mucho que estudien, hay un factor contra el que es difícil luchar: cuando las cosas se ponen feas, el precario es el primero en salir. "Cuando hay una intensa destrucción de empleo, los jóvenes son los más vulnerables", explica Santos Ruesga, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid. "El mercado español tiene una capacidad de generación de empleo muy rápida, y en una crisis expulsa igual de rápido a los que se acaban de incorporar. Son los más baratos y prescindibles". Y a estos jóvenes que han sido expelidos de su puesto se suman los que luchan por conseguir el primer empleo. Porque si ya era difícil "meter la patita", ahora lo es muchísimo más. "Los que se incorporan al mercado laboral en un periodo recesivo sufren más precariedad, mayor sobrecualificación y peores salarios a lo largo de su vida que los que entran en un periodo expansivo", advierte José García-Calvo, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Coral Herrera, de 32 años, a veces piensa que se equivocó. En estudiar letras y en empeñarse en ser doctora en Estudios de Género. "Ya he tomado la decisión de buscar trabajo de lo que sea. Este verano he comprendido que tenía que rendirme, aunque sea solo en parte. Al principio te resistes mucho, piensas en lo que te costó escribir la tesis, en cómo te vendieron la carrera de Humanidades, que si iba a trabajar en un museo, o en la Universidad, o en un organismo tipo la Unesco". La semana pasada, cuando estaba enviando currículos a supermercados, se topó con una imagen-bucle que le provocó "horror". "Me vi a mí misma otra vez sentada en la caja, vestida con el mismo uniforme pasando latas por la cinta... diez años después, una carrera después, una tesis después. En ese supermercado no echo el currículo. Aunque solo sea por no sentir que es exactamente la misma situación".
Su plan de acción consiste en diseñar cinco tipos de currículo distintos, "porque para algunos trabajos ser doctora provoca rechazo. Así que lo he quitado". Y ahí anda, con su currículo de Coral la investigadora (con su doctorado sobre la construcción sociocultural del amor, su web, sus artículos en revistas, su trabajo en dos editoriales, su tesis), el de Coral la profesora (donde aparecen todas las academias en las que ha dado clase, en varias sin contrato ni Seguridad Social), Coral la conferenciante (con las charlas que ha dado sobre su tesis), Coral la actriz (lleva años haciendo teatro y tiene experiencia en producción) y Coral la valeparatodo. Ahí resalta todos los empleos que ha desempeñado mientras estudiaba: grabadora de datos, teleoperadora, camarera, encuestadora. "Llevo trabajando desde los 18 años y solo tengo un año cotizado", explica.
La famosa brecha. El joven que llega ahora al mercado laboral se encuentra un escenario totalmente distinto al que se encontraron sus padres. "Cuando los mayores les dicen que ellos también pasaron por lo mismo, no mienten, pero sí pasan por alto algunas cosas", dice Esteban Sánchez. "Ellos también sufrieron la temporalidad, pero esa situación no se prolongaba tanto. Era algo transitorio que ahora se ha convertido en un sistema laboral en sí mismo. Y esto puede crear una ruptura generacional. Porque el menor de 35 años no se identifica con nada relacionado con lo laboral, como sí lo hacen sus mayores. Ni con los sindicatos ni con la propia empresa. Si esta no le garantiza nada, ellos no sienten ninguna gratitud ni obligación hacia ella".
El resultado de esta realidad, es que solo uno de los entrevistados para este reportaje ha podido emanciparse. La falta de control sobre el trabajo acaba en una falta de control sobre la propia vida. "Si no saben dónde trabajarán en seis meses, no se compran una casa ni tienen hijos, y en la mayoría de casos, ni siquiera dejan el hogar paterno", continúa Sánchez.
Coral pudo salir de casa durante cuatro años, mientras escribía la tesis, porque recibió una beca doctoral y se fue a vivir a una casa que le prestaron sus abuelos. Ahora ha tenido que volver con sus padres y se siente "como una adolescente, no como una mujer de 32 años. Me han educado para ser independiente y valerme por mí misma. Estoy agradecida a mis padres, pero la convivencia es complicada. Llega un sábado, ligas por ahí y tienes que llamar a casa para decir que esa noche no vuelves a dormir. Otras veces no salgo, o salgo más tarde porque estoy harta de que mis amigos me paguen la cena, de heredar ropa de mis amigas, de no poder viajar, de poder ir solo a conciertos y exposiciones del circuito gratuito, de deberle dinero a mi familia y a algunos amigos".
