Vivir y morir en Kabul
Álvaro Cozar, Kabul, El País
Los profesores de Geografía en Kabul solían explicar el pasado de Afganistán con una imagen. Extendían la mano y decían que durante siglos el país había sido como la palma de la mano, abierta a los dedos de su entorno, los países vecinos de la ruta de la seda. Luego los dedos cayeron sobre Afganistán y este se convirtió en un puño que no dejó de defenderse.
En un vistazo a las calles más céntricas de Kabul, cualquiera puede darse cuenta de que ese puño lucha por abrirse nuevamente. En Sharinau, las tiendas venden lo que los jóvenes desean: ropa de marca, zapatos puntiagudos de hebillas aparatosas y camisetas de colores chillones. Sí, allí en la misma calle está todo lo demás: el tráfico caótico, los puestos de carne a la brasa, los policías con fusiles y chalecos antibalas, las mujeres con burka y los niños limpiabotas que te miran con cara de conocer todos tus defectos. Pero son los jóvenes de tejanos descoloridos y andares de pandillero los que hacen que, por un momento, Kabul fuese la capital de otro país, uno que no hubiera pasado por varios siglos de guerras.
"Mucha gente no nos entiende", dice en un inglés aceptable Nourie, un chico de 19 años que fuma cigarrillos con dos amigos en un banco de la Universidad de Kabul. "Un día un profesor nos dijo que no teníamos pinta de estudiar porque íbamos así, con estilo, cool". Nourie usa ese término inglés (guay), para cualquier cosa que le interesa. Hace años que no sabe nada de su padre. "Se fue a Londres y nunca me ha llamado", asegura. Nourie dice después que tiene "más respeto por la gente extranjera que por los ancianos con barba" que le miran mal y que, a pesar de todo, quiere quedarse en su país y ser periodista en la BBC. "Para cada persona, su patria es el paraíso".
El paraíso de Kabul se divisa mejor desde la colina de Washir Akbar Khan. El monte recibe ese nombre por un astuto príncipe afgano que lideró varias revueltas contra los británicos durante la primera guerra angloafgana (1839-1842) y que, según algunas teorías, acabó envenenado por su padre, quien temía que su ambición le arrebatase el poder.
La cima de la colina es un descampado donde unos cuantos militares mantienen un puesto de vigilancia y que todavía conserva tres carros de asalto de las fuerzas soviéticas. Los restos de la antigua base donde los soviéticos perdieron la guerra en Afganistán (1989), y de paso la guerra fría, pueden divisarse a lo lejos, en dirección al norte. Al este, donde la vista se pierde, se encuentra la carretera de Pole-e Charkhi, una de las más atacadas por los talibanes desde el barrio cercano de Hut Khel. Los insurgentes tienen por costumbre viajar desde las montañas de Pakistán hasta el barrio, donde pasan la noche, y desde allí lanzan ataques de mortero contra las divisiones afganas y estadounidenses de la zona.
Bajando la colina de Washir Akbar Khan por el lado sur, se halla el barrio que recibe el mismo nombre, uno de los más caros de Kabul. Allí están las mejores casas, el cuartel de la ISAF (La Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad) y algunas embajadas, como la de Estados Unidos. De allí surge de repente un pitido agudo. Lo siguiente es una voz de mujer que habla por la megafonía en inglés: "No salgan del edificio. No salgan del edificio. Estamos siendo atacados". Quienes están en el parque junto al monte a esa hora, paran el paso durante unos segundos. No se oye nada. No hay explosión ni disparos. La gente prosigue su camino como si nada hubiera pasado. "Debe haber sido un taxista. O alguien que se ha metido donde no debía y ha hecho saltar la alarma en la embajada", asegura un joven.
Decir que Kabul es uno de los lugares más seguros de Afganistán es ver el vaso rebosando. Aunque la ciudad no es la que más atentados ha sufrido, algunos de ellos han sido especialmente duros. En febrero de este año, murieron 17 personas -entre ellas tres suicidas- y unas 30 resultaron heridas. Aunque los suicidas no lograron su objetivo, estaba claro que pretendían volar el Kabul City Centre, un centro comercial en la desprotegida Ansari Square, donde las mujeres compran joyas y los hombres, móviles y cámaras digitales, pero donde casi todo el mundo dedica el tiempo a descansar en la cafetería y a navegar con sus portátiles por Internet. "No hay muchos sitios donde puedas conectarte. Esto es caro, pero es de lo poco que hay en Kabul", explica Sayid, de 21 años.
Ese es el Kabul de las nuevas generaciones. Musulmanas, con un profundo sentido de la patria, pero con un marcado sentido individualista y que ven con recelo cualquier acuerdo al que el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, pueda llegar con los talibanes para que dejen la violencia.
