El Mundial más cruel
John Carli, Ciudad del Cabo, El País
Hay gente que quiere abolir las corridas de toros. Después de tres semanas de fútbol de tan brutal intensidad, uno se pregunta si quizá también se debería acabar con los Mundiales por excesiva crueldad con los seres humanos.
Se supone que un Mundial es causa de celebración y alegría, pero el de Sudáfrica ha rozado el límite del sufrimiento que una persona es capaz de soportar sin derramar sangre. Hemos presenciado una calamidad detrás de otra, empezando por Francia, una nación cuyas grietas raciales han quedado al descubierto tras la ignominiosa despedida de su selección, y acabando con las dramáticas caídas de Ghana, Argentina y Brasil. Entremedias, hemos visto la atroz decepción de los jugadores italianos, llorando sobre el campo como huérfanos abandonados después de caer eliminados en la fase de grupos. Y también el miserable y malhumorado adiós de la selección inglesa, en cuyas posibilidades de triunfar la nación que inventó el deporte había invertido, como siempre, expectativas trágicamente desproporcionadas.
Sí, claro. La derrota es parte del fútbol y un Mundial es, por definición, una letanía de tristezas. Pero lo inusual de este en Sudáfrica, lo que no tiene precedentes, es el Everest, o el Kilimanjaro, del que tantos grandes equipos y tantos célebres individuos han caído a la tierra.
Cristiano Ronaldo, considerado por los sectores más ignorantes de las masas futboleras como el mejor jugador del mundo, no hizo nada, salvo marcar un gol freaky contra Corea del Norte, y acabó el Mundial "roto", según sus propias palabras, y despreciado por sus propios compatriotas. Wayne Rooney, otro mito abruptamente hecho hombre, fue el gran perdedor de una Inglaterra cuyo estilo de juego Franz Beckenbauer calificó correctamente como "primitivo". Lionel Messi, el que más talento posee de los tres, no pudo hacer nada contra una Alemania que expuso de manera despiadadamente eficaz el caos y la improvisación que pasa, en la mente de Maradona, por coherencia táctica.
A Maradona le llaman dios en su país. Pues la divinidad argentina, que omitió enterarse de que un equipo de fútbol necesita más de un jugador en el centro del campo, ha descendido a las tinieblas del infierno. Antes del partido contra Alemania, Maradona anunció que Dios, el otro, deseaba una victoria argentina y que los alemanes solo sabían "correr y correr". Después, en la rueda de prensa (tras perder por 4-0), Maradona tenía el aspecto de un hombre que, más que roto, estaba vacío. Su fe infinita en los poderes mágicos de inspiración que le atribuían tantos de sus fervorosos compatriotas se había esfumado, quizá para siempre.
Casi dolía ver a Maradona tan acabado, "sin fuerzas para nada", pero las escenas de angustia sobre el campo el viernes por la noche después de que Ghana perdiera en los penaltis contra Uruguay eran tan terriblemente íntimas que la única respuesta decente era apartar la vista de la televisión. Los jugadores de Ghana, especialmente el que falló el penalti en el tiempo adicional que habría llevado a una selección africana a las semifinales por primera vez [Gyan], reaccionaron como si acabaran de recibir la noticia de que sus madres habían muerto en un accidente aéreo. La crueldad de sus circunstancias, el destino brillante que Uruguay, literalmente, les arrebató en el último suspiro del partido, fue salvaje. Estamos acostumbrados a que la fortuna haga de las suyas en el fútbol, pero lo que le pasó a Ghana significó un ascenso a otro nivel, hasta ahora desconocido, de perversidad.
Perverso también ha sido el estilo de juego de Brasil bajo el mando de Dunga, en la opinión de un número creciente de comentaristas brasileños. La consecuencia será, con suerte, que para el Mundial de 2014 Brasil volverá a ser -o, al menos, a intentar ser- el Brasil del mito, del fútbol samba. La furia de una nación futbolera decepcionada puede ser algo temible. Dunga debería tomar en cuenta la posibilidad de buscarse asilo político en Borneo. Lo mismo podrían plantearse Maradona, Capello y Domenech. Cuando el fracaso es tan grande y el dolor tan difícil de soportar, el consuelo solo puede llegar de aquellos que comparten el sufrimiento y la desolación.
