Irak: Una catástrofe de siete años
Bagdad, El País
A un soldado estadounidense no se le ocurrió otra cosa que tapar la cara de la estatua con la bandera de EE UU. Aquello no gustó en la plaza. En una ciudad de cinco millones de personas, solo había unos 100 bagdadíes en la plaza. Estaban felices, iban a dar alpargatazos y a escupir sobre la imagen del dictador, pero ni a ellos les agradó ese alarde de patriotismo extranjero. Al rato, otro soldado quitó la bandera.
"Está muy bien que Sadam se haya ido. Ahora, que se marchen los americanos", comentaban muchos vecinos de la capital. Los marines tardaron media hora en derribar la estatua y siete años y cinco meses en abandonar el país. Los errores, muchos y variados, se sucedieron en ese periodo.
De entrada, permitieron que el caos se apoderase de Bagdad. Durante tres días, los palacios de Sadam fueron saqueados. Los coches de lujo, los sillones, las camas, las lámparas, las cuberterías... todo pasaba ante la mirada indulgente de los soldados estadounidenses, que tal vez pretendían granjearse de esa forma el calor del pueblo. Pero al saqueo de los palacios siguieron el de las gasolineras, las grandes tiendas, el Teatro Nacional, los hospitales, las universidades y el Museo Arqueológico, que albergaba piezas de más de 3.000 años de antigüedad, y la destrucción de la industria petrolera... Sin embargo, el Ministerio de Petróleo, donde se guardaba todo lo relacionado con los yacimientos petrolíferos, se encontraba bien protegido desde el primer momento por los marines.
De repente, el Estado desapareció. Fue disuelto el partido del régimen, el Baaz. Precisamente, el actual primer ministro, Nuri al Maliki, dirigió el comité de desbaazificación. Se desarticuló la Guardia Republicana, fuerzas de élite de Sadam. Las calles quedaron en manos de los violentos.
La gente acudía al teniente coronel Jim Chartier a pedirle orden y todo lo que eso implica: alimentos, electricidad, teléfono, agua, seguridad. El teniente coronel decía que en unos cuantos días todo volvería a la normalidad. Misión imposible una vez desmantelado el Estado. Sobre todo porque muchas medidas aprobadas por Paul Bremer, a cargo de la Autoridad Provisional de la Coalición -una especie de Gobierno de transición antes del traspaso formal, aunque limitado, de la soberanía a un Ejecutivo iraquí en junio de 2004-, se revelaron casi delirantes. Aprobar una ley para la protección de diseños de microchips no parecía una prioridad para los iraquíes.
El 1 de mayo de 2003, el presidente George W. Bush declaró el fin de las operaciones militares. Prosiguieron varios años más. Y lo peor estaba por llegar. En siete años han perecido 100.000 civiles iraquíes, y más de un millón se han exiliado.
El 14 de diciembre, poco después del mediodía, los tiros al aire empezaron a oírse en Bagdad. Tres horas después, se anunciaba la captura, la víspera, de Sadam Husein. La enorme alegría que mostraban chiíes y kurdos chocaba con las caras largas de otros muchos iraquíes, al menos en Bagdad y en las zonas de población suní, en el centro de Irak.
Sadam había sido detenido el día 13 en una pequeña caseta pocos kilómetros al sur de Tikrit, su ciudad natal. Un ejemplar de la novela Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski, estaba sobre un camastro del cuchitril en el que dormía. Cuando el dictador escuchaba el ruido de vehículos militares o recibía el soplo de sus protectores, se escondía en un agujero bajo tierra de metro y medio de largo por 80 centímetros de altura. Un pequeño ventilador permitía respirar. Y entonces, con el sátrapa en manos de los militares estadounidenses, se adoptó otra decisión que no sentó bien a muchos iraquíes: difundir el reconocimiento médico de Sadam Husein. El doctor examinaba la dentadura del dictador, con barba larga y despeinado. Pocos días antes, el ministro de Justicia iraquí presentaba el tribunal que juzgaría a Sadam. Se mantuvo en vigor la pena de muerte y se rechazó la formación de un tribunal internacional. Fue ahorcado el 30 de diciembre de 2006. El vídeo de su ejecución también fue difundido.
En mayo de 2004 también fueron difundidas las fotografías de las torturas sufridas por prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib, otro golpe devastador para la imagen de las tropas ocupantes.
En 2006, después de la voladura de una importante mezquita chií en la ciudad de Samarra, se desató una cruenta guerra civil entre chiíes y suníes. Durante un par de años, el hallazgo de cadáveres asesinados de los modos más salvajes -varios occidentales ya habían sido degollados por seguidores de Al Qaeda- dejó de ser noticia.
Y las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía el régimen iraquí de Sadam Husein, el argumento principal empleado por la Administración de Bush para lanzar la guerra, jamás aparecieron.