Las montañas que rodean Kabul son otra historia. Una colmena de casas salidas de la roca se alza en las encrespadas laderas de los montes. Allí no hay ni agua potable, así que los viejos y los niños tienen que cargarse a la espalda unas garrafas de agua que sacan de las mismas tuberías.
Los afganos tiran de los proverbios para explicar cualquier cosa cotidiana. Uno de ellos deja claro que no son muy dados a contar intimidades: "No pares el burro que no es tuyo". O sea, métete en tus propios asuntos. Pero en general son gente con la que se puede conversar de casi todo lo demás y que gusta de la cercanía y de compartir la comida.
Esa es la atmósfera que preside los Jardines de Babur. El viernes por la mañana, cientos de personas se reúnen junto a la tumba del rey Babur (siglo XVI) uno de los fundadores de Kabul, para acudir a la mezquita y tomar un pic-nic con la familia entre rezo y rezo. Abdulghani trabaja en una gasolinera de Mazar-i-Sharif y ha viajado con la familia para descansar en los jardines. "No hay mucho que hacer en Afganistán. Trabajamos todo el día y cuando regresamos a casa vemos películas turcas. Aquí me siento seguro. Este lugar es para descansar de la guerra", comenta. Abdulghani se despide con un "vale", expresión en lengua dari que equivale al español.
El ocio se reduce a eso y quizás a las peleas de perdices, en las que se llegan a apostar 5.000 afganis, en el parque de Sharinau. No hay mucho más que hacer. Kabul por la noche es una ciudad oscura, vacía e intranquila, donde hay más posibilidades de partirse la crisma al caer en un socavón que de sufrir otro tipo de altercado.
Cientos de tumbas rodean el monte de Washir Akbar Khan. En los cementerios se ve el cansancio en el rostro de las familias. "Es resignación. Si te parece que la gente está cansada es porque ha habido muchas guerras en este país, muchas muertes", dice Shukrullah, profesor en la Universidad de Kabul. Estos días se habla mucho de la afganización, la estrategia de Karzai y la OTAN para salir airosos de la guerra. La idea tiene que concretarse todavía pero suele definirse como un proceso de transición en el que los afganos tomen el protagonismo de los cambios y las instituciones todavía supervisadas por las fuerzas militares extranjeras. Los afganos miran incrédulos y hablan de solucionar primero los problemas de agua potable. Para explicarlo tiran de los proverbios. "No se pueden sostener dos sandías con una mano". O sea: tratar de solucionar muchos problemas suele llevar al fracaso. Vale.
Los profesores de Geografía en Kabul solían explicar el pasado de Afganistán con una imagen. Extendían la mano y decían que durante siglos el país había sido como la palma de la mano, abierta a los dedos de su entorno, los países vecinos de la ruta de la seda. Luego los dedos cayeron sobre Afganistán y este se convirtió en un puño que no dejó de defenderse.
En un vistazo a las calles más céntricas de Kabul, cualquiera puede darse cuenta de que ese puño lucha por abrirse nuevamente. En Sharinau, las tiendas venden lo que los jóvenes desean: ropa de marca, zapatos puntiagudos de hebillas aparatosas y camisetas de colores chillones. Sí, allí en la misma calle está todo lo demás: el tráfico caótico, los puestos de carne a la brasa, los policías con fusiles y chalecos antibalas, las mujeres con burka y los niños limpiabotas que te miran con cara de conocer todos tus defectos. Pero son los jóvenes de tejanos descoloridos y andares de pandillero los que hacen que, por un momento, Kabul fuese la capital de otro país, uno que no hubiera pasado por varios siglos de guerras.
"Mucha gente no nos entiende", dice en un inglés aceptable Nourie, un chico de 19 años que fuma cigarrillos con dos amigos en un banco de la Universidad de Kabul. "Un día un profesor nos dijo que no teníamos pinta de estudiar porque íbamos así, con estilo, cool". Nourie usa ese término inglés (guay), para cualquier cosa que le interesa. Hace años que no sabe nada de su padre. "Se fue a Londres y nunca me ha llamado", asegura. Nourie dice después que tiene "más respeto por la gente extranjera que por los ancianos con barba" que le miran mal y que, a pesar de todo, quiere quedarse en su país y ser periodista en la BBC. "Para cada persona, su patria es el paraíso".
El paraíso de Kabul se divisa mejor desde la colina de Washir Akbar Khan. El monte recibe ese nombre por un astuto príncipe afgano que lideró varias revueltas contra los británicos durante la primera guerra angloafgana (1839-1842) y que, según algunas teorías, acabó envenenado por su padre, quien temía que su ambición le arrebatase el poder.