A pesar de que el mercado laboral les ha fallado, los menores de 35 años han disfrutado de protección y apoyo familiar y, por lo general, de una vida cómoda. Han crecido disfrutando de unos derechos adquiridos por los que antes lucharon sus abuelos y sus padres. Pero los pilares del Estado del bienestar, que parecían intocables, en el nombre del déficit empiezan a no parecerlo tanto. La reforma laboral (contra la que el próximo 29 de septiembre hay convocada una huelga general) favorece el despido. Las pensiones, de las que el Gobierno ya no oculta que planea una reforma, posiblemente serán las próximas en salir mermadas.
Clara Fernández sabe que su futuro será distinto al de su madre. Tiene 25 años y vive con ella en Usera, un barrio obrero de Madrid. Ambas ilustran el cambio que ha vivido una generación. Su madre, Felipa Gil (57 años) es la cuarta de ocho hermanos y creció en un pueblo famoso por sus chorizos, Cantimpalos (Segovia). Llegó a la capital cuando su padre, que fue sereno, abrió una casa de huéspedes. "Pude estudiar porque una monja me seleccionó para hacer magisterio", cuenta Feli. Ya en Madrid, encontró trabajo en un colegio. A los 20 años la hicieron indefinida (conserva su primera nómina: 9.273 pesetas). A los 25, se casó. Años más tarde se separó y tiró para delante con sus dos hijas. A finales de los setenta compró en el humilde barrio de Usera un piso pequeño por dos millones de pesetas (12.000 euros) a un 14% de interés. En 1999 lo vendió "en tres días" y con lo que obtuvo más un crédito se compró otro de tres habitaciones por 15 millones (90.000 euros).
Y ahí vive con su hija menor, licenciada en Educación Social y Psicopedagogía. "Trabajo desde que tengo 18 años, pero solo me han pagado dos veces", explica Clara. "He cuidado de niños autistas, de adultos con discapacidad intelectual, he sido voluntaria en la planta de Oncología infantil del Hospital 12 de Octubre... Siempre gratis. La única vez que me pagaron cobré 300 euros por un mes de trabajo en un campamento para niños discapacitados. Y con responsabilidades: tenía que repartir medicamentos, algo completamente ilegal. En fin. Que, visto lo visto, he decidido apostar por mi otra gran pasión y estoy preparando las pruebas de acceso a la Real Escuela de Arte Dramático".
En Reino Unido, donde la crisis ha destruido 400.000 puestos de jóvenes (solo les supera España, con 644.000 empleos menos), hay quien ya avecina una lucha entre generaciones. El diputado conservador David Willetts, secretario de Estado de Universidades y Ciencia, publicó en enero un libro cuyo título deja clara su tesis: El robo. De cómo los 'baby boomers' robaron el futuro de sus hijos. Y de por qué deberían devolvérselo. La de los baby boomers es la generación de Felipa, nacidos en los cincuenta y sesenta. Y los hijos a los que habrían "robado el futuro", la de Clara. Willetts se apoya en un cálculo: los mayores de 50 años, los grandes beneficiados de la burbuja inmobiliaria, acumulan el 80% de la riqueza personal del país, dejando a sus hijos y nietos las migajas hasta que hereden, cosa que sucederá muy tarde gracias a la mayor longevidad.
El lunes pasado, Diana Díaz, una cacereña de 27 años, estaba comiendo con sus padres mientras veían el telediario cuando Strauss-Kahn dijo aquello de la "generación perdida". A Diana, licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas, con un MBA, dos años de experiencia en agencias por 300 o 500 euros al mes y en paro desde febrero, se le cayó una lágrima. "Perdido es negativo, es un punto de no retorno, es quedarse en el camino", cuenta por teléfono. "Si hasta el FMI te pone la etiqueta, es que estás acabado. Y ya es lo que nos faltaba. Que lo hemos pasado fatal en casa".
Igual que en la de David, de Coral, de Iván, de Lorena, de Hernán, de Eduardo. Cuando Diana apagó la tele, escribió una carta al director que EL PAÍS publicó el viernes. Acaba así: "(...) Dominique, déjeme decirle que, en la cocina de mi casa, su generación perdida rumia los días interminables de un sistema financiero en el que apenas se ha visto involucrada. En la cocina de mi casa, Dominique, la mía, mañana, seguirá siendo la 'generación esperanzada"