La violencia amenaza con socavar en las urnas el poder de Chávez

Pablo Ordaz, Caracas, El País
Oneida y Mariela, sentadas en un escalón de la morgue central de Caracas, no esperan justicia, solamente lloran. A su hermano Harrison lo mataron el viernes a las ocho y media, bajo el puntual aguacero de todas las tardes, a dos cuadras de su casa, no se sabe por orden de quién ni para qué, porque ni siquiera le quitaron lo que llevaba encima.

Harrison, que el lunes hubiese cumplido 24 años y era padre de un crío de tres, ya es parte de una estadística que dice que en la capital de Venezuela murieron asesinadas en 2009 más de 19.000 personas, la mayoría hombres jóvenes, lo que arroja una tasa de 75 homicidios por cada 100.000 habitantes. Una tasa que triplica la media de Latinoamérica, dobla la de Colombia y multiplica por nueve la de México. Pero todas esas cifras poco importan ya a Oneida y a Mariela, que no esperan ni consuelo ni justicia, solo un ataúd de los que regala el Gobierno de Hugo Chávez a los jóvenes que no puede mantener con vida.

Es sin duda la violencia el principal problema de Venezuela. Pero el presidente Chávez, entre cuyas virtudes no incluye la de la autocrítica, prefiere seguir atribuyendo los males del país a factores ajenos a su gestión. A pesar de llevar ya 11 años en el poder, la culpa sigue siendo de la IV República, de "los escuálidos" dirigentes de la oposición, del capitalismo yanqui o incluso de la cerveza: "Es una de las principales causas de la violencia, no se puede vender tanta cerveza como si fuera helado". El caso es que, en tanto se consigue atajar un problema tan grave, el Gobierno de Chávez está empeñado en ocultarlo. Hace ya cinco años que la Policía Científica dejó de ofrecer datos sobre homicidios y, a raíz de la publicación de una fotografía en la que se veía un montón de cadáveres desnudos y ensangrentados abandonados en el suelo de la morgue central de Caracas, prohibió al periódico que la publicó seguir informando de noticias sobre violencia. "Para no alterar el bienestar psicológico de niños, niñas y adolescentes", rezaba la prohibición.

Lo cierto es que, a las puertas de esa misma morgue, la de Bello Monte, cada amanecer se agolpan los familiares de las decenas de asesinados. Los periodistas de sucesos se acercan cada mañana y van anotando, una a una, historias como la de Oneida y Mariela: "No tenía enemigos, pero lo mataron... Iba a cumplir 24 años el lunes... Deja un bebé de tres años... No es justo que haya tantas muertes todos los fines de semana y no se publique nunca. Sacan en el periódico 30 cuando hay 60 o 70 muertes". O relatos concisos, tristes, serenos, como los de la madre de Noel: "Mataron a mi hijo Noel y a mi hermano Jorge Luis. Salieron a trabajar, les salieron unos tipos y... los mataron. No sabemos más nada. Tenían 26 años".

Hombres jóvenes, sin recursos, víctimas inocentes de una delincuencia irracional, capaz de matar por una Blackberry o por un par de zapatillas de deporte, o de jóvenes pandilleros en lucha por el control del territorio. A estos últimos los conoce bien Manuel Furelos, el comisario de la Policía de Sucre, un municipio de Caracas que es como una Venezuela pequeña, con sus diferentes clases sociales, sus 2.000 barrios y una favela que es la segunda más grande de América. El comisario Furelos, sentado en su despacho, cuenta cómo niños de siete años se sientan en la entrada de los barrios aparentando jugar a las canicas, pero teniendo como misión principal la de alertar a sus hermanos mayores -de 15 o 16 años- cuando un policía o alguien extraño ingresa en su territorio: "Sólo contamos con 1.800 policías para una población que requeriría al menos 5.500...".

La oposición, que boicoteó los comicios de 2005, tampoco utiliza el trazo fino en sus críticas. El ex baloncestista Iván Olivares, candidato de Primero Justicia, asegura que los seguidores del comandante armaron, en 2002, a la población para conjurar el golpe de Estado. "Yo vi camiones llenos de pistolas...". Lo cierto es que se calcula que en Venezuela hay 15 millones de armas, una por cada dos venezolanos. En un país donde un litro de agua embotellada cuesta más cara que 50 litros de gasolina, no es de extrañar que Oneida y Mariela no esperen justicia. Tan solo un ataúd de regalo.

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