A un soldado estadounidense no se le ocurrió otra cosa que tapar la cara de la estatua con la bandera de EE UU. Aquello no gustó en la plaza. En una ciudad de cinco millones de personas, solo había unos 100 bagdadíes en la plaza. Estaban felices, iban a dar alpargatazos y a escupir sobre la imagen del dictador, pero ni a ellos les agradó ese alarde de patriotismo extranjero. Al rato, otro soldado quitó la bandera.
"Está muy bien que Sadam se haya ido. Ahora, que se marchen los americanos", comentaban muchos vecinos de la capital. Los marines tardaron media hora en derribar la estatua y siete años y cinco meses en abandonar el país. Los errores, muchos y variados, se sucedieron en ese periodo.
De entrada, permitieron que el caos se apoderase de Bagdad. Durante tres días, los palacios de Sadam fueron saqueados. Los coches de lujo, los sillones, las camas, las lámparas, las cuberterías... todo pasaba ante la mirada indulgente de los soldados estadounidenses, que tal vez pretendían granjearse de esa forma el calor del pueblo. Pero al saqueo de los palacios siguieron el de las gasolineras, las grandes tiendas, el Teatro Nacional, los hospitales, las universidades y el Museo Arqueológico, que albergaba piezas de más de 3.000 años de antigüedad, y la destrucción de la industria petrolera... Sin embargo, el Ministerio de Petróleo, donde se guardaba todo lo relacionado con los yacimientos petrolíferos, se encontraba bien protegido desde el primer momento por los marines.
De repente, el Estado desapareció. Fue disuelto el partido del régimen, el Baaz. Precisamente, el actual primer ministro, Nuri al Maliki, dirigió el comité de desbaazificación. Se desarticuló la Guardia Republicana, fuerzas de élite de Sadam. Las calles quedaron en manos de los violentos.
La gente acudía al teniente coronel Jim Chartier a pedirle orden y todo lo que eso implica: alimentos, electricidad, teléfono, agua, seguridad. El teniente coronel decía que en unos cuantos días todo volvería a la normalidad. Misión imposible una vez desmantelado el Estado. Sobre todo porque muchas medidas aprobadas por Paul Bremer, a cargo de la Autoridad Provisional de la Coalición -una especie de Gobierno de transición antes del traspaso formal, aunque limitado, de la soberanía a un Ejecutivo iraquí en junio de 2004-, se revelaron casi delirantes. Aprobar una ley para la protección de diseños de microchips no parecía una prioridad para los iraquíes.
El 1 de mayo de 2003, el presidente George W. Bush declaró el fin de las operaciones militares. Prosiguieron varios años más. Y lo peor estaba por llegar. En siete años han perecido 100.000 civiles iraquíes, y más de un millón se han exiliado.
El 14 de diciembre, poco después del mediodía, los tiros al aire empezaron a oírse en Bagdad. Tres horas después, se anunciaba la captura, la víspera, de Sadam Husein. La enorme alegría que mostraban chiíes y kurdos chocaba con las caras largas de otros muchos iraquíes, al menos en Bagdad y en las zonas de población suní, en el centro de Irak.
Sadam había sido detenido el día 13 en una pequeña caseta pocos kilómetros al sur de Tikrit, su ciudad natal. Un ejemplar de la novela Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski, estaba sobre un camastro del cuchitril en el que dormía. Cuando el dictador escuchaba el ruido de vehículos militares o recibía el soplo de sus protectores, se escondía en un agujero bajo tierra de metro y medio de largo por 80 centímetros de altura. Un pequeño ventilador permitía respirar. Y entonces, con el sátrapa en manos de los militares estadounidenses, se adoptó otra decisión que no sentó bien a muchos iraquíes: difundir el reconocimiento médico de Sadam Husein. El doctor examinaba la dentadura del dictador, con barba larga y despeinado. Pocos días antes, el ministro de Justicia iraquí presentaba el tribunal que juzgaría a Sadam. Se mantuvo en vigor la pena de muerte y se rechazó la formación de un tribunal internacional. Fue ahorcado el 30 de diciembre de 2006. El vídeo de su ejecución también fue difundido.
En mayo de 2004 también fueron difundidas las fotografías de las torturas sufridas por prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib, otro golpe devastador para la imagen de las tropas ocupantes.
En 2006, después de la voladura de una importante mezquita chií en la ciudad de Samarra, se desató una cruenta guerra civil entre chiíes y suníes. Durante un par de años, el hallazgo de cadáveres asesinados de los modos más salvajes -varios occidentales ya habían sido degollados por seguidores de Al Qaeda- dejó de ser noticia.
Y las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía el régimen iraquí de Sadam Husein, el argumento principal empleado por la Administración de Bush para lanzar la guerra, jamás aparecieron.