La cima de la colina es un descampado donde unos cuantos militares mantienen un puesto de vigilancia y que todavía conserva tres carros de asalto de las fuerzas soviéticas. Los restos de la antigua base donde los soviéticos perdieron la guerra en Afganistán (1989), y de paso la guerra fría, pueden divisarse a lo lejos, en dirección al norte. Al este, donde la vista se pierde, se encuentra la carretera de Pole-e Charkhi, una de las más atacadas por los talibanes desde el barrio cercano de Hut Khel. Los insurgentes tienen por costumbre viajar desde las montañas de Pakistán hasta el barrio, donde pasan la noche, y desde allí lanzan ataques de mortero contra las divisiones afganas y estadounidenses de la zona.
Bajando la colina de Washir Akbar Khan por el lado sur, se halla el barrio que recibe el mismo nombre, uno de los más caros de Kabul. Allí están las mejores casas, el cuartel de la ISAF (La Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad) y algunas embajadas, como la de Estados Unidos. De allí surge de repente un pitido agudo. Lo siguiente es una voz de mujer que habla por la megafonía en inglés: "No salgan del edificio. No salgan del edificio. Estamos siendo atacados". Quienes están en el parque junto al monte a esa hora, paran el paso durante unos segundos. No se oye nada. No hay explosión ni disparos. La gente prosigue su camino como si nada hubiera pasado. "Debe haber sido un taxista. O alguien que se ha metido donde no debía y ha hecho saltar la alarma en la embajada", asegura un joven.
Decir que Kabul es uno de los lugares más seguros de Afganistán es ver el vaso rebosando. Aunque la ciudad no es la que más atentados ha sufrido, algunos de ellos han sido especialmente duros. En febrero de este año, murieron 17 personas -entre ellas tres suicidas- y unas 30 resultaron heridas. Aunque los suicidas no lograron su objetivo, estaba claro que pretendían volar el Kabul City Centre, un centro comercial en la desprotegida Ansari Square, donde las mujeres compran joyas y los hombres, móviles y cámaras digitales, pero donde casi todo el mundo dedica el tiempo a descansar en la cafetería y a navegar con sus portátiles por Internet. "No hay muchos sitios donde puedas conectarte. Esto es caro, pero es de lo poco que hay en Kabul", explica Sayid, de 21 años.
Ese es el Kabul de las nuevas generaciones. Musulmanas, con un profundo sentido de la patria, pero con un marcado sentido individualista y que ven con recelo cualquier acuerdo al que el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, pueda llegar con los talibanes para que dejen la violencia.
Las montañas que rodean Kabul son otra historia. Una colmena de casas salidas de la roca se alza en las encrespadas laderas de los montes. Allí no hay ni agua potable, así que los viejos y los niños tienen que cargarse a la espalda unas garrafas de agua que sacan de las mismas tuberías.
Los afganos tiran de los proverbios para explicar cualquier cosa cotidiana. Uno de ellos deja claro que no son muy dados a contar intimidades: "No pares el burro que no es tuyo". O sea, métete en tus propios asuntos. Pero en general son gente con la que se puede conversar de casi todo lo demás y que gusta de la cercanía y de compartir la comida.
Esa es la atmósfera que preside los Jardines de Babur. El viernes por la mañana, cientos de personas se reúnen junto a la tumba del rey Babur (siglo XVI) uno de los fundadores de Kabul, para acudir a la mezquita y tomar un pic-nic con la familia entre rezo y rezo. Abdulghani trabaja en una gasolinera de Mazar-i-Sharif y ha viajado con la familia para descansar en los jardines. "No hay mucho que hacer en Afganistán. Trabajamos todo el día y cuando regresamos a casa vemos películas turcas. Aquí me siento seguro. Este lugar es para descansar de la guerra", comenta. Abdulghani se despide con un "vale", expresión en lengua dari que equivale al español.
El ocio se reduce a eso y quizás a las peleas de perdices, en las que se llegan a apostar 5.000 afganis, en el parque de Sharinau. No hay mucho más que hacer. Kabul por la noche es una ciudad oscura, vacía e intranquila, donde hay más posibilidades de partirse la crisma al caer en un socavón que de sufrir otro tipo de altercado.
Cientos de tumbas rodean el monte de Washir Akbar Khan. En los cementerios se ve el cansancio en el rostro de las familias. "Es resignación. Si te parece que la gente está cansada es porque ha habido muchas guerras en este país, muchas muertes", dice Shukrullah, profesor en la Universidad de Kabul. Estos días se habla mucho de la afganización, la estrategia de Karzai y la OTAN para salir airosos de la guerra. La idea tiene que concretarse todavía pero suele definirse como un proceso de transición en el que los afganos tomen el protagonismo de los cambios y las instituciones todavía supervisadas por las fuerzas militares extranjeras. Los afganos miran incrédulos y hablan de solucionar primero los problemas de agua potable. Para explicarlo tiran de los proverbios. "No se pueden sostener dos sandías con una mano". O sea: tratar de solucionar muchos problemas suele llevar al fracaso. Vale.