Hay gente que quiere abolir las corridas de toros. Después de tres semanas de fútbol de tan brutal intensidad, uno se pregunta si quizá también se debería acabar con los Mundiales por excesiva crueldad con los seres humanos.
Se supone que un Mundial es causa de celebración y alegría, pero el de Sudáfrica ha rozado el límite del sufrimiento que una persona es capaz de soportar sin derramar sangre. Hemos presenciado una calamidad detrás de otra, empezando por Francia, una nación cuyas grietas raciales han quedado al descubierto tras la ignominiosa despedida de su selección, y acabando con las dramáticas caídas de Ghana, Argentina y Brasil. Entremedias, hemos visto la atroz decepción de los jugadores italianos, llorando sobre el campo como huérfanos abandonados después de caer eliminados en la fase de grupos. Y también el miserable y malhumorado adiós de la selección inglesa, en cuyas posibilidades de triunfar la nación que inventó el deporte había invertido, como siempre, expectativas trágicamente desproporcionadas.
Sí, claro. La derrota es parte del fútbol y un Mundial es, por definición, una letanía de tristezas. Pero lo inusual de este en Sudáfrica, lo que no tiene precedentes, es el Everest, o el Kilimanjaro, del que tantos grandes equipos y tantos célebres individuos han caído a la tierra.
Cristiano Ronaldo, considerado por los sectores más ignorantes de las masas futboleras como el mejor jugador del mundo, no hizo nada, salvo marcar un gol freaky contra Corea del Norte, y acabó el Mundial "roto", según sus propias palabras, y despreciado por sus propios compatriotas. Wayne Rooney, otro mito abruptamente hecho hombre, fue el gran perdedor de una Inglaterra cuyo estilo de juego Franz Beckenbauer calificó correctamente como "primitivo". Lionel Messi, el que más talento posee de los tres, no pudo hacer nada contra una Alemania que expuso de manera despiadadamente eficaz el caos y la improvisación que pasa, en la mente de Maradona, por coherencia táctica.
A Maradona le llaman dios en su país. Pues la divinidad argentina, que omitió enterarse de que un equipo de fútbol necesita más de un jugador en el centro del campo, ha descendido a las tinieblas del infierno. Antes del partido contra Alemania, Maradona anunció que Dios, el otro, deseaba una victoria argentina y que los alemanes solo sabían "correr y correr". Después, en la rueda de prensa (tras perder por 4-0), Maradona tenía el aspecto de un hombre que, más que roto, estaba vacío. Su fe infinita en los poderes mágicos de inspiración que le atribuían tantos de sus fervorosos compatriotas se había esfumado, quizá para siempre.
Casi dolía ver a Maradona tan acabado, "sin fuerzas para nada", pero las escenas de angustia sobre el campo el viernes por la noche después de que Ghana perdiera en los penaltis contra Uruguay eran tan terriblemente íntimas que la única respuesta decente era apartar la vista de la televisión. Los jugadores de Ghana, especialmente el que falló el penalti en el tiempo adicional que habría llevado a una selección africana a las semifinales por primera vez [Gyan], reaccionaron como si acabaran de recibir la noticia de que sus madres habían muerto en un accidente aéreo. La crueldad de sus circunstancias, el destino brillante que Uruguay, literalmente, les arrebató en el último suspiro del partido, fue salvaje. Estamos acostumbrados a que la fortuna haga de las suyas en el fútbol, pero lo que le pasó a Ghana significó un ascenso a otro nivel, hasta ahora desconocido, de perversidad.
Perverso también ha sido el estilo de juego de Brasil bajo el mando de Dunga, en la opinión de un número creciente de comentaristas brasileños. La consecuencia será, con suerte, que para el Mundial de 2014 Brasil volverá a ser -o, al menos, a intentar ser- el Brasil del mito, del fútbol samba. La furia de una nación futbolera decepcionada puede ser algo temible. Dunga debería tomar en cuenta la posibilidad de buscarse asilo político en Borneo. Lo mismo podrían plantearse Maradona, Capello y Domenech. Cuando el fracaso es tan grande y el dolor tan difícil de soportar, el consuelo solo puede llegar de aquellos que comparten el sufrimiento y la desolación.